Contaba Diógenes Laercio, nostálgico bienhumorado, que Sócrates no se
había reconocido en los diálogos platónicos y que a su autor lo había tildado
de mentiroso. La verdad es que se diría que Sócrates se las ingenió para quedar
oculto en el que nada se sabe, pretendiendo hacer así, una vez más, de su vida
el ejemplo de su prédica.
Eso es lo que Sócrates afirma
en su apología: según él, la defensa de su inocencia la había hecho durante
toda su vida a través del ejemplo. ¿Y qué había hecho Sócrates durante su vida?
¿Y cómo se revela esto ante la muerte? La Apología
de Platón nos muestra a un Sócrates altivo que aprovecha que todo el mundo lo
escucha para definirse y para definir a los demás: él cumple la misión que los
dioses le han encomendado, que no es otra que reducir el saber al no saber y
desenmascarar a los que mienten y se equivocan, heridos en su orgullo por Sócrates,
de quien ahora, por fin, se vengan y del que se libran. Este Sócrates platónico,
público y literario, es el Sócrates irónico y sofista, aunque lo niegue, que se
sirve de la lógica como de un juguete para construir discursos aparentemente
coherentes que, en última instancia, dejan al perplejo otro sin palabras o con
la palabra de Sócrates en la boca.
Esta imagen queda matizada por
la Apología de Jenofonte, que nos
muestra a un Sócrates en privado. Ante este Sócrates cabe preguntarse si el filósofo
era honesto tanto en público como en privado, o bien era uno en público y otro
en privado, o bien representaba un papel que acabó creyéndose (o que terminó
por tener que asumir constantemente desde el momento en que era consciente de
que todo lo que hiciese y dijese pasaría a la posteridad) de manera que no podía
dejar de actuar como lo que ya era: no Sócrates, sino el personaje socrático.
Sócrates intentó defenderse.
De eso no cabe duda. Esto puede significar que intentó dejar claro quién era
frente a lo que consideraba una calumnia y una venganza que venían de lejos, y
que esta defensa no se realizaba con un fin práctico, para evitar una pena,
para conseguir una pena menor o para ser declarado inocente. También puede
significar que durante el proceso Sócrates fue calculando las probabilidades
que tenía de salir bien librado, que por eso empezó mostrándose altivo, sin preocuparse
del efecto sobre los jueces y afirmando que no estaba dispuesto a vivir a
cualquier precio, que de ahí pasó a sopesar la posibilidad de evitar la pena de
muerte y destierro, y que cuando vio que no podría librarse de la pena máxima,
y encontrando en su fuero interno el argumento de su vejez e inminente
decrepitud, persistió de cara al público en el papel de digno filósofo que al
no saber nada de la muerte no puede temerla ni desearla y que al saber que la
vida humana no merece ser vivida al precio de perder el honor (esa síntesis de razón
que no puede mentir(se) y de libertad que no admite más amo que las infalibles
leyes de los dioses, lo que iguala razón y libertad), hizo de la necesidad
virtud y de la circunstancia, ocasión propicia para aparecer hasta el último
momento como quería seguir siendo en su ausencia: un sabio que profetiza su
presencia tan molesta como la verdad que afirma que nada se sabe, y su
presencia como un mal que convertirá a los que quedan en pusilánimes víctimas
de todos los vicios.
En cualquier caso, seguimos
con Sócrates a cuestas porque Sócrates (como vieron Kierkegaard y Nietzsche,
por ejemplo) más que un continuo problema es un enigma que permanece para
recordarnos que existen los enigmas sin solución. Porque, al fin y al cabo,
representase o no un papel, Sócrates dedicó buena parte de su vida a no
cuidarse de y a sí mismo, y ante la muerte obró de manera que la vida ya no
puede vanagloriarse de ser el valor por excelencia. Y este es el enigma de Sócrates:
Si la vida no se sabe si es un juego pero sí se sabe que no es lo que más vale,
¿quiere esto decir que hay algo que vale más o, quizá, que nada vale nada?
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