He dedicado tanto tiempo a la
Literatura como experimentación de las posibilidades del lenguaje y exploración
de la creación misma, y he sido tan crítico con los cervantinos como para que ahora
resulte sospechoso de retrógrado y renegado si afirmo que echo de menos la
lengua de Cervantes, el español (o castellano, para los susceptibles, o quizá
esto también moleste), en los libros escritos y publicados en este país.
Lo de hablar en español para
comunicarse, es decir, haciendo un uso estrictamente práctico del idioma, ya lo
doy por perdido e imposible de recuperar. Por la calle (y por calle entiendo
también Internet con sus redes sociales) se emplea un sucedáneo de español que
no es más que aguachirle, mezcla de lo que puede ser (una lengua viva, metamórfica
y en constante crecimiento), con lo que lo imposibilita: ignorancia, comodidad,
desinterés, copia descerebrada y otros vicios de la inercia y la estupidez
arrogante que anquilosan y matan y que pasan por formadores de lo animado
cuando, en realidad, no se trata sino de inertes jergas de guetos para los no
pensantes, los que no tienen nada que decir y no callan nunca.
Y, sinceramente, a mí esto (la
metástasis que padece la gramática y el Alzheimer que sufre el léxico) me daría
completamente igual si no fuese porque parece que se termina escribiendo “literatura”
como se suele hablar en el Twitter, en el bar y en el rellano de la escalera. Y
tampoco esto haría que me temblase el pulso si no fuese porque los textos así
escritos van a parar a imprentas de las que salen convertidos en libros.
Por desgracia, estamos más que
acostumbrados a la ausencia de Cervantes, Quevedo y Larra. Y sin Cela, Delibes
y Ayala hemos quedado no ya huérfanos de padres, sino incluso, y esto es lo peor,
de hijos. Leer español resulta tan complicado, salvo que te vayas a los clásicos,
que más parece lengua muerta que extranjera.
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