martes, 26 de junio de 2012

Calígula. Camus.


CAMUS, Albert. Calígula. Madrid: Alianza Editorial, 1989. Traducción de Aurora Bernárdez.

  Nada todavía, nada se puede hacer, nada sabemos. Nada es la palabra recurrente desde el comienzo de la obra. El nihilismo se apodera de todo el texto y el protagonista, Calígula, lo lleva al extremo.

  Drusila ha muerto y el César ha desaparecido. Pero no es mal de amores lo que le aqueja. Es un mal mucho más profundo e incurable. Cuando regresa, todos lo consideran un demente, porque con una lógica implacable arrasa con todo y con todos, da muerte a unos, tortura a otros y busca sólo liberarse de una opresión que lo atenaza: la obsesión por la muerte.

  Su extrema sensibilidad y lucidez hacen que el mundo sea insoportable para él, al tiempo que la idea de la muerte y el sufrimiento lo sumen en la desesperación. Los dioses no le sirven de ayuda, aunque tal vez sí como ejemplo. Son crueles e implacables. El amor y la amistad no le sirven de alivio. Poder y riquezas no le faltan. Es el César. Pero todo es nada para él. Quiere más, desea la luna, un imposible. “No hay nada en este mundo, ni en el otro, hecho a mi medida” (p.111). “Sólo tengo conciencia” (p.108) y, como él mismo, su conciencia no duerme.

  Cuenta con la fidelidad de Cesonia y Helicón. El resto de personajes conspiran contra él y traman su muerte. Les resulta incómodo en su implacable pureza.




[Calígula, de Tinto Brass. 1979]

  En su angustiosa pasión por la vida, adopta el papel de un dios cruel y reparte muerte. Sabe que conspiran contra él y hasta lo propicia. Su rabia e impotencia ante el mundo lo arrastran a la autodestrucción. Sólo fundirse con la nada absoluta puede liberarle. Mientras llega ese momento, su lacerante dolor se transforma en destrucción: “Es curioso. Cuando no mato, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el universo y alejar el tedio. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un vacío sin límites. Sólo estoy bien entre mis muertos. Ellos son verdaderos. Son como yo. Me esperan y me apremian” (p.106).
               
  Los personajes más interesantes son el joven Escipión y Quereas. Escipión ha visto morir a su padre por orden de Calígula, quien mandó arrancarle la lengua. Pero el muchacho llega a comprender su sufrimiento y no consigue odiarlo. Siente que, de alguna manera, hay una afinidad entre ellos. “Él me enseñó a exigirlo todo” (p.87). Por eso se niega a participar en su muerte cuando Quereas busca su apoyo. “Eres puro en el bien, como yo soy puro en el mal” (p.60), le dice Calígula, que valora de él su transparencia y su genuina bondad. Al final de la obra, Escipión decide alejarse de allí y dice a Calígula: “Te dejaré, sí, porque creo haberte comprendido. Ni para ti ni para mí, que me parezco tanto a ti, hay ya salida. Voy a marcharme muy lejos a buscar las razones de todo esto. Adiós querido Cayo. Cuando todo haya terminado, no olvides que te he querido” (p.105).

  A diferencia de Escipión, el joven poeta, Quereas no consigue ganarse nuestro aprecio. Es un personaje instruido e inteligente, capaz de comprender a Calígula, pero desea que desaparezca porque sólo quiere vivir tranquilo y feliz.
No carece de cierto orgullo y habla con franqueza, pero su discurso resulta pobre. “Te juzgo nocivo -reconoce ante Calígula. Me gusta la seguridad y la necesito. La mayoría de los hombres son como yo, incapaces de vivir en un universo donde el pensamiento más descabellado puede en un segundo entrar en la realidad; donde, la mayoría de las veces, entra en ella como el cuchillo en el corazón. Tampoco yo quiero vivir en semejante universo. Prefiero la seguridad. [...] Porque tengo ganas de vivir y de ser feliz. Creo que no es posible ni lo uno ni lo otro llevando lo absurdo hasta sus últimas consecuencias” (pp.80-1). Pero claro, este deseo de supervivencia y felicidad choca con la actitud extrema de Calígula y lleva a Quereas a sumarse a los conspiradores, a quienes explica: “Lo hago para luchar contra una gran idea cuya victoria significaría el fin del mundo. [...] Para nuestra desgracia, es una filosofía sin objeciones. No queda otro remedio que golpear cuando la refutación no es posible. [...] Pero ver cómo desaparece el sentido de esta vida, la razón de nuestra existencia es insoportable. No se puede vivir sin una razón. [...] No serviré después a ninguno de vuestros intereses; deseo tan sólo recobrar la paz en un mundo de nuevo coherente. No me mueve a actuar la ambición, sino un miedo razonable, el miedo a ese lirismo inhumano ante el cual mi vida no es nada” (p.37).

  Calígula no puede sobrevivir en un mundo dominado por una mayoría como Quereas que se arropa y se protege en pos del bienestar. Es un solitario sin refugio posible. “Voy al encuentro de ese gran vacío donde el corazón se sosiega” (p.111), dice en las últimas páginas.


[Busto de Calígula en el Museo del Louvre][1]

jueves, 21 de junio de 2012

¿Juego psicológico?

Bobby Fischer no creía en el juego psicológico, aunque lo usó con generosidad. Tal vez en el ajedrez, como en cualquier interacción humana, el juego psicológico sea inevitable, a veces incluso sin querer, a veces a sabiendas, y, claro, otra cosa es su valoración en función de su legitimidad y de los resultados.


En esta partida de 1994, me pregunto si Anand estaba utilizando el juego psicológico o, simplemente, estaba pensando en qué cenaría esa noche. Lo de los comentaristas es caso aparte y quizás ellos también estuviesen empleando juego psicológico o pensando en la Super Bowl...


domingo, 10 de junio de 2012

Walter Benjamin y los libros


Benjamin comienza sus Iluminaciones desempaquetando libros, sus queridos miles de libros adquiridos con la pasión del coleccionista a través de búsquedas, azares, astucia y, sobre todo, conocimiento y amor por esas piezas únicas, o rarísimas, en cualquier caso irrepetibles, que atesoran los mundos de quienes los escribieron, los ilustraron, los editaron y los poseyeron con anterioridad, y en los que ahora vive, conviviendo con todos ellos en la continua simbiosis de presente y memoria, el nuevo propietario.


[Libros desde el suelo…]

Con independencia de lo coleccionado, los coleccionistas forman una hermandad curiosa (nunca mejor dicho, pues la curiosidad insaciable es el combustible que alimenta su afán) en la que se reconocen y respetan, tal vez a sabiendas de que los demás no entenderán una fiebre posesiva capaz de llevarlos de aquí para allá e incluso de arrastrarlos al borde de la miseria, el peligro o la ilegalidad con tal de conseguir la pieza deseada. Pero el coleccionista ama su colección por encima de todas las cosas, y aunque es hermano de sus correligionarios en la manía, para el que colecciona sellos no hay nada más valioso que los sellos, y para el que colecciona autógrafos, no hay nada más valioso que eso, y lo mismo le sucede al que colecciona libros, y cada uno de ellos podrá hablar durante horas, durante días, durante toda su vida dando las razones por las que no hay nada más valioso que los sellos, los autógrafos o los libros.

Yo, sin ser coleccionista, y aun así he ido a la caza de algunos ejemplares que por capricho o destino consideraba imprescindibles (sin otra razón que un deseo ciego y de origen ignoto), podría pasarme toda la vida hablando de por qué los libros son los objetos más valiosos que hay en este mundo. También podría hablar de ese placer de posee que menciona Benjamin, un placer y una posesión que nada tienen que ver con el consumismo y la mezquindad, sino con dar vida a lo que duerme y sentidos al sentido: la biblioteca de un hombre es su mejor autobio(biblio)grafía. Pero no me pondré pesado repitiendo lo que ya saben los amantes de los libros, ni quiero resultar aburrido elogiando lo que otros nunca entenderán.


[… hasta el techo]

Quiero pensar, ahora, en dos puntos del texto de Benjamin. El primero tiene que ver con los escritores. “Of all the ways of acquiring books, writing them oneself is regarded as the most praiseworthy method”[1]. Y tras recorder la anécdota del profesor de Jean Paul, tan pobre que se dedicó a escribir los libros cuyos títulos leía en los catálogos porque no podía permitirse comprarlos, Benjamin continúa: “Writers are really people who write books not because they are poor, but because they are dissatisfied with the books which they could buy but do not like”. Y cómo no estar de acuerdo. El escritor es, en primera y última instancia, una especie de coleccionista de libros, un coleccionista peculiar, pues con el tiempo el libro no se convierte en el lugar de la convivencia entre vida y memoria con otros ajenos, sino con los otros que se han ido siendo, y esto sucede en el tiempo mismo de la escritura, de ahí que muchos lectores no comprendan al escritor que afirma sorprenderse y encontrar cosas insólitas cuando lee lo que ha escrito. “Yo soy otro”, la famosa frase de Rimbaud, parece encontrar su mejor aplicación en los escritores.


[Y cuidado con el dueño]

El otro punto que ahora me interesa tiene que ver con futuro del libro en papel. Tanto si se extingue como si su producción disminuye, eso hará las delicias de los coleccionistas, de los amantes de los libros. Si el libro en papel se extingue, ¿no es fácil imaginar cómo crecerá el amor por la propia biblioteca y cómo aumentará la curiosidad y la caza de ejemplares irrepetibles o en vías de extinción? Que nunca llueva a gusto de todos también tiene sus ventajas.  La segunda pregunta que se me ocurre es si el libro digital llegará a alcanzar el grado de objeto de culto y pasión de su viejo hermano de papel. La clonación digital parece impedirlo, pues desaparece la posibilidad de que algo sea único, irrepetible, excepcional. Y, de todas formas, quién sabe. Yo no lo sé, la verdad. Quizás los editores descubran fórmulas técnicas y comerciales para reproducir a propósito ese carácter único: tal vez incluyan erratas y horrores; tal vez pongan en el mercado ediciones limitadas, especiales, imposibles de ser clonadas. No tengo ni idea. Sólo sé que miro mi lector de libros digitales y me digo: “Qué útil, qué manejable”, y lo disfruto. Y sé que miro mi pequeña biblioteca, y me paseo por delante de las estanterías, y cojo un libro, y otro, los hojeo, o me limito a acariciarlos sin molestarlos más, y repaso los títulos, los autores, y, como Benjamin, de detengo delante de algunos y me pongo a recordar dónde y cómo los conseguí, o cómo llegaron a mí, o quién me los regaló, y pienso: “Amo todo esto que no soy yo y que es mi vida”.



[1] BENJAMIN, Walter. Illuminations. New York: Schocken Books, 2007, p. 61, traducción de Harry Zohn.

miércoles, 6 de junio de 2012

Ajedrez, autómatas y primera máquina ajedrecística


En esta entrada traducimos los párrafos que sobre los orígenes de las máquinas que juegan al ajedrez se pueden leer en “The Machine Age” (JOHNSON, Daniel. White King and Red Queen. How the Cold War was Fought on the Chessboard. London: Atlantic Books, 2007, pp. 217-9).

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LA ERA DE LAS MÁQUINAS

  El primero y más famoso autómata ajedrecístico fue el Turco, invención de Wolfgang von Kempelen. Se presentó por primera vez al público en la corte de la emperatriz María Teresa en 1769 y fue incinerado en Filadelfia en 1854. Por supuesto, los primeros autómatas no tenían nada que ver con los ordenadores. Valiéndose de un ingenioso juego de espejos, se limitaban a ocultar a un hombre tras un sistema de ruedas y poleas. Exhibido como el Autómata Ajedrecista de Maelzel por el inventor del metrónomo, el Turco fue objeto de un célebre artículo escrito por Edgar Allan Poe, publicado en 1834, en el que el inventor del género de terror afirmaba haber empleado la pura lógica deductiva para descubrir en qué consistían los trucos del autómata. Poe tenía razón al decir que al Turco lo manejaba un humano, pero sus argumentos eran erróneos […] El último de los autómatas dirigidos por un hombre fue Ajeeb, tras el cual estuvo el gran maestro americano Harry Pillsbury desde 1898 hasta 1904, y que duró hasta 1926. Más sofisticado era Mephisto, presentado por primera vez en Londres por Charles Gümpel, un inventor de origen alsaciano, en 1878. Mephisto, un androide con la apariencia del epónimo demonio, no era lo bastante grande como para ocultar a un hombre en su interior. En lugar de eso, era manejado desde otra sala a través de medios electromecánicos generalmente por el gran maestro Isidor Gunsberg.
[…]


[El ajedrecista de Leonardo Torres Quevedo, construido en 1912 y presentado en 1914. Con rey y torre daba mate a un humano con rey aunque no siempre en el menor número de movimientos posibles][1]

  Los pioneros de los auténticos ordenadores que juegan al ajedrez no eran ilusionistas, pero sí necesariamente unos visionarios. Varios de ellos estaban entre los padres de la ciencia computacional. El gran matemático y filósofo alemán Gottfried Leibniz ya había “resuelto” en 1710 el juego del solitario usando una rama de las matemáticas conocida como combinatoria; también diseñó una máquina para el cálculo aritmético, la “rueda de Leibniz”, y concibió la grandiosa idea de un sistema universal de conocimiento. Su igualmente brillante compatriota, Leonhard Euler, fue el primero en darse cuenta de la importancia matemática del antiguo “problema del caballo”, en el que el caballo pasa por todas las casillas del tablero tan solo una vez. El hombre al que a menudo se le acredita como el creador del primer ordenador, Charles Babbage, dedicó muchas de sus energías a intentar que su Máquina Analítica jugase al ajedrez, pero lo abandonó debido a que el trabajo computacional era abrumador – como de hecho era en su época pre-electrónica e incluso pre-eléctrica. Lo esencial, sin embargo, no tenía que ver con la ingeniería, sino con las matemáticas. En 1914, el inventor español Leonardo Torres y Quevedo dio a conocer su autómata, El Ajedrecista, creado a partir de sus investigaciones sobre las calculadoras analógicas. Este sí era un verdadero autómata, aunque tan solo podía manejar tres piezas. Con rey y torre contra rey, moviendo las piezas electromagnéticamente, podía dar mate a un oponente humano con cierta solvencia.
  El paso decisivo lo dio el inglés Alan Turing, hoy en día mejor recordado como uno de los más relevantes descifradores de códigos durante la Segunda Guerra Mundial.



[1] Atribución de la imagen: Mcapdevila. Origen de la imagen: http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Ajedrez_Torres_Quevedo.jpg

domingo, 3 de junio de 2012

"Hello Goodbye" en Klett


La editorial Klett (http://www.klett.de/produkt/isbn/3-12-535688-1) ya ha puesto en el mercado su edición (excelente, desde mi punto de vista) de Hello Goodbye, la novela que en 2005 me había publicado Bruño.

El libro lo destinan a jóvenes de habla alemana que estén estudiando español, y su nivel de referencia es B1.

En este vínculo se puede echar un vistazo al texto e incluso se puede leer salvando, eso sí, la marca de agua:


Desde aquí deseo mostrar mi agradecimiento a los editores de Bruño y Klett por la confianza que han demostrado en esta breve novela, y a quienes siempre me han animado y apoyado: Pilar y mi familia.