SÁNCHEZ, Mónica. Zapatos rotos. Barcelona: JP Libros, 2010, 134 pp.
Aunque no se lo crean, hay gente que me aprecia. A decir verdad, yo tampoco me lo creo, porque los que me aprecian me dicen que me calle, y yo no consigo callarme, así que eso ha de significar que no me creo digno de aprecio.
Hace años leí un artículo en prensa titulado Crítica militante, firmado por un tal Ricardo Senabre. Desde que lo leí, no sólo mi vida ha cambiado (fruto, en buena parte, del mero paso del tiempo), sino que además no encuentro el artículo y no puedo darles más referencias. En cualquier caso, Ricardo Senabre se quejaba del desierto español también en cuestiones de crítica literaria. De hecho, terminaba con unos versos, la mar de castellanos, de Antonio Machado.
Como a mí no me gusta opinar, me veo en la obligación de criticar. (Primera acepción de criticar en el DRAE: “Juzgar de las cosas, fundándose en los principios de la ciencia o en las reglas del arte”). Pues bien, tras años de no hacerme querer, he llegado a la conclusión de que el crítico sólo ha de tener en cuenta una cosa a la hora de comentar un texto: El escritor existe.
Sí, el escritor existe. Esto quiere decir que existen los lectores, los mercaderes de libros, los libros publicados, los parásitos de los libros, los tontos y los malos de tomo y lomo, la realidad interior del escritor, y el escritor que ya no es el que escribió el libro publicado. ¿Y qué papel pinta el crítico? Puede ser o bien un parásito que engorda a costa de los libros publicados, o bien un huésped de los libros habidos y por venir, alguien que en simbiosis con la Literatura sólo puedo crecer si hace crecer aquello que lo hospeda.
[Fíjense bien en esta obra de Praxíteles. En efecto, esto no es un botijo]
Apostaría a que Mónica Sánchez resulta muy entretenida cuando cuenta cualquier cosa de viva voz. Se nota en su escritura: es una cuentacuentos por escrito; es decir, es una auténtica narradora. (A quien le escandalice lo de “cuentacuentos”, que vuelva a leerse Las mil y una noches y, por ejemplo, a Saki). Su voz es fluida, dúctil, exuberante. Sus esfuerzos están distribuidos con equilibrio: la prosa avanza con ligereza y la estructura baraja presente y pasado para truncar la monotonía de la linealidad. Se nota la soltura narrativa (se diría que instintiva, se diría que fruto de un trabajo metódico) sobre todo en los diálogos. Por ejemplo, el de la página 44, cuando el protagonista se encuentra en la calle con un viejo amigo de juventud. En otros diálogos, sin embargo, sobre todo en los que participan personajes o bien poco trabajados o bien que encarnan a personas que no dan más de sí, las palabras se acartonan y la narración se desluce.
Esto me recuerda a lo que todos recordarán, cuando Goethe le repetía una y otra vez a Eckermann que casi lo más importante para el resultado de la obra era que el artista supiese elegir el tema. Mónica Sánchez, al menos la Mónica Sánchez de Zapatos rotos (y en esto hay que insistir, porque el escritor de un libro quizás sea como la luz de una estrella que ya no existe, pues los designios del creador son inescrutables, y el creador mismo, pura metamorfosis); decía que esta Mónica Sánchez es narradora porque la historia que ha elegido (la historia con su tema y sus personajes y con los lectores a los que puede gustar esta historia con este tema y estos personajes) no puede permitirle ser una escritora, una novelista, una literata.
Y quizás a la Mónica Sánchez de Zapatos rotos le importaba un bledo ser una escritora, una novelista y una literata, porque tal vez lo único que quería era contar muy bien una historia de su gusto pensando en lectores de su gusto. Y, sinceramente, ¿qué se podría vituperar en todo esto? Pues nada. El problema radicaría en que, por ejemplo, yo hiciese un botijo precioso y me empeñase en que los demás dijesen que es, qué sé yo, un Apolo de curvas praxitélicas. Miren, por poner un ejemplo (y sin querer trazar comparaciones), ¿recuerdan la Nuria Barrios de Amores patológicos y El zoo sentimental? (Digo esto porque a la última Nuria Barrios, la de El alfabeto de los pájaros, aún no la conozco). Pues bien, si la recuerdan estarán de acuerdo conmigo en que Nuria Barrios es una buena escritora y Mónica Sánchez es una buena narradora.
[La escritora Nuria Barrios]
Alguien, no sé quién, se ha empeñado en repetir en el libro como soporte (y un libro ya lo soporta casi todo) unas palabras de José Jiménez Lozano. Dice el escritor: “Zapatos rotos es una excelente novela desde todos los puntos de vista: hay un drama humano y muchas pasiones en torno, contados a propósito de una nonada, en un lenguaje verdadero, y con unos personajes verdaderos. Y lejos de la sociología y la psicología. Es una novela que, si las cosas no funcionaran según un ya viejo montaje y en medio de una ruina cultural total, resultaría merecedora de uno de los grandes premios que llevan años canonizando lo que es mejor no adjetivar”.
Bueno, desde luego Jiménez Lozano no es un cobarde, eso hay que decirlo: por lo menos al principio celebra con alegría y al final del párrafo parece que denuncia con amargura. Y además de valiente, también es sintomático. “Una excelente novela desde todos los puntos de vista”. Y los puntos de vista son: drama humano (quizás con drama habría sido suficiente), muchas pasiones en torno (claro), contados a propósito de una nonada (aún recuerdo cuando se puso de moda lo de la estulticia), en un lenguaje verdadero (me gustaría saber en Literatura cuál es el falso), unos personajes verdaderos (o auténticos, vaya). Y estos son todos los puntos de vista que hay que tener en cuenta para poder adjetivar una novela. Por supuesto, son todos los puntos de vista de muchos de esos lectores que también redundan en que nuestra ruina cultural sea total. El libro está lejos de la sociología y la psicología. También está lejos de Proust y de Joyce, incluso está lejos de Sebastopol. Y si las cosas realmente funcionasen sin montajes, más bien parece que los grandes premios habrían desaparecido. (Quizás Jiménez Lozano no esté de acuerdo en que desaparezcan el Nacional de Letras y el Cervantes, y quizás con razón).
[La escritora Mónica Sánchez]
Y Mónica Sánchez tampoco tiene la culpa de que se digan esas cosas sobre su novela en particular y sobre la novela en general. Y si palabras como esas echan a perder a la futura novelista, ¿de quién será la culpa? Zapatos rotos ganó el Primer Premio Zayas de Novela Corta. Y me parece bien. Seguro que también podría haber ganado el Planeta; seguro que también podría estar en cualquier anaquel de amigos de la lectura junto con La sombra del viento. Y todo esto está bien. Y sobre todo lo que está bien es que Mónica Sánchez es una buena narradora y a saber qué será lo próximo que escriba y le publiquen. Pero, por ahora, a los lectores que disfruten con buenas narraciones sin mayores pretensiones les recomiendo que esperen y que también se lean las próximas obras de Mónica Sánchez.
Y es pensando en el futuro por lo que me animo a escribir lo siguiente. El arte de narrar tiene sus reglas, y toda regla, incluso la mejor ejecutada, ha de ceñirse a su esencia, es decir, a la mesura. Da la sensación de que Mónica Sánchez tiene tal fluidez que a veces le resulta difícil controlarla, y confunde repetición con riqueza. Ejemplos típicos son: “[…] se merecía todo lo que le estaba pasando. Por ingratos y salvajes. Malas bestias” (p. 53). Si llega hasta ahí, ¿por qué no seguir? Y este redundar se repite con frecuencia. Es valioso porque habla de la exuberancia verbal de la autora, pero no es necesario, y hay que recordar que las necesidades de un texto no son las necesidades de su autor. Los finales de los capítulos también abusan de la fórmula de la frase lapidaria, del tipo: “Todos somos el palimpsesto de algo, piensa” (p. 106). Dejarse llevar por la fluidez narrativa no es lo mismo que dejarse llevar por los chascarrillos (“[…] aquella masa turquesa, turgente”, p. 106. Sí, amigos, más turgencias…). Tal vez en las siguientes líneas se refleje a la perfección esta mezcla de riqueza y descontrol: “[…] y esas siniestras nostalgias por lo no vivido, por lo que nunca pudo ni podrá ser, por lo que ni siquiera sabes si existe, por lo [que] echas de menos, como si te faltara un tercer brazo, un viejo idioma, un ojo de cíclope; ese determinismo fatalista […]”, p. 91. Se ve, ¿verdad?
[Par de zapatos de Van Gogh]
Las buenas narraciones, como esta, han de tener su nada de espesura intelectual y su mucho de maniqueísmo. Han de ser como espejos para las certezas y las emociones de cierto tipo de lectores. Ese es el éxito de una buena narración. De ahí que haya lectores a los que les apasione la simple y repetitiva visón que en Zapatos rotos se ofrece de Castilla y de los castellanos, y que tiene su colofón en la página 110 con esta apoteósica frase: “La gente de Castilla”. O la poco verdadera y muy sentimentaloide visión de la familia que se quintaesencia en la página 120. Pero estas cosas no son errores: todo lo contrario. Son lo que hace de una narración una buena narración; son lo que hace que los lectores de narraciones vayan a disfrutar de este libro. Y la mismísima Mónica Sánchez nos regala la clave hermenéutica en su dedicatoria: “si en estas páginas no hay verdad, hay mucho amor”. Y aquí nos topamos con uno de los pozos sin fondo que secan las freáticas aguas culturales de este país en secano intelectual: las pasiones, las emociones, la fisiología en el arte. Desde todos los puntos de vista sobre la narración, he aquí una buena narración. No se puede ir más allá con todos estos puntos de vista.
La escritora que es Mónica Sánchez a estas alturas ya habrá juzgado, mejor que nadie, a la narradora de Zapatos rotos. Y sabrá que cosillas como “la pobreza que se reinventa” (p. 92), “Ambos estaban lívidos” (p. 72), “pasa desapercibido” (p. 67), se le pueden tolerar a un narrador, pero no a un novelista. Y ahora pierdo el sentido y rabio y echo espuma por la boca. Porque la narradora, en su panegírico a Castilla y los castellanos, suelta esto: “Pero Belicia decía mecánicamente honduras que lastimaban, sin tragedia griega de por medio, como quien está en la era” (p. 123). Qué quieren que les diga: a mí esto me duele en el alma. He releído a Esquilo y a Sófocles, he releído, también, la más griega de las tragedias en castellano, La casa de Bernarda Alba, y no he encontrado ni el más mínimo desgarro de vestiduras, ni el más mínimo gesto excesivo, ni el más mínimo alboroto emocional. Quizás soy tan viejo que cualquier afrenta a los griegos me duele más que si me la hacen a mí. Pera hay más. Y reconozco que esto es pura manía. Pero estoy harto de esto: “[…] los garbanzos […] eran oscuros, eran imposibles”, p. 75; “[…] pinta un árbol de raíces imposibles”, p. 106. Lo siento muchísimo, pero no puedo más con los silencios imposibles, con las tortillas imposibles, con las miradas imposibles… Sé que a muchos lectores les encantan estos giros imposibles. Disculpen mis manías. Y llámenme, si quieren, ruinoso cultural, pero yo no podría premiar estos tres últimos desafueros literarios.
Ya termino. Señores editores, ¿qué tal si trabajan un poco? ¿Qué les parece eso de revisar para que el autor no vea cómo la obra de su ilusión y su esfuerzo queda afeada por errores como los siguientes? “[…] sentado, Quiere”, p. 134; “Mario aprovechó que nadie les miraba, arrancó […]”, p. 37; y la friolera de nueve cómo, adverbio de modo interrogativo, sin tilde: p. 17, p. 69 y, por favor, siete en la página 21. Quizás lo que escribió Kierkegaard en sus diarios sobre lo que suponía la existencia de editores, o lo que decía Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba sobre el nefasto futuro de la Literatura por culpa de los editores, les parezca un exceso, incluso un insulto, pero ¿qué pensar cuando parece que su tarea consiste en ir de la imprenta al escaparate y de este al mostrador?
[Kierkegaard, un hombrecillo con muchos enemigos. No es, precisamente, el santo patrón de los editores]