sábado, 23 de marzo de 2013

Goethe: acabarse


Terminaba la entrada anterior de este blog con unas palabras de Giacomo Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?”. Con poco más de treinta años, Joyce desea a su alumna, un deseo que junto a su insatisfacción le da pie a pensar en la muerte y en el envejecimiento, en el progresivo avance de la imposibilidad aunque en principio se sienta el impulso hacia y la capacidad material de la satisfacción, de lo posible. Uno sigue viviendo y la vida alrededor lo va abandonando, o, más bien, deja de hacerle caso: uno puede y, sin embargo, es imposible. Ante esta deserción de la vida, Joyce se encuentra con lo que es: Literatura.

Esto me recordó a Goethe, su deseo por la joven Ulrike von Levetzow y la Elegía de Marienbad, al menos tal y como lo describe Stefan Zweig.[1] El hombre de setenta y cuatro años se enamora de la joven de diecinueve. “Ese hombre reservado, endurecido, pedante, en el que lo poético casi se ha convertido en una costra de erudición, únicamente obedece desde hace décadas al sentimiento” (p. 159). Goethe siente la pasión del amor, y ese amor no es correspondido: “Empieza el grotesco espectáculo, en el que lo trágico raya con facilidad en la sátira” (p. 160).

En lo grotesco y satírico habría caído cualquiera, pero no Goethe: “este gran hombre que todo lo presiente tiene la sensación de que en su vida algo formidable ha concluido. Pero, eterno compañero del más profundo dolor, en la hora más sombría surge el viejo consuelo. Sobre el que pena desciende el genio, y aquel que en la Tierra no encuentra alivio invoca a Dios. Una vez más, como tantas otras y no por última, Goethe escapa a la vivencia a través de la poesía” (p. 161).

                Yo, que un día favorito de los dioses fuera,
                me he perdido a mí mismo y al universo (p. 164).

Goethe cae enfermo. Su amigo Zelter acude en su ayuda, reconoce el origen del mal y lo cura leyéndole la Elegía. “Goethe se salva – puede decirse – por medio de ese poema. Al fin ha superado la angustia, ha vencido la última y trágica esperanza […] De ahora en adelante, su vida pertenece por entero al trabajo. Puesto a prueba, ha renunciado a que su destino recomience, con lo que otro gran empeño dirige su vida: rematar su obra” (p. 167). Terminará, por fin, el Wilhelm Meister y el Fausto.

Zweig, con esa mezcla suya tan atractiva de lirismo y análisis, va concluyendo: “Entre esas dos esferas del sentimiento, entre el último deseo y la última renuncia, entre emprender algo nuevo o rematar lo ya hecho, se encuentra, como un apogeo, como un instante inolvidable de íntima reflexión, aquel 5 de septiembre, la despedida de Karlsbad, la despedida del amor, transformada en eternidad a través del conmovedor lamento” (p. 167).

Se diría, siguiendo a Zweig, que la Literatura viene a sustituir a la vida y lo hace aportando no un sucedáneo, un sustituto de valor inferior, sino algo que la trasciende para fijar uno de sus instantes eternamente: la vida rechaza al hombre y el hombre le regala a la vida su inmortalidad, su sentido. Podría ser, pero, sinceramente, creo que no es así.

Goethe se acaba. Goethe, como Joyce, no siente ninguna tentación. No hay ningún conflicto entre la Literatura y la vida: la vida no es más que un pre-texto. Tanto la satisfacción como la insatisfacción habrían tenido el mismo resultado, llámese lamento o himno: Literatura. Porque la Literatura se alimenta de la vida y la vida, sin la Literatura, tiene tanto sentido como la vida de Ulrike von Levetzow sin Goethe y sin la Elegía de Marienbad: ninguno. Goethe hizo lo que siempre había hecho: llevar hasta el extremo lo posible. Y llega al extremo de lo posible, y se acaba.



[1] ZWEIG, Stefan. “La Elegía de Marienbad. Goethe entre Karlsbad y Weimar. 5 de septiembre de 1823”, en Momentos estelares de la humanidad. Barcelona: Acantilado, 2012. Traducción de Berta Vias Mahou.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Joyce en breve


JOYCE, James. Escritos breves. Madrid: Ediciones Escalera, 2012. Traducción y estudio preliminar de Mario Domínguez Parra.

El presente volumen recoge las Epifanías, Un retrato del artista y Giacomo Joyce, piezas breves que van de 1904 a 1914, escritos que poseen valor tanto por sí mismos (por su intrínseca calidad literaria) como por constituir piezas literales y estilísticas que encajarán en obras como Retrato del artista adolescente y Ulises.

En las Epifanías podemos constatar el primoroso dominio que Joyce tenía del lenguaje. Retazos de conversaciones, sueños, recuerdos e impresiones se suceden para formar un puzle de tan escasas piezas que en principio podría ser hecho por un niño y que, sin embargo, demuestra, a través de una magistral combinación de la selección, la elipsis y la precisión, el absoluto dominio de la armonía entre los sentidos, la reflexión y la expresión lingüística sonando al unísono no ya como varios instrumentos, sino apareciendo como varios sonidos simultáneos producidos por el mismo instrumento.

Un retrato del artista nos presenta al Joyce de la penetración psicológica, al pintor de raigambre clásica que se vale de los “ismos” como de técnicas subsidiarias que en trato paródico consigo mismas y con sus antecedentes consiguen descifrar la constante y confusa relación entre memoria, ironía y tristeza, como si el pasado fuese objeto de benévola y crítica sonrisa y el hecho de que haya pasado, motivo de melancolía.

Por su parte, Giacomo Joyce se mantiene sobre sí mismo como una de las más grandes composiciones literarias, y no solo en referencia a la producción de Joyce. Se cometería una injusticia con esta obra si se la valorase únicamente como ejemplo de lo que su autor ya estaba escribiendo por entonces, el Ulises. Sin tregua para el error o el despiste, sus depurados fragmentos conforman una unidad temática, estructural y estilística de una inusitada riqueza experimental para dar cuenta de la huella del tiempo a su paso por la vida, camino de la muerte.

La introducción a estos escritos se lee con agrado. No añade nada nuevo, pero complace que aparezcan, por ejemplo, Pinter, Cage y Gould. La edición de los textos no empieza bien: “he’ll have to apoligise, Mr Joyce” (p. 76), cuando en la traducción sí se dice “él tendrá que disculparse, señora Joyce” (p. 77); “I was sure” (p. 82), y en la traducción: “estaba segura” (p. 83). Fallos casi sin importancia, en cualquier caso. La traducción, siempre complicada y más cuando se trata de Joyce, me hace dudar ante casos como los siguientes: “La llovizna repentina cesa aunque con demora; racimo de diamantes, entre los arbustos del patio, donde surge una exhalación desde la tierra negra” (p. 125); “A lo lejos, un hermosos caballo marrón montado por un jinete amarillo estampa su silueta solar” (p. 139); “un templado olor húmedo” (p. 141). Y la traducción de “clip and clip again” (p. 187) por “fornican y fornican de nuevo” (p. 199) me desconcierta un poco, pues no termino de encontrar esta acepción del verbo, aunque estaría encantado de rectificar en caso necesario.

En resumen, un buen libro y, lo mejor, Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?” (p. 192).

domingo, 17 de marzo de 2013

“Kafka enamorado” en el María Guerrero


A escasos dos metros del escenario, puede verse cómo parpadean los actores y casi se nota su aliento en la cara. Esto es lo que ocurre en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero. Esto es lo que ocurre desde el 15 de marzo hasta el 28 de abril: Kafka (Jesús Noguero) se debate entre Felice (Beatriz Argüello) y la escritura con Max Brod (Chema Ruiz) como testigo.


Luis Araújo, autor de la obra, afirma que “El texto que van a ver representado es una versión reducida adaptada a las necesidades de duración del espectáculo y fruto del trabajo colectivo con todo el equipo de montaje”. No he leído el texto original, pero después de haber presenciado la presente versión, apostaría a que aunque lo breve, dos veces bueno, no puede alejarse de la calidad de su adaptación.

En efecto, la representación no solo se apoya sobre la vívida actuación del trío de actores y una puesta en escena tan sobria como expresiva, sino, y yo diría que especialmente, en un texto que respira por la boca del propio Kafka al sustentarse de y en escritos como las cartas, los diarios y los Cuadernos en Octavo (y también, nos aventuramos a pensar, en “El otro proceso” de Canetti).

Además de conocer la obra de Kafka, son necesarias altas dosis de talento para reconocer los fragmentos esenciales y, entre estos, seleccionar los imprescindibles en función de las limitaciones de la representación teatral y para que el espectador no versado en Kafka llegue a comprender en toda su amplitud el dilema y la experiencia de Kafka así como los afectos y pensamientos de Felice y Max Brod. Y, sobre todo, es necesario entender la seriedad y trascendencia de este capítulo de la vida de Franz Kafka, en quien es casi imposible deslindar lo universal del genio, de lo característico de un hijo de su tiempo y de lo peculiar de ese hijo de su padre y de su madre.

La obra no solo se mantiene, así, fiel a los hechos y a las palabas de sus protagonistas: además juega con la posibilidad de la interpretación (inevitable siempre que se trata de Kafka, tanto de su obra como de su vida), con la posibilidad del riesgo creativo. Un ejemplo podemos encontrarlo en el encuentro sobre las tablas entre Kafka y Grete Bloch (representado también por Beatriz Argüello), en el que la exuberancia sensual y sexual con la que Kafka se conduce hacia Grete hace pensar en esa discutida posibilidad de un hijo de ambos.

Araújo no deja nada en el tintero: Kafka y su padre, Kafka y su madre y sus hermanas, Kafka y el resto de la humanidad, Kafka y el socialismo, Kafka y el matrimonio, Kafka y la mediocridad, Kafka y la literatura, Kafka y la escritura, Kafka y Brod, Kafka y su trabajo, Kafka y la locura, Kafka y el sentido del humor, Kafka y la enfermedad, Kafka y sus complejos físicos, Kafka y las mujeres. En sesenta y cinco minutos es difícil imaginar un repaso más exhaustivo y prístino a los puntos clave de una historia que todavía no ha acabado y que no lo hará mientras quede un ser humano en este mundo.

Por lo demás, quienes hemos leído a Kafka y hemos visto cientos de veces las pocas, siempre las mismas fotografías de Kafka, Felice y Brod, y nos empeñamos en imaginarlos en movimiento, de carne y hueso, no tenemos ninguna razón para quejarnos, desilusionados, de falta de verosimilitud en la interpretación (dirigida por José Pascual): nada en la representación decepciona a eso tan exigente que es la fantasía.

jueves, 14 de marzo de 2013

Consejos para suicidarse: Hume


Con la amena y sistemática simpleza que lo caracterizaba, Hume defiende el suicidio en su breve ensayo de original título, Of Suicide. Por supuesto, comienza defendiendo la filosofía, en tanto que ancila de la razón, como antídoto contra los males del oscurantismo: la falsa religión y los prejuicios.

Ordenado hasta para dar dos pasos, consigue dar apariencia de complejidad al hecho de caminar. Es decir, argumenta por qué el suicidio no es ni un mal ni un pecado ni con respecto a Dios, ni en relación a uno mismo y los demás. En el primer caso, Dios da la vida, y mientras estás vivo, cumples sus designios; y Dios también da la muerte y su posibilidad, y cuando mueres también estás cumpliendo sus designios, escritos desde la eternidad en el libro de la Providencia. En el segundo caso, si estás cansado de la vida, si la vida te supone un peso tan grande como para vencer el terror a la muerte, ¿por qué seguir padeciendo, qué sentido tiene, por qué no acabar con el mal que te mantiene en un infierno? Y, en el último caso, si eres una carga para los demás, si parasitas sin dar nada, ¿a qué viene ese empeño de molestar al prójimo? Se demuestra más maldad al hacer eso que al atentar contra la propia vida.

Por lo tanto, todo son ventajas en el suicidio. Es más, el suicidio es completamente inevitable, y lo que supone un mal, un pecado, un error, un prejuicio y un perjuicio es seguir viviendo. A Dios le da lo mismo lo que hagas, porque hagas lo que hagas siempre estás haciendo lo que Él había planeado. La vida es un estado miserable, un sobrevalorado proceso de oxidación y descomposición, una triste sucesión de dolores y desilusiones, un continuo añadir basura al universo. Y los demás pueden pasar tranquilamente sin nosotros; de hecho, si uno se fija, durante tu vida, la mayor parte del tiempo los demás se han dedicado a quejarse de ti y a hacerte reproches. Solo el miedo impide que cumplas lo que la razón dicta que hagas. La vida no es razonable, así que según los sanos principios filosóficos de Hume, hay que educarla para que entre en razón y obre en consecuencia.

Termina Hume con lo mejor de su ensayo, una cita de Plinio: "Deus non sibi potest mortem consciscere si velit, quod homini dedit optimum in tantis vitae poenis”. Con lo que demuestra que era un gran compositor de collages textuales y un no menor retórico. Así, por ejemplo, no hay más que leer su ensayo sobre el suicidio para que te entren ganas de matarte.

martes, 12 de marzo de 2013

El mundo y el no-mundo de oídas en la pantalla


Hoy, 12 de marzo de 2013, el día comienza a las cinco y media de la tarde. Mientras dejo que lentamente lo que sea yo se encuentre consigo mismo y con lo que lo rodea, veo pasar el mundo y el no-mundo por una pantalla, así que me llega de oídas, o de leídas, que viene a ser lo mismo, lejano y diferido.

Se suceden las palabras: a la espera del nuevo papa, la NASA afirma que Marte fue habitable porque ha encontrado clorometano, datos acerca de la nueva partícula que podría ser el o un bosón de Higgs, más ideas acerca de la materia oscura, posibilidad material de crear vida sintética.

Fumo, bebo Coca-Cola y café. La comida puede esperar: quizá solo es cierta. Pienso en los proyectos que me ocuparían hasta el final de mis días: Las mil y una noches, la Biblia, no cuento. Hay una nube fuera y dentro de mi cabeza que me agarrota levemente y me da pereza desperezarme.

¿Llueve fuera de estas cuatro paredes?

domingo, 10 de marzo de 2013

Las cosas, las palabras, lo posible


¿Será una incapacidad?, pero no consigo ver la relación entre las palabras y las cosas, ni mucho menos su identidad. No logro ver la supuesta naturaleza pragmática del lenguaje. No entiendo lo de “hacer cosas con palabras”, no entiendo el esquema “emisor-mensaje/medio-receptor”, no entiendo la imperante pedagogía de una segunda lengua orientada a la consecución de fines utilitaristas.

Y no se trata tan solo de que hasta el día de hoy nunca haya visto hacer nada con palabras, ni conseguir cosas con palabras, ni siquiera lo que se entiende por comunicación, y mucho menos el cumplimiento del “Hablando se entiende la gente”. Porque si bien no he visto nada de esto, siempre podría pensar que no se trata de una característica de las palabras y el lenguaje, sino de una imposibilidad fruto del uso sin pericia de la herramienta.

En principio, parece todo lo contrario. Yo digo “mesa” y el otro parece entenderme. Estamos de acuerdo. Yo digo “¿puedes darme un vaso de agua?”, y el otro incluso puede dármelo, si puede y quiere; he conseguido algo. He utilizado palabras, me he valido del lenguaje. También puedo ir al campo, recoger rosas, hacer con ellas un ramo, acercarme a alguien y golpearlo en la cara: he conseguido herir a un enemigo; por lo tanto, las rosas son para hacer daño.

Para mí no hay más lenguaje que el que aparece en la creación de obras para el espíritu, en eso que llamamos arte y Literatura, pero no exclusivamente ahí y entonces. Entiendo el lenguaje como un fondo para la revelación de la experiencia a través del umbral de las palabras: lo que posibilita lo posible.

Entre el pensamiento que (se) piensa y la vida que (se) vive no hay artilugios.

jueves, 7 de marzo de 2013

El jurado falla y acierta. Sobre el subsuelo de la Literatura

[O "Cómo seguir haciendo amigos"].


Me entero, como siempre de casualidad, sin querer y tarde, de que el 1 de marzo el jurado del Premio Internacional de Periodismo Miguel Hernández tomó la decisión de declararlo desierto debido a la baja calidad de los quince artículos que optaban a los ocho mil euros del premio.

A mí esto, qué quieren que les diga, me sorprende y no me sorprende. Me sorprende que el jurado de un concurso demuestre que el premio no estaba dado y, por lo tanto, era un auténtico concurso, y que tenga el valor de fallar con acierto. Por otro parte, no me sorprende que un concurso de escritura, especialmente de escritura periodística, quede desierto. Y ahí voy.

Igual que hay quien pronuncia muy bien para no decir nada, hay quien es capaz de redactar obviedades más o menos ingeniosas respetando la ortografía y la gramática, y como el nivel de lo publicado (aquello que reúne a los que escriben, a los que hacen negocio con lo escrito, y a los lectores) es tan bajo, se confunde el subsuelo con el suelo, por no decir con el edificio.

Hoy, basta con los rudimentos de la redacción que se les exigen a los niños de Primaria para destacar y deslumbrar. Quien no comete faltas ortográficas ni errores gramaticales, es capaz de construir oraciones que no se ajusten al orden sujeto-verbo-predicado, y emplea alguna que otra subordinada, ya es celebrado de genio para arriba por tenderos y consumidores. Lo mínimo, que no es nada, se toma como si fuese lo máximo, error del mismo calibre que el que consiste en no identificar lo mínimo con lo imprescindible, o en equiparar lo necesario con lo suficiente. En arte solo hay dos pecados: lo superfluo y lo insuficiente.

(En una nota a pie de página, Gómez de la Serna exigía que no se echara a Cervantes a los pies de los escritores como un tronco en medio del camino. Por lo visto, eran buenos tiempos: los enemigos eran los cervantinos profesionales. Ahora, la censura la ejercen los que no son capaces de escribir de manera libre y compleja, y los que no son capaces de leer a Joyce, Proust o Beckett).

Y no hay más que ver quiénes publican con mayor profusión, quiénes venden más, quiénes son más leídos (o comprados): los periodistas, esos intermediarios que venden más porque salen con mayor frecuencia en los medios de comunicación de masas y, por lo tanto, son más o menos famosos, y no, casi nunca, por el valor literario (ni intelectual) de lo que escriben.

(Un editor, con fama de digno profesional, me confesó que él solo publicaba a gente que salía en la televisión o en la radio. ¿Cuánta caja eres capaz de hacer? Este es el nivel, Maribel).

Cuando la hacen los periodistas (y que vengan Larra o Azorín a rectificarme), y la leen los mismos que se aferran al suplemento dominical, la Literatura está tan desierta como el Premio Internacional Miguel Hernández.

domingo, 3 de marzo de 2013

Ajedrez: Donde nadie es extranjero


Llegas a la gran ciudad como un apátrida nómada, más exiliado del mundo que cosmopolita. Nadie te conoce y no conoces a nadie. Comienzas a vagabundear por las calles, te asomas a portales, rostros, escaparates, miradas, gestos, ventanas, palabras: todo aparece en un código familiar con el que se forman mensajes ajenos, muchas veces incomprensibles, con el lenguaje del deseo que verbaliza infinitos objetos que se rozan y se cruzan sin apenas coincidir, igual que letras en palabras sin más sentido que el gemido.

Subes, por ejemplo, por la calle Fuencarral. Llegas a la intersección con Sagasta, a la glorieta de Bilbao. Te llaman la atención los ventanales de una cafetería. Te fijas en el nombre: el Café Comercial. Te asomas al interior: espejos, mármol, madera. Entras y huele a gente que se pasa dos horas sentados ante un café, dos horas que podrían ser dos años, dos décadas, quién sabe si más. Ya dentro, te dejas llevar por otro olor, por el perfume del silencio en medio de las voces y los ruidos de vasos, tazas, cucharillas y platos. Es un silencio matizado por un susurro de cuerpos que casi no se mueven, de pequeños elementos que se desplazan unos centímetros. Sigues el silencio y subes unas escaleras.

Ya arriba, ves que el café se prolonga. No era eso lo que te había llevado allí. Miras a la derecha: una puerta abierta. Te asomas y allí está. Allí están los ajedrecistas, más viejos que el café y más niños que sus edades. Miras los rostros desconocidos y los conoces a todos y cada uno de ellos. Inmediatamente, entiendes las miradas, los gestos, los silencios, las palabras en clave; entiendes a los que están sentados jugando y a los que miran de pie; entiendes la tensión y la relajación, el silencio y el mínimo golpe; entiendes que te miren como si tú también llevases allí horas, días, años. Todos nos reconocemos.

Los ancianos de jugar parsimonioso, los jóvenes y sus partidas rápidas, el hombre con gafas que ve cómo van pasando los rivales, el gordo que suelta una frase sobre política, el saludo punzante del envidioso, el apretón de manos al final de la partida. Es un ritual que no cesa, que parece no haber tenido principio y que jamás acabará.

Espero a que quede un sitio libre. Nos saludamos brevemente. Me siento. Empieza la partida. Se acerca el camarero con su chaqueta blanca: es otra pieza, tan desgastada y siempre sorprendente como un peón o el mismísimo rey. Entonces aprovecho para mirar a mi alrededor y echo de menos humo, humo de tabaco. Pero ha sido un instante: e4, c5, Cf3…

He llegado. El ajedrez es la tierra de todos, donde nadie es extranjero. He llegado a casa.