PUSHKIN, Alexander. Eugene Onegin. London: Penguin, 1979.
PUSHKIN, Alejandro Serguievich. La hija del capitán. Madrid: Espasa-Calpe, 1965.
Pocos libros escritos en lengua no castellana por alguien no español pueden resultarle al lector formado en el castellano y la tradición literaria española tan familiares y asequibles como el Eugenio Onegin de Pushkin. ¿Y a quién le debemos esta hazaña? Al de casi siempre: a don Quijote.
Porque estamos al tanto de las andanzas de Alonso Quijano por Inglaterra gracias a Fielding, y no nos puede extrañar la posibilidad de que también se hubiese dado un paseo, junto con Sancho Panza y en las alforjas toda la gran literatura (y no nos referimos a los libros de caballerías, no, sino a algo más prosaico, es decir, más real y poético: el Libro de Buen Amor, el Lazarillo y La Celestina), por la gran Rusia. No encuentro explicación más racional y factible para dar cuenta de esta tragicomedia de Onegin. Así que, a partir de ahora, tendré que acostumbrarme a la idea de imaginar a Rocinante con la nieve hasta las orejas.
En La hija del capitán, el malvado Schvabrin tiene encerrados en un granero, al que pronto prenderá fuego, a Pedro Grimef, a su familia y a su amada María Ivánovna. Schvabrin no tiene piedad y le grita al héroe: “Daré orden de que prendan fuego al granero y entonces veremos lo que hace el Don Quijote de Bielogorsky” (p. 135). No, no tiene piedad, pero tiene buen ojo, porque Pedro Grimef es el valiente caballero, un poco alocado (por temerario), que lucha por su patria, por su familia y por su Dulcinea, María Ivánova, y lo hace con la ayuda de su fiel escudero, Savélich, el siervo que en su simple tozudez de realista empedernido se vuelve tan insensato como su amo. Este Sancho Panza es quien pone el humor con su conducta a veces absurda (es decir, racional a ultranza), con su sensatez demasiado humana (es decir, poco heroica cuando no hay estricta necesidad de dejar que a uno lo suiciden). Pedro Grimef se aleja de la realidad con su amor: amor a la verdad y amor al sacrificio; y cuanto más honesto es, cuanto más parece alejarse de lo que el sentido común dicta como lo mejor para atenerse a la realidad de las cosas, más pegado está Pedro a la realidad y más real se vuelven amor y verdad, esas quimeras de viento.
Pero todo eso era, en el fondo, demasiado admirable, demasiado serio, demasiado trágico, demasiado cuento con su feliz final de justicia. Las cuerdas torpezas del siervo hacen que brote la risa de forma aislada y más bien de manera literaria, musical, por razones de ritmo y estilo. Este Quijote y este Sancho carecen, para ser verdaderamente tales, de la voz de un Cervantes, de ese humor tragicómico que con-funde, hasta hacerlos indistinguibles, literatura y mundo.
¿Por qué decimos que en la tragicomedia son uno mundo y literatura? En primer lugar, la tragicomedia puede definirse como la visión del mundo en la que priva el todo del destino y de la libertad (esa otra mezcla de voluntad y azar) en una expresión de coherente anfibología (en la que se dice todo y todo lo que se dice se dice a la manera de los oráculos, sin más certeza en los significados que la de que ahí está la verdad). La tragicomedia expone al hombre a su elemento, a la grandeza del mundo y a su propia grandeza, y al mismo tiempo a la miseria del mundo y a su propia miseria: a una suerte de incertidumbre constante que ni se puede tomar demasiado en serio ni completamente en broma y que pragmáticamente se acoge al radical quod nihil scitur – al tiempo que se baraja.
Pues bien, lo vano de todo esfuerzo valioso, que hace reír y llorar (incluso, o sobre todo, intempestivamente), y que con un ojo ve la excelsa belleza y con el otro la profunda miseria, nos remite a una multiplicidad de conciencias que no siempre se mueven en el mismo plano: la conciencia de la conciencia sería, entonces, un juego dialogado entre sus propias conciencias, algo que lejos de conducir al relativismo, tiende a salir del nihilismo epistemológico y del nihilismo solipsista hacia un cosmos sin orden de múltiples esencias no relacionadas por axiología alguna y que se suman en pos del todo (cada vez más complejo, cada vez más alejado del nada se sabe y más cerca del no se sabe nada).
[Autorretrato de Pushkin]
Este espacio en el que caben en pie de igualdad destino, azar, libertad, voluntad, resignación, heroísmo, ignorancia, sabiduría, risa y llanto; este lugar de las conciencias no puede tomarse en serio su propia seriedad, y tampoco puede dejar de hacerlo en la práctica, es decir, en el discurso de cada conciencia, pues cada conciencia monologa muy en serio y sólo le da la risa cuando se percata de los monólogos de las otras conciencias. Y, así, todo este diálogo entre las conciencias de la conciencia sólo se puede revestir una forma de expresión: la parodia, ya que en la parodia se toma en serio cada decir para decir lo dicho hasta sus últimas consecuencias y también para desdecirlo – repitiéndolo. Este espacio no es otra cosa que el interior poblado de la mónada que en su diálogo paródico consigo misma reproduce el mundo.
Eugenio Onegin es uno de los más asombrosos ejemplos de juego de conciencias de una conciencia que no tiene centro, una de las parodias tragicómicas más quijotescas que se pueden encontrar. Asombrosamente, hay quien se confunde en la confusión: “Pero su obra poética más completa es el largo poema (casi una epopeya de siete mil versos) llamado ‘Eugenio Onieguin’, de argumento algo trivial y apariencia byroniana (sobre todo en los primeros cantos), aunque de horizonte intelectual mucho más estrecho que el de los poemas del gran poeta inglés” (p. 10), afirma el introductor de La hija del capitán, dejando constancia, así, de su horizonte intelectual.
Las conciencias entran en fricción en el poema, y no sólo las de los personajes y la del narrador, sino también la del autor. Por ejemplo, en una nota, en el tercer capítulo, Pushkin comenta, con sorna, el hecho de que el narrador sólo cite y traduzca un verso del Dante: “Our modest author has translated only the first part of the famous verse” (p. 235). Aquí se cuela el autor para dialogar, monologando, con el narrador. Ahora bien, una vez que el autor aparece así en la obra, ¿se puede seguir diciendo que se trata del autor? ¿Es ese Pushkin, el Pushkin que escribe el poema; o es otro Pushkin, el Pushkin que está fuera y dentro del poema? Y si está dentro del poema como voz, ¿es autor, narrador, personaje? Es más: ¿acaso la distinción entre las voces de los personajes, narrador y autor no supone ya una axiología y una arquitectura simbólica? Parece, sin embargo, que en la conciencia las conciencias se encuentran, se rozan y chocan entre sí sin orden ni concierto, en la igualdad de esencias dentro de lo posible de la tragicómica relación de la conciencia siempre consigo misma.
La parodia va más allá de la crítica y la mofa: no se trata de una burla al romanticismo o de Byron y el byronianismo. La parodia sirve para llorar esa parte de la verdad que es la miseria. El narrador no deja de hablar de sí mismo a medida que nos cuenta las aventuras de Onegin y compañía. De hecho, el protagonista podría ser, más bien, el narrador. (Y, así, Onegin sería para el narrador lo que el narrador es para el Pushkin de las notas). Y el narrador se ríe de la juventud y la echa de menos; se critica sus locuras de bobo y las echa de menos; se ríe del amor ingenuo y lo echa de menos: el narrador nos narra la miseria del paso del tiempo, del eterno retorno de los sueños y la estupidez generación tras generación, y ríe por no llorar y llora entre risas porque todo es verdad y nada se sabe, porque todo es sublime y ridículo, porque Cronos devora a sus hijos y sus hijos no saben si reír o llorar porque son hijos de Cronos: miserables que ricamente se desviven pétalo a pétalo.
[Rubens. Saturno devorando a sus hijos]