Decía Chateaubriand que la
vida le sentaba mal. Esto es comprensible desde el momento en que no todo es
para todos y hay a quien le sienta mal la vida, a quien le sienta mal la muerte
e, incluso, a quien no le sienta bien ni la vida ni la muerte.
A lo que parece que sí le
sienta bien la muerte es a la belleza: no solo le sienta bien estar rodeada de
muerte, sino también estar muerta, inerte desde su origen, como si la belleza,
para ser, necesitase de un origen preñado de perpetuidad, y no de devenir, y,
así, delatara la fealdad de ese sobrevalorado proceso de putrefacción llamado
vida, y mostrase la verdadera tarea de lo vivo: lo inerte como vía hacia la
belleza.
Claro que siempre hay quien se
despista, como en el caso de este cazador, que bien podría ser un cazador de
experiencias, es decir, un turista o simple ser vivo.
El despiste de este hombre es
garrafal: pierde la mirada a lo lejos mientras tiene la belleza a sus pies, y
la belleza escribe el comienzo de su fin.
Ni siquiera los animales se
libran de esta dura y fina ley. Por ejemplo: si hablase, a este gato, cínico y
sibarita,
no le quedaría más remedio que
reconocer su irredimible fealdad en comparación con la sobria, sólida y fiel
belleza de este perro:
Alguien poco avezado en la
belleza no dejará de encontrar en los cementerios llamativas representaciones tétricas,
o lacrimosas
de la muerte, y quizá, como en
este último ejemplo, sienta una especie de contrasentido estético que no pueda
resolver por la vía de la sinceridad, que es la de la sensualidad, para llegar
a la belleza.
Desde luego, este personaje no
tendrá problema en solazarse en esos otros cementerios llamados museos, y podrá
deleitarse en la consentida contemplación de hermosos traseros
y lánguidos y poderosos
cuerpos yacentes:
En el cementerio del museo, el
arte prodiga la mentira necesaria para hacer de lo inerte algo vivo y
facilitar, por lo tanto, un acceso a la belleza tan falaz como libre de culpa y
con el encanto de lo aparentemente transgresor.
El visitante lego en belleza
será, por lo tanto, ese turista a lo Flaubert en su viaje a Oriente que se
regodeaba en la visión de y en el contacto con tersos senos de piedra. Pero
¿sentirá en mitad del cementerio el cosquilleo de este desnudo?
¿El intranquilizador prurito
ante esta joven?
¿La tensión del brazo que sin
aviso tiende hacia esta boca?
No parece probable. El arte es
lo más mentiroso que existe y solo así logra su objetivo: comunicar con lo
inerte, con su verdad y su belleza. Lo inerte, entonces, mendiga el favor del
genio para que lo haga saber:
La muerte, en definitiva, le
sienta bien a la belleza, y el arte trabaja a favor de lo inerte a través de la
vida para hacer sentir la belleza. Es así como uno ve de lejos el cuadro
atribuido a Lucas van Valckenborch I, La
matanza de los inocentes, y comienza a acercarse a él atraído por la bucólica
e inquietante dulzura del paisaje invernal para, ya a unos centímetros del óleo,
comprobar que la nieve es el sudario sobre el que se celebra el triunfo de la
muerte.
[Origen de la imagen: http://www.museothyssen.org/]
La mirada ha de atravesar la
dura piel de la piedra para descubrir bajo la lápida la tersura, por ejemplo,
de una belleza como la de madame Récamier.
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