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martes, 14 de mayo de 2013

Wittgenstein en su línea


WITTGENSTEIN, Ludwig. Aforismos. Madrid: Austral, 2013. Traducción de Elsa Cecilia Frost.

George Henrik von Wright afirma haber dejado fuera de esta selección de aforismos (1914-1951) aquellos de índole puramente personal, privada. Afortunadamente, la poda se hizo con buena mano, pues quedan aquellos en los que Wittgenstein se describe en relación al filosofar, y esto no resulta baladí cuando él mismo insiste en la intimidad que guarda la manera de ser (temperamento, ánimo, carácter, talento, genio, instinto) con la filosofía. Más que para conocer mejor al filósofo, que también, sirven estos aforismo para entender mejor su filosofía.

Así, Wittgenstein se nos presenta como alguien que no se deja influir con facilidad (p. 33) y que tampoco desea ni ser imitado ni dejar una escuela (p. 117). El filósofo, por lo tanto, busca la originalidad como naturalidad (“¡No te dejes llevar por el ejemplo de los otros, sino por la naturaleza!”, p. 91), como ahondamiento en sí mismo. Y este filósofo en particular (tan influido y, pensamos, en cuanto que judío y homosexual, castigado por Weininger), duda de su genio y se declara un mal pintor (p. 148), un pensador inconstante (pp. 72-3) y débil (p. 13), alguien que se dedica a “balbucear” (p. 58) y a realizar una tarea, que se presenta como modesta pero imprescindible, de aclarado (p. 59): se buscan las metáforas que adviertan de las trampas en el camino. En cada frase, se juega el todo (p. 42).

El filósofo, como todos, está en constante lucha con el lenguaje (p. 48), un lenguaje que permanece idéntico a sí mismo “y nos desvía siempre hacia las mismas preguntas” (p. 53), hacia “la inmensa red de caminos equivocados transitables” (p. 57). En este sentido, el lenguaje filosófico “está ya, por así decirlo, deformado por zapatos demasiado estrechos” (p. 91). La solución será lo más difícil: “asentar la nueva manera de pensar. Una vez que esta queda asentada, desaparecen los viejos problemas, y hasta resulta difícil volver a aprehenderlos. Pues residen en la forma de expresión” (p. 100).

Si el lenguaje nos engaña, y si se acaban haciendo trucos con la lógica (p. 67), entonces “El pensamiento está ya agotado y no puede utilizarse más” (p. 56). ¿Qué se puede hacer, entonces: qué decir y cómo decirlo, si es que decir algo tiene más sentido y es más valioso que guardar silencio? Aunque Wittgenstein reniege del Tractatus, cambie el espacio lógico por los juegos del lenguaje, afirme que palabras son hechos (p. 97) y que el lenguaje no es más que una reacción (p. 76-7), una recreación, no hay recreación tan simple que no sea, a la postre, una creación.

¿Se habla sobre el silencio? “Lo inefable […] proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo pudiera expresar” (p. 55). ¿Y qué expresar? Porque “En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada” (p. 64). Si incluso la reflexión filosófica más profunda y sofisticada descansa sobre una base instintiva (p. 135), entonces “El trabajo filosófico […] consiste, fundamentalmente, en trabajar sobre uno mismo” (p. 55). Y este trabajo sobre la propia comprensión hacia un nuevo pensar que no caiga en las trampas del lenguaje no es otra cosa que la creación, el poetizar: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía al decir: de hecho, sólo se debería poetizar la filosofía” (p. 66).

Es este poetizar lo que se ha olvidado en la actualidad, desde hace mucho tiempo: “Los hombres de hoy creen que los científicos están ahí para enseñarlos, los poetas y los músicos para alegrarlos. Que estos tengan algo que enseñarles es algo que no se les ocurre” (p. 85). Seguir utilizando el lenguaje heredado y manoseado impide ver claro y llegar al fundamento, a la oscuridad, y, así, da igual hablar de Dios que de los objetos (p. 153): arañamos superficies que ni son lo que parecen ni parecen lo que son.

El filósofo ha de ir al fundamento de lo real y del lenguaje para no tropezar constantemente consigo mismo, con el viejo “yo”, con su ceguera. “Continuamente se olvida el ir al fundamento. No se pone el signo de interrogación lo bastante profundo” (p. 120). Así que no queda otra opción: “Al filosofar hay que bajar al viejo caos y sentirse a gusto en él” (p. 123). Y no es otra cosa lo que Wittgenstein llevaba haciendo desde el principio, lo que supone su filosofía como fundamento de los títulos y puntos de vista de sus obras: “Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia es una fin en sí. No me interesa levantar una construcción, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posible” (p. 42).

Wittgenstein, que ya había sido consciente de la “extraña semejanza de una investigación filosófica […] con una estética” (p. 68), confiesa, cerca del fin, que “Los problemas científicos pueden interesarme, pero nunca apresarme realmente. Esto lo hacen sólo los problemas conceptuales y estéticos” (p. 144). El genio, a pesar de sus dudas, reconoce al instante la necesidad de ir al fundamento y dónde se encuentra este fundamento: si lo que es está viciado por cómo se piensa y se dice, habrá que ir a la posibilidad de todo ser, y si lo que explora lo posible es el poetizar no como acto comprensivo y aprehensivo, sino como realización de lo posible que trae al ser y sobre lo que, a posteriori, se puede intentar reflexionar (como se puede pensar en los sueños y en los juegos de los niños aunque lo único verdadero y con sentido sea soñar y jugar como un niño), entonces el método del filósofo ha de parecerse lo más posible (si no puede llegar a serlo) al poetizar, de ahí que se afirme que “Nada es más importante que la formación de conceptos ficticios, que nos enseñarán a entender los nuestros” (p. 137), y que “Sólo cuando se piensa mucho más locamente que los filósofos se pueden resolver los problemas” (p. 139).

Todo esto nos lleva a recordar el giro dado por el “segundo” Heidegger tras su declaración del final de la filosofía y de la necesidad de un nuevo pensar. Y, sobre todo, nos lleva a recordar a Nietzsche, a quien Wittgenstein no cuenta entre los que más le influyeron y que, sin embargo, parece estar riéndose escondido detrás de cada frase del filósofo, como un irónico anciano que observa divertido cómo un niño juega muy serio con los viejos objetos que él hace tiempo usó para llegar a cosas más nuevas. Y, aunque parezca marginal, a este respecto hay que decir que apenas hay aforismos en esta recopilación, sino, más bien, pensamientos expresados con brevedad (lo que no es lo mismo), y que ninguno alcanza, ni de lejos, la calidad de los aforismos del viejo Nietzsche.

Wittgenstein pensaba que no se ve lo que se es, sino lo que se tiene, y que, por lo tanto, lo que se tiene sería una metáfora de lo que se es, y si se llega al conocimiento de lo que se es, sería a través de una metáfora, lo que representa su completa filosofía desde el Tractatus hasta las Investigaciones, a pesar de lo superficial de la idea o de su falta de trascendencia y, sobre todo, a pesar de las apariencias, es decir, de lo visto al detenerse el filósofo a explorar y agotar una perspectiva concreta. Al final, es imposible no buscar el fundamento, salirse del origen, remontar el caos de lo posible si no es no ya pensando, sino creando. De uno a otro Wittgenstein hay un filósofo que le y nos recuerda: “El saludo de los filósofos entre sí debería ser: «¡Date tiempo!»” (p. 145).

viernes, 26 de abril de 2013

Heidegger y el camino a lo posible


HEIDEGGER, Martin. “El final de la filosofía y la tarea del pensar”, en VV.AA. Kierkegaard vivo. Madrid: Alianza Editorial, 1970, pp. 130-152. Traducción de Andrés-Pedro Sánchez Pascual.

Creo que todos estaremos de acuerdo en que una de las mayores ventajas que presenta la escritura de Heidegger es su extrema claridad, de ahí que este texto resulte meridianamente esclarecedor por tratar, precisamente, del claro (Lichtung).

Para Heidegger, la filosofía se encontraría no ante su final, sino en su final, en un lugar en el que se ha consumado la metafísica platónica a través de la descomposición del conocimiento (qué y cómo) en ciencias, y del regreso, después de Nietzsche, al error fundacional de la filosofía: la elección del ente como cosa a pensar y el salto aristotélico a la meta-física como onto-teología.

Después de Descartes, pensar se convierte en el método de pensar y, así, se piense, con Hegel, dialécticamente, o, con Husserl, fenomenológicamente, tanto a través del discurso como de la intuición el pensar que se dice que piensa no deja de tropezar consigo mismo.

La meta-física, por lo tanto, la búsqueda del fundamento, del por qué, tendría que regresar a los fenómenos no para examinarlos científica y teológicamente, sino en sí mismos con el fin de observar y escuchar lo que nos dicen en su propia lengua: la de la aparición, la duración y la desaparición. Y esto nos llevaría no a un algo-otro más allá de los fenómenos, sino al hecho mismo de que puedan ser, sean y dejen de ser a la presencia.

En Ser y tiempo ya había dejado dicho Heidegger que lo posible está por encima de lo real. A partir de ahora, al plantearse la tarea del pensar y al examinar el claro de la presencia, el filósofo se dirige a lo posible mismo, pues es lo posible lo que posibilita lo que sea y que sea o no sea o deje de ser.

Pensar lo posible nos enfrenta a un nuevo pensar, y este nuevo pensar necesita otra relación con su decir(se). Quien dejó dicho que la nada está en el ser y que el fundamento del fundamento es el abismo (ab-grund), dirá que el lenguaje es la casa del ser. ¿De qué lenguaje estamos hablando? ¿Qué lenguaje es este que expresa lo posible y el pensar lo posible, todo lo posible?

No puede ser otro lenguaje que el de la creación, un lenguaje poético que accede a todo lo posible en sí mismo y que regresa no ya con el ser, sino con lo propio de lo posible, que no puede ser sino será, el ser que será. Este lenguaje ya no tropezaría consigo mismo, no discurriría sobre los entes dados, ni razonaría ni quedaría enmudecido en lo inefable.

Quien hablase este lenguaje estaría pensando filosóficamente sin cometer el error originario de la filosofía. Estaría, por decirlo de alguna manera, experimentando lo descrito por Nietzsche en su Ecce homo al describir la inspiración.

Y, por supuesto, la pregunta es: ¿Y el Ión? ¿Y Platón? ¿Habrá que vérselas de una vez por todas con él, al final de la filosofía, para empezar a pensar de nuevo? ¿Será Dionisos el dios del claro?

jueves, 18 de abril de 2013

Con Sócrates a cuestas


Contaba Diógenes Laercio,  nostálgico bienhumorado, que Sócrates no se había reconocido en los diálogos platónicos y que a su autor lo había tildado de mentiroso. La verdad es que se diría que Sócrates se las ingenió para quedar oculto en el que nada se sabe, pretendiendo hacer así, una vez más, de su vida el ejemplo de su prédica.

Eso es lo que Sócrates afirma en su apología: según él, la defensa de su inocencia la había hecho durante toda su vida a través del ejemplo. ¿Y qué había hecho Sócrates durante su vida? ¿Y cómo se revela esto ante la muerte? La Apología de Platón nos muestra a un Sócrates altivo que aprovecha que todo el mundo lo escucha para definirse y para definir a los demás: él cumple la misión que los dioses le han encomendado, que no es otra que reducir el saber al no saber y desenmascarar a los que mienten y se equivocan, heridos en su orgullo por Sócrates, de quien ahora, por fin, se vengan y del que se libran. Este Sócrates platónico, público y literario, es el Sócrates irónico y sofista, aunque lo niegue, que se sirve de la lógica como de un juguete para construir discursos aparentemente coherentes que, en última instancia, dejan al perplejo otro sin palabras o con la palabra de Sócrates en la boca.

Esta imagen queda matizada por la Apología de Jenofonte, que nos muestra a un Sócrates en privado. Ante este Sócrates cabe preguntarse si el filósofo era honesto tanto en público como en privado, o bien era uno en público y otro en privado, o bien representaba un papel que acabó creyéndose (o que terminó por tener que asumir constantemente desde el momento en que era consciente de que todo lo que hiciese y dijese pasaría a la posteridad) de manera que no podía dejar de actuar como lo que ya era: no Sócrates, sino el personaje socrático.

Sócrates intentó defenderse. De eso no cabe duda. Esto puede significar que intentó dejar claro quién era frente a lo que consideraba una calumnia y una venganza que venían de lejos, y que esta defensa no se realizaba con un fin práctico, para evitar una pena, para conseguir una pena menor o para ser declarado inocente. También puede significar que durante el proceso Sócrates fue calculando las probabilidades que tenía de salir bien librado, que por eso empezó mostrándose altivo, sin preocuparse del efecto sobre los jueces y afirmando que no estaba dispuesto a vivir a cualquier precio, que de ahí pasó a sopesar la posibilidad de evitar la pena de muerte y destierro, y que cuando vio que no podría librarse de la pena máxima, y encontrando en su fuero interno el argumento de su vejez e inminente decrepitud, persistió de cara al público en el papel de digno filósofo que al no saber nada de la muerte no puede temerla ni desearla y que al saber que la vida humana no merece ser vivida al precio de perder el honor (esa síntesis de razón que no puede mentir(se) y de libertad que no admite más amo que las infalibles leyes de los dioses, lo que iguala razón y libertad), hizo de la necesidad virtud y de la circunstancia, ocasión propicia para aparecer hasta el último momento como quería seguir siendo en su ausencia: un sabio que profetiza su presencia tan molesta como la verdad que afirma que nada se sabe, y su presencia como un mal que convertirá a los que quedan en pusilánimes víctimas de todos los vicios.

En cualquier caso, seguimos con Sócrates a cuestas porque Sócrates (como vieron Kierkegaard y Nietzsche, por ejemplo) más que un continuo problema es un enigma que permanece para recordarnos que existen los enigmas sin solución. Porque, al fin y al cabo, representase o no un papel, Sócrates dedicó buena parte de su vida a no cuidarse de y a sí mismo, y ante la muerte obró de manera que la vida ya no puede vanagloriarse de ser el valor por excelencia. Y este es el enigma de Sócrates: Si la vida no se sabe si es un juego pero sí se sabe que no es lo que más vale, ¿quiere esto decir que hay algo que vale más o, quizá, que nada vale nada?

jueves, 11 de abril de 2013

Munch: la vida, el amor, la muerte y la pintura


BISCHOFF, Ulrich. Munch. Colonia: Taschen, 2011. Traducción de Félix Treumund.

En pocas ocasiones es tan importante como en el caso de Edvard Munch evitar la aproximación, la interpretación socio-psico-biográfica a la obra de un artista, de ahí que el texto de Ulrich Bischoff acierte al evitar esta tentación cuando se trata de un pintor en quien, y no puede ser de otra manera si se crea, no solo lo individual no se distingue de lo universal y la mera obra y su creación son los auténticos asuntos del obrar y lo obrado, sino que, además, se caracterizó por ir eliminando de sus cuadros todo rasgo que pudiese conducir a una lectura de este tipo sobre la base de lo anecdótico.


[Hombre y mujer, 1898. Origen de la imagen: http://blocdejavier.wordpress.com/2012/01/21/cenizas-munch-1894/]

“La peculiaridad esencial del arte de Munch, sin embargo, no radica en la exposición sensible de vivencias centrales de la infancia o en el sagaz análisis psicológico. Su mérito consiste en el radicalismo con que trata dos problemas estrictamente artístico: la composición y la técnica pictórica” (p. 56), escribe el autor del presente volumen.

Bischoff deja clara su postura al afirmar: “Pero, así como toda obra de arte significativa puede existir independientemente de su contexto histórico-social y de toda ligazón temática o formal con otras obras, así también es posible entender el arte de Munch a la luz de una sola obra” (p. 63).

En efecto, el creador no hace más que dedicarse a una sola obra durante toda su vida. En el caso de Munch, esta obra se llama “El friso de la vida”, y va más allá de la serie de cuadros que estrictamente lo componen, pues este “friso” se articula en cuatro partes que inevitablemente ocupan al artista de principio a fin: “El despertar del amor”, “La plenitud y el fin del amor”, “Miedo a la vida”, “Muerte”.

“El friso de la vida” está íntimamente ligado a otros frisos, como el de Reinhardt o el de la universidad de Cristianía: “El ‘Friso de la vida’ representa las alegrías y los sufrimientos del individuo vistos de cerca, los cuadros de la universidad encarnan las poderosas fuerzas eternas” (p. 62).

La continuidad temática va ligada a la unidad estilística dentro de la perpetua experimentación de la creación: “A pesar de que el tema varía, el peculiar lenguaje formal de Munch permanece siempre, vinculando así una multitud de cuadros de tema diverso en la totalidad de una obra de gran originalidad y cohesión” (p. 76).

Durante años, Munch padeció la incomprensión de sus contemporáneos (más en concreto, del público y de la crítica, no de los pintores) debido no a cuestiones temáticas, sino técnicas: sus cuadros fueron juzgados como malos o tomaduras de pelo por las mismas razones por las que lo fueron los de Toulouse-Lautrec: transgredían lo que hasta entonces se entendía no ya como representación realista, sino el mismo concepto de obra de arte en tanto que momento materializado en el que se esta considera trabajada y terminada.

Ulrich Bischoff insiste en esto incluso cuando se detiene a comparar el contenido temático o simbólico entre varias obras, como en el caso de La mujer en tres estadios: “Más importantes que estas coincidencias son, empero, los medios propiamente pictóricos aplicados por Munch” (p. 46).

No podían faltar las inevitables referencias a la fotografía. En este sentido, afirma el propio Munch: “La cámara fotográfica no podrá competir con la pintura mientras no se la pueda utilizar ni en el cielo ni en el infierno” (p. 84). Lo que es tanto como decir que la fotografía no puede, como la pintura, servir de umbral para acceder a lo inalienablemente individual y al mismo tiempo atemporalmente universal de una/la experiencia humana.

La fotografía, por lo tanto, no es vista como una amenaza para la pintura, que tendría, según Munch, sus verdaderos enemigos en otra parte: “Lo que está arruinando el arte moderno es el comercio […] No se pinta por el deseo de pintar […] o con la intención de contar una historia” (p. 18).



Estas apreciaciones me llevan a pensar en las relaciones entre narrativa, cine y mercado. ¿Para qué novelas y cuentos en la época del cine? Por supuesto, la pregunta sería completamente absurda si los mercaderes de libros no se hubiesen empeñado en poner a la venta exclusivamente obra narrativas que no dejan de ser clones de películas y series de cine y televisión. Aquí solo importa la historia que entretiene al consumidor: no existe la Literatura.

Termino con unas palabras que tal vez sacien la curiosidad de muchos por el origen y el significado de El grito. Dice Munch: “Iba caminando con dos amigos por el paseo, el sol se estaba poniendo, el cielo se volvió de pronto rojo. Yo me paré, cansado me apoyé en una baranda, sobre la ciudad y el fiordo azul oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego. Mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza” (p. 54). Y no deja de ser interesante, también, la reproducción de la  momia peruana, en el Musée de l’Homme de París, en la que, por lo visto, se inspiró el artista para crear el más célebre de sus cuadros.

miércoles, 3 de abril de 2013

La llave de oro de la indeterminación


“La llave de oro”, cuento de los hermanos Grimm, es muy sencillo: en invierno, un niño para coger leña; tiene frío y antes de regresar a casa decide hacer un fuego, para lo que se pone a apartar la nieve. Entonces encuentra una llave de oro y se dice que lo más probable es que haya también una cerradura: sigue buscando y encuentra un cofrecillo. Le cuesta encontrar la cerradura y hacerla girar, y el narrador nos dice que hemos de esperar a que termine de hacerlo para que el niño pueda abrir el cofre y, así, nosotros podamos conocer qué contiene. Fin del cuento.

Nos quedamos sin saber qué contiene el cofre. Quizá tenemos la sensación de que falta el final, o, incluso, de que se nos ha tomado el pelo porque quedamos frustrados, insatisfechos. El lector está acostumbrado a leer obras que se ciñen al esquema ignorancia/incertidumbre/confusión – conocimiento/resolución. En estos casos, el escritor prepara el cofrecillo, la llave, la cerradura, las vueltas a la llave y también la mirada del lector, mirada que o bien descubre lo que hay o bien decide qué es lo más probable que sea lo que hay.

Este cuento, sin embargo, ni siquiera presenta un final abierto, sino la pura indeterminación: la mirada no puede resolver el enigma porque no hay un esquema ignorancia-conocimiento. Ya que solo hay ignorancia, el lector no puede asomarse al interior del cofrecillo para saber o decidir, por decirlo de alguna manera, si se trata de onda, partícula, y entonces de qué partícula, o de nada de nada. También resulta absurdo que siga esperando a que el niño termine de hacer girar la llave, pues el cuento se ha acabado.

La llave de oro de la indeterminación es la ignorancia sostenida, absoluta. Y “La llave de oro” de los hermanos Grimm es una lección de literatura.

La exageración explicada con sencillez


CHABROL, Claude. Cómo se hace una película. Madrid: Alianza, 2009. Traducción de Carlos Barbáchano.

Aprovechando que no me gusta el cine, vuelvo a la carga con el comentario de un mal libro sobre cine. Cómo se hace una película es, por lo visto, el resultado de una entrevista hecha a Chabrol: han desaparecido las preguntas y quedan, organizadas en temas, las respuestas del director. Un recurso más o menos necesario que se ajusta a la imprecisión del título.

Porque el título es ya una exageración desde el momento en que el propio realizador afirma que “cada uno tiene su modo de ‘hacer’ una película […] por lo que no tiene sentido hablar de una escuela de cine” (p. 7). Por lo tanto, el título tendría que ser Cómo hago yo una película.

¿Y cómo hacía Chabrol las películas? En primer lugar, piensa qué quiere hacer y cómo quiere hacerlo: “La reflexión siempre mejora el resultado” (p. 33). Esta reflexión previa al rodaje supone tomar una decisión: “transformarnos en narrador para poder comer todos los días” (p. 12). Sobre el papel de la supervivencia como factor crucial en la realización de una película volverá al final del libro (p. 86). En segundo lugar, durante el rodaje Chabrol se dedicaba a disfrutar, lo que considera imprescindible, y a manejar a la gente a su alrededor en función de si podía darles órdenes explícitas o de si tenía que usar trucos diplomáticos para sacar lo mejor de cada uno (especialmente en el caso de los actores). Finalmente, llega la hora de la presentación y de la venta del producto, lo que Chabrol llevaba con cínica resignación.

Para el director de la nouvelle vague, un crítico no es más que alguien que da su opinión a partir de la impresión que le causa una película (p. 85). En este sentido, la labor del crítico estaría en consonancia con el trabajo del realizador: cada uno hace lo que mejor le parece sin ningún criterio solvente.

El hecho de que este libro se haya publicado ya es una exageración, porque toda recopilación de anécdotas lo es; y se trata exageración acorde con la misma naturaleza del cine: un medio que a pesar de entrar a lo bruto por ojos y oídos tiene que aumentarlo todo para que cause unos efectos fisiológicos que no tienen mucho sentido.

sábado, 23 de marzo de 2013

Goethe: acabarse


Terminaba la entrada anterior de este blog con unas palabras de Giacomo Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?”. Con poco más de treinta años, Joyce desea a su alumna, un deseo que junto a su insatisfacción le da pie a pensar en la muerte y en el envejecimiento, en el progresivo avance de la imposibilidad aunque en principio se sienta el impulso hacia y la capacidad material de la satisfacción, de lo posible. Uno sigue viviendo y la vida alrededor lo va abandonando, o, más bien, deja de hacerle caso: uno puede y, sin embargo, es imposible. Ante esta deserción de la vida, Joyce se encuentra con lo que es: Literatura.

Esto me recordó a Goethe, su deseo por la joven Ulrike von Levetzow y la Elegía de Marienbad, al menos tal y como lo describe Stefan Zweig.[1] El hombre de setenta y cuatro años se enamora de la joven de diecinueve. “Ese hombre reservado, endurecido, pedante, en el que lo poético casi se ha convertido en una costra de erudición, únicamente obedece desde hace décadas al sentimiento” (p. 159). Goethe siente la pasión del amor, y ese amor no es correspondido: “Empieza el grotesco espectáculo, en el que lo trágico raya con facilidad en la sátira” (p. 160).

En lo grotesco y satírico habría caído cualquiera, pero no Goethe: “este gran hombre que todo lo presiente tiene la sensación de que en su vida algo formidable ha concluido. Pero, eterno compañero del más profundo dolor, en la hora más sombría surge el viejo consuelo. Sobre el que pena desciende el genio, y aquel que en la Tierra no encuentra alivio invoca a Dios. Una vez más, como tantas otras y no por última, Goethe escapa a la vivencia a través de la poesía” (p. 161).

                Yo, que un día favorito de los dioses fuera,
                me he perdido a mí mismo y al universo (p. 164).

Goethe cae enfermo. Su amigo Zelter acude en su ayuda, reconoce el origen del mal y lo cura leyéndole la Elegía. “Goethe se salva – puede decirse – por medio de ese poema. Al fin ha superado la angustia, ha vencido la última y trágica esperanza […] De ahora en adelante, su vida pertenece por entero al trabajo. Puesto a prueba, ha renunciado a que su destino recomience, con lo que otro gran empeño dirige su vida: rematar su obra” (p. 167). Terminará, por fin, el Wilhelm Meister y el Fausto.

Zweig, con esa mezcla suya tan atractiva de lirismo y análisis, va concluyendo: “Entre esas dos esferas del sentimiento, entre el último deseo y la última renuncia, entre emprender algo nuevo o rematar lo ya hecho, se encuentra, como un apogeo, como un instante inolvidable de íntima reflexión, aquel 5 de septiembre, la despedida de Karlsbad, la despedida del amor, transformada en eternidad a través del conmovedor lamento” (p. 167).

Se diría, siguiendo a Zweig, que la Literatura viene a sustituir a la vida y lo hace aportando no un sucedáneo, un sustituto de valor inferior, sino algo que la trasciende para fijar uno de sus instantes eternamente: la vida rechaza al hombre y el hombre le regala a la vida su inmortalidad, su sentido. Podría ser, pero, sinceramente, creo que no es así.

Goethe se acaba. Goethe, como Joyce, no siente ninguna tentación. No hay ningún conflicto entre la Literatura y la vida: la vida no es más que un pre-texto. Tanto la satisfacción como la insatisfacción habrían tenido el mismo resultado, llámese lamento o himno: Literatura. Porque la Literatura se alimenta de la vida y la vida, sin la Literatura, tiene tanto sentido como la vida de Ulrike von Levetzow sin Goethe y sin la Elegía de Marienbad: ninguno. Goethe hizo lo que siempre había hecho: llevar hasta el extremo lo posible. Y llega al extremo de lo posible, y se acaba.



[1] ZWEIG, Stefan. “La Elegía de Marienbad. Goethe entre Karlsbad y Weimar. 5 de septiembre de 1823”, en Momentos estelares de la humanidad. Barcelona: Acantilado, 2012. Traducción de Berta Vias Mahou.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Joyce en breve


JOYCE, James. Escritos breves. Madrid: Ediciones Escalera, 2012. Traducción y estudio preliminar de Mario Domínguez Parra.

El presente volumen recoge las Epifanías, Un retrato del artista y Giacomo Joyce, piezas breves que van de 1904 a 1914, escritos que poseen valor tanto por sí mismos (por su intrínseca calidad literaria) como por constituir piezas literales y estilísticas que encajarán en obras como Retrato del artista adolescente y Ulises.

En las Epifanías podemos constatar el primoroso dominio que Joyce tenía del lenguaje. Retazos de conversaciones, sueños, recuerdos e impresiones se suceden para formar un puzle de tan escasas piezas que en principio podría ser hecho por un niño y que, sin embargo, demuestra, a través de una magistral combinación de la selección, la elipsis y la precisión, el absoluto dominio de la armonía entre los sentidos, la reflexión y la expresión lingüística sonando al unísono no ya como varios instrumentos, sino apareciendo como varios sonidos simultáneos producidos por el mismo instrumento.

Un retrato del artista nos presenta al Joyce de la penetración psicológica, al pintor de raigambre clásica que se vale de los “ismos” como de técnicas subsidiarias que en trato paródico consigo mismas y con sus antecedentes consiguen descifrar la constante y confusa relación entre memoria, ironía y tristeza, como si el pasado fuese objeto de benévola y crítica sonrisa y el hecho de que haya pasado, motivo de melancolía.

Por su parte, Giacomo Joyce se mantiene sobre sí mismo como una de las más grandes composiciones literarias, y no solo en referencia a la producción de Joyce. Se cometería una injusticia con esta obra si se la valorase únicamente como ejemplo de lo que su autor ya estaba escribiendo por entonces, el Ulises. Sin tregua para el error o el despiste, sus depurados fragmentos conforman una unidad temática, estructural y estilística de una inusitada riqueza experimental para dar cuenta de la huella del tiempo a su paso por la vida, camino de la muerte.

La introducción a estos escritos se lee con agrado. No añade nada nuevo, pero complace que aparezcan, por ejemplo, Pinter, Cage y Gould. La edición de los textos no empieza bien: “he’ll have to apoligise, Mr Joyce” (p. 76), cuando en la traducción sí se dice “él tendrá que disculparse, señora Joyce” (p. 77); “I was sure” (p. 82), y en la traducción: “estaba segura” (p. 83). Fallos casi sin importancia, en cualquier caso. La traducción, siempre complicada y más cuando se trata de Joyce, me hace dudar ante casos como los siguientes: “La llovizna repentina cesa aunque con demora; racimo de diamantes, entre los arbustos del patio, donde surge una exhalación desde la tierra negra” (p. 125); “A lo lejos, un hermosos caballo marrón montado por un jinete amarillo estampa su silueta solar” (p. 139); “un templado olor húmedo” (p. 141). Y la traducción de “clip and clip again” (p. 187) por “fornican y fornican de nuevo” (p. 199) me desconcierta un poco, pues no termino de encontrar esta acepción del verbo, aunque estaría encantado de rectificar en caso necesario.

En resumen, un buen libro y, lo mejor, Joyce: “What then? Write it, damn you, write it! What else are you good for?” (p. 192).

jueves, 14 de marzo de 2013

Consejos para suicidarse: Hume


Con la amena y sistemática simpleza que lo caracterizaba, Hume defiende el suicidio en su breve ensayo de original título, Of Suicide. Por supuesto, comienza defendiendo la filosofía, en tanto que ancila de la razón, como antídoto contra los males del oscurantismo: la falsa religión y los prejuicios.

Ordenado hasta para dar dos pasos, consigue dar apariencia de complejidad al hecho de caminar. Es decir, argumenta por qué el suicidio no es ni un mal ni un pecado ni con respecto a Dios, ni en relación a uno mismo y los demás. En el primer caso, Dios da la vida, y mientras estás vivo, cumples sus designios; y Dios también da la muerte y su posibilidad, y cuando mueres también estás cumpliendo sus designios, escritos desde la eternidad en el libro de la Providencia. En el segundo caso, si estás cansado de la vida, si la vida te supone un peso tan grande como para vencer el terror a la muerte, ¿por qué seguir padeciendo, qué sentido tiene, por qué no acabar con el mal que te mantiene en un infierno? Y, en el último caso, si eres una carga para los demás, si parasitas sin dar nada, ¿a qué viene ese empeño de molestar al prójimo? Se demuestra más maldad al hacer eso que al atentar contra la propia vida.

Por lo tanto, todo son ventajas en el suicidio. Es más, el suicidio es completamente inevitable, y lo que supone un mal, un pecado, un error, un prejuicio y un perjuicio es seguir viviendo. A Dios le da lo mismo lo que hagas, porque hagas lo que hagas siempre estás haciendo lo que Él había planeado. La vida es un estado miserable, un sobrevalorado proceso de oxidación y descomposición, una triste sucesión de dolores y desilusiones, un continuo añadir basura al universo. Y los demás pueden pasar tranquilamente sin nosotros; de hecho, si uno se fija, durante tu vida, la mayor parte del tiempo los demás se han dedicado a quejarse de ti y a hacerte reproches. Solo el miedo impide que cumplas lo que la razón dicta que hagas. La vida no es razonable, así que según los sanos principios filosóficos de Hume, hay que educarla para que entre en razón y obre en consecuencia.

Termina Hume con lo mejor de su ensayo, una cita de Plinio: "Deus non sibi potest mortem consciscere si velit, quod homini dedit optimum in tantis vitae poenis”. Con lo que demuestra que era un gran compositor de collages textuales y un no menor retórico. Así, por ejemplo, no hay más que leer su ensayo sobre el suicidio para que te entren ganas de matarte.

jueves, 28 de febrero de 2013

El bosón de Higgs por Sean Carroll


CARROLL, Sean. The Particle at the End of the Universe. London: Oneworld Book, 2012.


Da gusto encontrarse con libros como este. Sean Carroll (http://preposterousuniverse.com/self.html), físico teórico en Caltech (California), donde investiga sobre cosmología, teorías de campo y gravitación, es también autor de From Eternety to Here, obra que todavía no he tenido el placer de leer y que pondré en mi larga lista de espera. La partícula al final del universo gira alrededor del 4 de julio de 2012, cuando se comunicó el descubrimiento en el LHC de una partícula que podría ser el bosón de Higgs.

Carroll no solamente insiste en la importancia (para la ciencia y para la humanidad) de este descubrimiento, que explica con razones físicas y motivos históricos, sino que aprovecha – por rigurosa necesidad – para narrarnos la historia de los monstruosos aceleradores y "colisionadores" de partículas, así como de las personas que han trabajado y trabajan, dedicando por completo sus vidas a la tarea, en la búsqueda de los elementos que constituyen el universo observable, y, además, nos ilustra con los rudimentos básicos de física (partículas y fuerzas elementales, Modelo Estándar, teoría de campos, etc.) para que entendamos lo mejor posible la relevancia del descubrimiento del bosón de Higgs en particular, y de la búsqueda de la física de partículas en general. Y lo cierto es que consigue todos los objetivos: formar, informar, narrar una historia y pintar los retratos de sus protagonistas, y entusiasmar.

Reconozco que al principio el estilo de Sean Carroll me pareció demasiado periodístico (en el peor sentido de la palabra), pero sospecho que de alguna manera contempló advertencias editoriales (quizá como le sucedió a Lederman con su taquillero apodo del bosón de Higgs, la Partícula de Dios: “the publisher wouldn’t let us call it the Goddamn Particle, though that might be a more appropriate title”, p. 20), además de buscar la proximidad y la atención del público. Al final, Sean Carroll demuestra que se toma en serio la tarea de comunicar ciencia a los no especialistas, y se nota en que lo consigue sin hacer concesiones al efectismo, siempre grosero por insultante.

Prueba de lo que me parece una inteligencia clara que no está dispuesta a agarrar el burro mientras otro lo ordeñan, es su respuesta a la tétrica pregunta de qué interés puede tener, para qué sirve una investigación que, por decirlo de alguna manera, no terminará materializándose en un crecepelo, una lavadora o un móvil:

“We don’t have to learn how to become interested in science – children are natural scientists. That innate curiosity is beaten out of us by years of schooling and the pressures of real life. We start caring about how to get a job, meet someone special, raise our own kids. We stop asking how the world works, and start asking how we can make it work for us” (p. 13).

Porque lo que realmente nos mueve es la curiosidad: “We’re looking because we are curious” (p. 15).

jueves, 24 de enero de 2013

Juan Luis Calbarro y César Vallejo



El escritor Juan Luis Calbarro acaba de publicar sus Apuntes sobre la ideología en la obra de César Vallejo (http://www.amazon.es/dp/1481934686/ref=tsm_1_fb_lk), oportunidad para leerlo a él y para volver y releer a Vallejo. Dice el autor de esta recopilación: “Cuando vuelvo a César Vallejo me pregunto por qué diablos dejé de releerlo para leer otros libros, otros autores que jamás se muestran capaces de devolverme a ese universo roto y doliente, pero completo y magnífico universo al fin, y un universo que me dice. Estos autores casi siempre me dejan alguna melancolía, la vaga sensación de haber perdido el tiempo desde la última relectura del peruano” (p. 45).

Volver a César Vallejo no necesita explicación alguna: quizá la explicación sería necesaria para entender cómo es posible que nos despistemos hasta el punto de no quedarnos en el autor de “Voy a hablar de la esperanza”. Calbarro nos muestra la ocasión de una aproximación al poeta de las, en principio, menos atractivas y más problemáticas. Poco atractivas para la mayoría de los lectores porque aquí se trata de un estudio que intenta arrojar luz,  por ejemplo, sobre la presencia y el valor del cristianismo (a través de las palabras y las imágenes que suelen convocarlo) en la obra del peruano, y sobre la función que desempeña un tecnicismo literario como es el personaje-tipo dentro de una lectura y una escritura en clave ideológica (que resulta más compleja desde el momento en que estamos hablando de un genio literario que se vale de un recurso tildado, casi siempre y casi siempre de manera irreflexiva, de torpe).

Lo problemático de la aproximación de Juan Luis Calbarro se relaciona con las posturas menos filológicas y hermenéuticas que cada vez que se topan con la palabra “ideología” ponen en marcha la maquinaria de los prejuicios y de los pre-juicios, por no decir de la estupidez. Y lo problemático, también y no en menor medida, radica en lo que para algunos puede parecer un franco anacronismo: qué sentido puede tener hoy en día hablar de ideología, marxismo, conciencia y lucha de clases, o de la relación entre intelectuales y pueblo cuando la posmodernidad se ha especializado en borrar los viejos problemas porque no podía resolverlos y con la excusa de estar borrando tan solo enunciados caducos, y en lugar de dejar el puro espacio vacío para la perplejidad que invita a pensarlo todo desde cero, sustituye los mitos (que por supuesto incluyen el logos) por las leyendas urbanas, la literatura (esa canónica exigencia de esfuerzo) por el microrrelato, y la cultura (medio humano por antonomasia en el que se manifiesta la inteligencia) por la cultura de la incultura. Baste esto, por mi parte, para hacer de estas algo más de cincuenta páginas algo lo bastante atractivo como para atraer a quienes las merecen porque se atreven a pensar, esa rareza.

Por lo demás, los que ya hemos leído a Calbarro reconocemos en este libro tanto su característica prosa de un castellano cristalino (más difícil y necesario en un texto de estas características, en el que la exégesis siempre amenaza de oscuridad tanto con la erudita prolijidad como con la parca precisión de los tecnicismos), como su buen hacer editorial (que ya había demostrado en su revista literaria Perenquén), algo que se agradece en una época en la que uno se cansa de leer armado de un lápiz para corregir erratas, errores y horrores.

Y para los que deseen disfrutar de sus críticas literarias, Libros que me gustaron (o no): http://librosquemegustaronono.blogspot.com.es/

sábado, 12 de enero de 2013

“Para que mi alma siempre triste huyera / antes de tiempo hacia vuestras sombras”


Como si mi alma estuviese hipotecada y la tristeza fuese su banco, me embarga esta cada vez que leo El Archipiélago de Hölderlin.[1]

Tanta luz y tanta sombra, tanta memoria y tanta añoranza, tanta fuerza y tanta desesperanza solo pueden mantenerse en la superficie de las profundidades. Si los griegos son la infancia de Europa, eran niños viejos y nosotros, viejos infantiloides.

Duele saber que los dioses cuidaban por igual de comerciantes y poetas. Duele saber que hay que acostumbrar el alma a que trate con los que se han olvidado de nosotros y permanecen inaccesibles a nuestro aliento. Duele saber que antes el sol del día era el que todo lo transfigura (p. 65) y que habrá que esperar un mañana que nunca ha de venir para que prevalezca sin miedo / el espíritu / sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca / dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses, / el cambio y el acontecer (p. 85).

 Duele saber que la ciudad era una obra del genio, creación soberana que gusta sujetarse / con vínculos de amor y cerrarse en grandes formas / que él mismo se fabrica, sin perder su eterna actividad (p. 75). Duele saber que la vida no se llenará de sentido divino, que no se recorrerán los senderos por donde antes, / dulcemente conducido por las esperanzas, subía el hombre / preguntando hacia la ciudad del veraz profeta (p. 79).

Duele saber que vivimos rodeados de edificios inteligentes, que vivimos sobre suelo inteligente,

Mas, ¡ay, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en
                el Orco,
sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda
                infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros (p. 81).





[1] HÖLDERLIN, Friedrich. El Archipiélago. Madrid: Alianza, 1985. Traducción de Manuel Díez del Corral.

lunes, 7 de enero de 2013

Fenomenología de Agatha Christie


CHRISTIE, Agatha. El asesinato de Rogelio Ackroyd. Barcelona: Editorial Molino, 1990. Traducción de G. Bernard de Ferrer.

Hacía más de veinte años que no leía a la Christie.

Atención a la frase. Es la que utilizan los acabados. Los acabados que van de guay. Porque no hay acabado que, estando todavía vivo, no vaya de guay. Los acabados son la ralea más asquerosa que soporta el mundo. Yo prefiero a un adolescente o a un yonqui, incluso a un yonqui adolescente. Sobre gustos no hay nada escrito, y sobre cansancio, por ahora, menos.

Me las doy de viejo cultureta. Ay que leí mucho hace mucho tiempo… Tiemblo de asco ante mi estupidez vomitiva, esta indecencia de incapacidad convertida en pseudo cultura.

Pues bien, después de veinte años vuelvo a leer a la Christie y hago fenomenología de la lectura. Y digo de la lectura. Así que el prólogo viene bien, ¿o me dirán que no? La paciencia que hay que tener con uno mismo para llegar a decir la verdad. (Porque para llegar a la verdad no hace falta nada).

¿Por qué elegí El asesinato de Rogelio Ackroyd? Fácil. 1) Porque no tenía a mano ningún libro más interesante; 2) porque siempre puedo decir que me consta que los únicos buenos de Agatha Christie, según la crítica, son este y Asesinato en el Orient Express; y 3) porque en su momento lo disfruté, incluso me pareció bueno, y ahora no recordaba el final.

Antes de abrir el libro me digo que el asesino es el primero en llegar a la escena del crimen. Esto mismo dice uno de los personajes en la novela. Todo el mundo lo sabe, hasta los personajes de las obras detectivescas. Por lo tanto, me pongo en guardia contra este pre-juicio y ya estoy preparado para equivocarme y disfrutar de lo bueno del volumen. (Otros libros no poseen este encanto, digo el de la fisiológica emoción de la expectación, como les sucede a las pobres Odisea e Ilíada).


Lo siguiente es leer la “Guía del lector”. Imprescindible hacerse un lío innecesario con los personajes. Esta lectura me recuerda que aparecerá la cocaína, una mujer madura que todavía conserva cierta belleza y que parece guardar un secreto, y una joven pareja que por amor es capaz de cometer locuras del tamaño de un matrimonio desigual. Por último, me recuerdo a mí mismo que estos libros ponen el arte tan solo en la dosificación de la información para mantener la atención y la intriga. Así que cuento con la información superflua, la información superflua dada para despistar (cual falsa pista), la información relevante que se me pasará inadvertida, la información que los personajes (todos sospechosos) ocultan hasta el final, la información que el detective oculta hasta el final (y que es imposible que el lector deduzca a partir de lo leído), y la información que el autor esconde hasta que llega la hora de conocer la verdad. En resumen, me digo que como falle la ecuación “culpable=primero en llegar a la escena del crimen”, estoy perdido. Me preparo, entonces, para intentar descubrir los pequeños crímenes y los trapos sucios del resto de personajes.

Y ya estoy leyendo. Y, por supuesto, como viejo lector dotado de una estupidez que ha sobrevivido al hecho de no haberse matado a tiempo, pienso de inmediato que no solamente cualquier podría escribir un libro como los de la Christie, sino que yo mismo podría hacerlo y, además, mucho mejor. Y la prueba es que tras apenas tres páginas tengo una idea genial: estoy completamente convencido de que se me acaba de ocurrir una trama y un final tan excepcionales que a la pobre Agatha no se le habrán pasado por el caletre ni en sueños.

En efecto, ¿no sería un golpe de ingenio que el narrador, el doctor Sheppard, fuese el asesino? Ah, eso sería metaliteratura de la buena: el autor como dios jugando con el narrador como demiurgo para urdir una trama técnica acerca de la técnica de tramar: es decir, sería la escritura de la dosificación de la información sobre la escritura de la dosificación de la información. Amigos míos, para esto hace falta leer mucho nouveau roman, y dudo que la buena señora Christie haya tenido la mala suerte de padecer tanto. Por otra parte, esta brillante idea no traicionaría la tradicional ecuación.

Soy feliz y cometo el error de seguir leyendo. Debido a este imprudente acto de soberbia, mi felicidad disminuye al tiempo que los personajes, incluido el narrador, van dando pistas acerca del culpable. Angustiado porque me estrangula el orgullo, a falta de veintiocho páginas del final, intento agarrarme a esto:

“Poirot leyó una lista con tono importante:
-La señora Ackroyd, la señorita Flora Ackroyd, el mayor Blunt, el señor Geoffrey Raymond, la señora de Ralph Paton, John Parker, Elizabeth Russell.
  Dejó el papel en la mesa.
-¿Qué significa todo esto? – empezó Raymond.
-La lista que acabo de leer – dijo Poirot – incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que están presentes tuvo la oportunidad de matar al señor Ackroyd”.

¡Muy bien!, me digo como el moribundo se dice que todavía sigue respirando cuando ya estira la pata. Porque me doy cuenta de que se habla de sospechosos, pero no se dice que entre los de la lista se encuentre el culpable…

Me quedaban el pueril orgullo de haber coincidido con la gran Agatha Christie – cuando la había tachado de incapaz y cretina, y el nouveau roman. Nueva chapuza. Dice el narrador:

“Me siento orgulloso de mi capacidad de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases siguientes?:
«Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si olvidaba algo.»
  Todo era cierto… Pero suponed que pusiera una línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien lo que ocurrió en aquellos diez minutos?” (p. 237).

El mensaje era claro: la Christie me estaba diciendo: “Pequeño, sigues siendo menos astuto que yo”.

Por lo demás no siento demasiado haberles revelado la identidad del asesino. ¿Qué importa el final si el libro es Literatura? Todos conocemos cómo terminan la Odisea y la Ilíada y los seguimos leyendo y releyendo, ¿no es así?

miércoles, 2 de enero de 2013

Razón y pasión: sobre la doma


STENDHAL. Ernestina o el nacimiento del amor. Madrid: Alianza Editorial, 1994. Traducción de Fundación Consuelo Berges.

La mujer muy inteligente y de cierta experiencia que relata la historia de la jovencita que se enamora del hombre maduro a fin de ejemplificar las fases del amor bien podría ser esa tierna postadolescente que miente y se miente para evitar los obstáculos físicos y mentales que la separan de la consumación de su deseo, pues la narradora, oculta tras el “me dijo” del narrador,  también miente de lo lindo a la hora de explicar las razones que la movieron en la dirección del amado.

Tras leer el texto de Stendhal, se diría no sólo que las fases del amor son ni más ni menos que las estrategias del mentir, sino que la narración de historias de amor tampoco es otra cosa que una relación de mentiras. Intento recordar en qué novelas el amor y la exposición del amor me parecieron más que verosímiles posibilitados a la experiencia a través de las palabras como umbrales, y, sinceramente, me cuesta decir un solo título. (¿El Adolfo, quizás?).

Hay una escena en El monje de la que sí me acuerdo sin esfuerzo. La muchacha pierde la virginidad como quien pierde el monedero, así como por despiste, sin querer ni apenas darse cuenta de lo que pasa. Se trata de una hábil y breve descripción en la que el narrador se alía con la víctima del acto torpe para condensar todas las mentiras en el mínimo espacio: se lucha contra la mala educación recibida (la sociedad, a través de la familia, impide el razonable acceso a las pasiones al negar la existencia de estas o al estigmatizarlas como satánicas o enfermizas) mediante la lucha contra los propios temores y escrúpulos.

Lo cierto es que en el caso de Ernestina o el nacimiento del amor nos queda Stendhal. Y, al final, el ventrílocuo traiciona a sus voces narradoras al añadir, tras la tragicomedia de sentimientos y justicias poético-divinas, estas palabras acerca de Ernestina: “Al año siguiente la casaron con un viejo teniente general muy rico y caballero de varias órdenes” (p. 61). Y así acaba el vetusto y lelo asunto de la relación entre razón y pasión vía doma y sus consecuencias biográficas: mientras se puede, la pasión doma a la razón; cuando no se puede, la razón doma a la pasión. Esta es la lección falsa. En realidad, lo único que doma, tanto a la pasión como a la razón, es el interés. Pero ya sabemos que Stendhal leía el Código Civil; quizás eso le ayudaba a conocer a los hombres, a mentir y a decir la verdad.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Los dignos


CHÉJOV, Antón. “La corista”, en La corista y otros cuentos. Madrid: Alianza Editorial, 1995. Traducción de Juan López Morillas.

Lo bueno de ser digno es que no necesitas ser ni pobre ni rico ni todo lo contrario. Basta con estar indignado. Y estar indignado, tal y como nos enseña Chéjov en su cuento “La corista”, es la mar de fácil: solo se necesita esa indignidad llamada convicción moral que inventa el derecho a exigir. Así, a Pasha, la corista, superparásito de los parásitos que no son Kolpakov y señora, justamente estos le exigen que entregue a los ladrones (de tiempo, cosas, dinero, paz y paciencia) lo que otros parásitos le han dado y quienes, por supuesto, jamás, imaginamos bien, se atreverían a pedir la devolución de lo dado.

Pero la esposa de Kolpakov es madre, y por los hijos se hace cualquier cosa, como también podría haber dicho Hitler. Y nada mejor que un hijo como coartada para el expolio. Siempre será lo mejor quitar al que no tiene, y aquel a quien se le puede coaccionar para que crea que lo que tiene no es suyo, no tiene nada, así que ni siquiera se puede afirmar que se le quite nada: más bien, se restablece un orden, se hace justicia. Y una vez hecha justicia, no que se hunda el mundo, sino que este gire y siga funcionando con la dignidad de quien no solo se ha apropiado de lo ajeno, sino que lo ha hecho con la impunidad de quien es más poderoso, y es más poderoso quien tiene la mejor coartada, esa forma de conmover la parte más baja del hijo de hombre y mujer (que es la residencia de los sentimientos, sea esta la que sea) que se denomina juicio moral.

Por eso me gusta tanto Chéjov: no te hace pensar, no es socrático: te obliga a mirar y a ver.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Quedan los hombres, Rulfo, que ya no están


RULFO, Juan. Relatos. Madrid: Alianza Editorial, 1994.

La poca humanidad que encuentro en los libros está toda, y entonces no es poca sino toda, en la Biblia. De hecho, si quiero lo real de la humanidad acudo al Antiguo Testamento: a ese dios celoso y furioso y a los hombres que sienten su pasión y se les va la vida, plena, en ella. Y a los libros que bien podrían tildarse, por su materia y su tono, de bíblicos: obras de Shakespeare o Faulkner, por citar dos de mi especial preferencia. Y si busco los sueños de la humanidad acudo, entonces, a los griegos, a Homero, a Píndaro, a los trágicos: a esos dioses apasionados y a esas fuerzas inexorables y a esos hombres tan astutos como locos que parecen vivir dormidos.

Para mí Rulfo habita en un espacio entre el Antiguo Testamento y la Orestíada. Los sueños de sus hombres son tan reales como la memoria y el remordimiento, el pasado y la desesperanza, de donde, de hecho, nacen las pesadillas de los que viven en el Llano y su periferia. Aquí es posible decir sin rubor: “La sombra larga y negra de los hombres […]” (p. 51), porque son posibles otras sombras menos negras y menos alargadas e incluso hombres sin sombra, no-hombres. Aquí la humanidad resplandece de piedad: “Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros” (p. 39). Aquí el hombre conoce que lo imposible es posible: “Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho” (p. 8). Aquí se llega y se vive a ras de mónada, como la vida pegada a lo inerte, en una tierra como la Tierra del tríptico cerrado del Bosco: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta” (p. 38). 


Aquí todavía se quiere seguir viviendo, sin más, como si no existiese la posibilidad de lo imposible: “Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir” (p. 32).

Entre los huesos de la escritura de Juan Rulfo brilla la negra luz de la poesía del hombre que no sabe cuándo morirá y cómo durará cuando ya no esté.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Oye, Nick, ¿vivimos en una simulación informática o en el planeta de los simios?


Imagino que soy un tipo con suerte: por lo visto, los agoreros no han interpretado bien el calendario maya y no se ha acabado el mundo. Paciencia. Esto me ha dado tiempo para leer uno de los textos más divertidos a los que he tenido acceso en toda mi vida, y eso que se publicó en 2003, pero siempre he sido un poco despistado. En definitiva y en resumen, sí, soy un tipo con suerte: el humor me persigue.

Me niego a perder el tiempo más de la cuenta, así que no he buscado información en internet ni sobre el autor (Nick Bostrom, un filósofo inglés, valga el oxímoron, como quizás diría Nietzsche) ni sobre la recepción del texto (“Are you living in a computer simulation?”), que pueden leer aquí: http://www.simulation-argument.com/simulation.html

Desde el genial Ibáñez (ni Blasco ni Paco – el cantautor, sino Francisco), no me había reído tanto. Lo cierto es que después de haber pasado por la escuela de Hume y su sorpresa ante los autores que van del “es” al “deber ser” con la misma facilidad con la que los adivinos van de una metedura de pata a la siguiente, no creía que todavía hubiese quien cometiese errores lógico-desopilantes. Pero no hay nada imposible, y Nick Bostrom riza el rizo del absurdo al ir, cual coche cuesta abajo y sin frenos, del “es” al “puede ser” y del “puede ser” al “por lo tanto es imposible que no sea”.

El texto (¿filosofía ficción? Pero me niego a ser uno más de los que tratan a patadas a la filosofía) está repleto de tecnicismos lógicos: “very likely”, “extremely unlikely”, “almost certainly”, “predict”, “Let us suppose”, “might do”, “would be”, “could”, “It is then possible to argue”, “it suggests naturalistic analogies”, “we formulate an assumption that we need to import from the philosophy of mind in order to het the argument started”, “we consider some empirical reasons”, “some simple probability theory”, “a weak indifference principle that the argument employs”, “could in principle do the trick”, “and although it is not entirely uncontroversial, we shall here take it as a given”, “This attenuated version of substrate-independence is quite widely accepted”, “persuasive arguments”, “ifthen…”, “a mature stage of technological development”, “it is likely”, “One would therefore expect”, más y más “could”, y “may” y “can”, “We can draw this conclusion even while leaving a substantial margin of error”, “If there were a substantial chance […] then how come you are not […]?”, “We shall develop this idea into a rigorous argument” (o sea: se pone a jugar con formulas pseudo estadísticas), “If betting odds provide some guidance to rational belief, it may also be worth to ponder that if”, “it is plausible”, “One can speculate”, “It may be possible”, “Reality may thus contain many levels”, “Further rumination on these themes could climax in a naturalistic theogony”, “One might get a kind of universal ethical imperative, which it would be in everybody’s self-interest to obey”, “We may hope”, “If we learn more about posthuman motivations and resource constraints”, “A technologically mature ‘posthuman’ civilization would have enormous computing power. Based on this empirical fact”, “In the dark forest of our current ignorance, it seems sensible to apportion”, “Unless we are now living in a simulation, our descendants will almost certainly never run an ancestor-simulation”.

Imagino que si confundes la película Matrix con una regla de tres, o si consideras que un videojuego es un axioma, o si jamás has pensado en el Übermensch, puedes llegar a creer que porque dicen que Verne era un visionario, los cuentos de Asimov son demostraciones de que Heidegger era un nazi de mierda. Etcétera. Hay momentos muy mayas en los que echo de menos que los agoreros no den una.

Pero aprovecho la coyuntura para parodiar a Nick. Tengo tiempo y vino.

1) Las moscas comen queso, beben café y fuman tabaco. Esto se puede comprobar en verano: las moscas se posan en el queso, en la taza del café y en el filtro del cigarrillo. Por lo tanto, las moscas se comportan como humanos, lo que bien podría significar que las moscas y los humanos no se diferencian en nada. Todo lo que no se diferencia es idéntico, luego las moscas son seres humanos, pero no viceversa, pues los hombres, al contrario que las moscas, no pueden volar sin la ayuda de aparatos tecnológicos.

2) Las moscas vuelan sin ayuda de tecnología alguna. Teniendo en cuenta la ignorancia en la que vive el hombre y los progresos tecnológicos que nos acechan, no es improbable pensar que llegará un día en el que el hombre volará como las moscas.

3) Si pensamos, y por qué no hacerlo, que el hombre será igual que la mosca, volará. Por lo tanto, el hombre ya vuela o ha volado, de lo contrario tendríamos que concluir que las moscas no son como los humanos, y sin embargo lo son. Si todo esto fuese falso en parte o en su totalidad, significaría que tampoco en el pasado las moscas eran como los hombres, ni viceversa, lo que negaría la existencia de moscas y hombres, pues son iguales, como demuestra el hecho de que de no ser así, nuestros descendientes no tendrían moscas, pero sí queso, café y tabaco, lo que es imposible.

CORALARIO 1: La película “La mosca”.

CORALARIO 2: Quedan resueltos los problemas morales: El origen del hombre deja de estar sujeto a la metáfora de la verticalidad (de arriba abajo: es creado; de abajo arriba: evoluciona), pues el hombre siempre ha sido una mosca, y los animales carecen de moral, luego no hay moral. La mosca del vinagre comparte con el hombre un porrón de genes, y eso es otra prueba: una prueba genética, para ser precisos.

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Espero, con toda humildad, que después de este análisis filosófico me den una plaza de funcionario como profesor de universidad. También me gustaría dedicar el Nobel de Filosofía a todos los que han contribuido a que odie los calendarios.

martes, 4 de diciembre de 2012

Lo horrible de Maupassant


El General G. precisa que no hay que confundir lo terrible con lo horrible: la muerte de dos hombres y tres mujeres ahogados en el río, por ejemplo, es terrible, pero para experimentar horror hace falta algo más que emoción: una sensación de misterio o de terror anormal, supranatural. Maupassant pone en boca del General dos historias de horror: en la primera, soldados al borde de la muerte linchan, con ensañamiento (siguen disparando sobre el cadáver “como la gente en un funeral continúa arrojando agua bendita ante el ataúd”), a una mujer inocente de la que se decía era una espía; y, en la segunda, se narra un caso de canibalismo: los hombres abandonados a su suerte en el desierto entienden que están obligados a comerse los unos a los otros.

Y bien, ¿qué hay de horrible en estas dos historias? ¿La muerte por error de una mujer? ¿La antropofagia en un caso de supervivencia? No: lo horrible radica en esa falta de emoción, sin el menor exceso superfluo, con la que se mata y con la que Maupassant describe la pulpa sanguinolenta del cadáver tiroteado y cómo este es registrado y desnudado a la luz de unos fósforos; en cómo Maupassant describe, con la  misma falta de afectación que caracteriza a esos asesinos, la marcha de los hombres por el desierto en fila india, a tiro de fusil, y cómo uno de ellos se da la vuelta para matar a otro, y lo mata, y lo descuartiza, y los demás se acercan a por su parte, y el asesino se queda con su mera ración, y luego vuelve cada uno a caminar solo por el desierto a tiro de fusil.

Lo horrible, por lo tanto, se encuentra en el misterio de la creación, y Maupassant se limita a re-crear lo horrible en la violencia como podría haberlo hecho en la belleza y, en definitiva, en todo aquello que lleva el sello de la perfección y que, exento de emoción, se mantiene infinitamente lejos de querer perpetrar emociones en los que no soportan el horror de toda pureza.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Álgebra verbal


ARNHEIM, Rudolf. “Los indicadores de los escritores”, en su Ensayos para rescatar el arte. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 62-67, traducción de Jerónima García Bonafé.


A vueltas con qué es escribir, escribir bien, se entiende. Yo no tengo ni idea, pero Rudolf Arnheim parece saberlo. Según él, el escritor ha de atender a las características intrínsecas del lenguaje (un medio conceptual para dar cuenta de lo experimentable: “Escribir entraña, pues, una ocupación inteligente destinada a relatar la esencia de un tema mediante la selección de las palabras que conforman la imagen que tenemos del conjunto”, p. 63 ) y del narrar (en cuanto que exposición temporal de lo simultáneo: “La literatura debe transformar el mundo en una hilera de cosas que aguarden su turno, determinado por el paso del tiempo”, p. 64).

No son malos consejos, pero ser consciente de la materia y el tiempo que se manejan no garantiza que se escriba bien. Arnheim lo sabe y también sabe que seguir precisando significa tirarse de cabeza a esas movedizas y confundidas arenas del mero gusto y el criterio de calidad. Y el crítico se lanza con valentía y choca, claro, contra la cuestión de la forma: “[…] la necesidad de recuperar la tangibilidad sensual que posee la mayoría de las palabras y lograr que las frases funcionen coherentemente en los dos niveles del discurso, a saber, en el nivel conceptual donde las palabras transmiten a nuestra mente una situación que puede verse, escucharse, tocarse u olerse, y en el nivel teórico donde el intelecto ejercita su lógica. […] Sea cual fuere el medio, la buena forma es aquella que pasa desapercibida. […] [Y no] un obstáculo en el camino que debe conducir al lector hasta el texto […] porque el propio escritor o escritora parece atribuir una importancia secundaria al contenido” (p. 66).

No le gusta ver la forma, pero la única forma invisible es la que implica la materia lingüística y el narrar en el tiempo: la intriga y el juego con las expectativas al tener que ir de palabra en palabra y de página en página. Está bien: a quién no le gusta sentir el cosquilleo de las adivinanzas. Pero que esto agote las posibilidades formales literarias es mucho pretender.

A mí la historia, la trama, pueden darme absolutamente igual, y puedo disfrutar con estructuras y formas tanto o más que con una historieta muy humana y tal. Aunque el grado de placer es máximo, por supuesto, cuando lo que se dice y cómo se dice son exactamente lo mismo. Arnheim escribe: “Como resultado de la vaguedad del escritor por el espacio ingrávido de lo que podríamos llamar álgebra verbal, el lector se encuentra con un estrépito de sonidos sordos, simples cáscaras del verdadero alimento” (p. 65). Pero no veo la necesidad de que esto sea siempre un error. Imaginemos que queremos transmitir una realidad fría, distante, extraña, inerte; quizás, entonces, para hacer sentir todo eso nada mejor que ese “álgebra verbal” y una forma cargada de geometría que comunique la mudez y la anestesia de aquello de lo que se habla. ¿Qué está mal en esto? Hace años envié a una editorial un poemario con los fósiles como pre-texto. Lo rechazaron porque los versos eran fríos, distantes, extraños, inertes…

Ahora bien, considero que Rudolf Arnheim sí dice una verdad de naturaleza complejísima (para los que nunca han pensado en el asunto) al afirmar: “[…] aunque se trate de nuestro propio ser y de nuestra actitud ante el mundo, es preciso alejarnos de todo ello para convertirnos en un objeto de la escritura y no en un intruso encarnado en la persona del autor” (p. 66). Esto son palabras mayores que tendrían que tener constantemente presentes tanto los escritores como los lectores.

martes, 30 de octubre de 2012

¿Será falta de fósforo?


ANDERSEN, Hans Christian. “La niña de los fósforos”, en La sombra y otros cuentos. Madrid: Alianza, 1995, pp. 240-3, traducción de Alberto Adell.


[Fuente de la imagen: Wikipedia]

Quizás habría sido mejor haber escrito sobre “La niña de los fósforos” en Navidad para así intentar conmover de manera más eficaz por lo menos a los corazones que en esas fechas están más y mejor predispuestos a ser sacudidos gracias a la coraza de ternura fingida que hay que ponerse para arrostrar las reuniones familiares y la generalizada intensificación a la enésima potencia de la estupidez y rencores varios. Pero he releído hoy el cuento, y estamos en octubre.

Recuerdo que de niño el relato me dejó bastante frío. Sí, en el cuento hace frío: es Nochevieja, nieva, la niña está descalza. Imagino que aunque lo leí en una versión diferente, la historia es tan buena que aquel efecto sobre mí se puede considerar un éxito. Volví a leer el texto cuando tenía veinte años. Es una edad muy mala para leer, sobre todo si en ese momento se tiene entre manos el Werther. La historia me pareció cruel y simbólica, llena de crítica social y cánticos al inmaculado reino que no es de este cochino mundo. La postadolescencia es como la postmodernidad: un recrudecimiento decadente de lo inmediatamente anterior.

Ahora veo que el cuento está diseñado con habilidad efectista e incluso con cierto arte: la dosificación de la información, el ritmo, el juego de colores, la retórica de los contrastes. Y también veo que la historia me parece repugnante: la moral, el culto a la muerte, la moralina, el sermón, la resignación como mensaje de un premio futuro, el cálculo, la trastienda crítica de la teodicea, el dolor sin fuerza, el cerebro anémico. Si es un cuento para niños, miedo dan los adultos en los que se convertirán los que lo hayan leído de pequeños con el corazón tembloroso y con el mismo corazón de callo como gelatina todavía tiemblen de emoción al leerlo pasada la infancia.

Y disculpen (o celebren) que me vaya tan pronto: voy a por un tratado de geometría.