jueves, 18 de abril de 2013

Con Sócrates a cuestas


Contaba Diógenes Laercio,  nostálgico bienhumorado, que Sócrates no se había reconocido en los diálogos platónicos y que a su autor lo había tildado de mentiroso. La verdad es que se diría que Sócrates se las ingenió para quedar oculto en el que nada se sabe, pretendiendo hacer así, una vez más, de su vida el ejemplo de su prédica.

Eso es lo que Sócrates afirma en su apología: según él, la defensa de su inocencia la había hecho durante toda su vida a través del ejemplo. ¿Y qué había hecho Sócrates durante su vida? ¿Y cómo se revela esto ante la muerte? La Apología de Platón nos muestra a un Sócrates altivo que aprovecha que todo el mundo lo escucha para definirse y para definir a los demás: él cumple la misión que los dioses le han encomendado, que no es otra que reducir el saber al no saber y desenmascarar a los que mienten y se equivocan, heridos en su orgullo por Sócrates, de quien ahora, por fin, se vengan y del que se libran. Este Sócrates platónico, público y literario, es el Sócrates irónico y sofista, aunque lo niegue, que se sirve de la lógica como de un juguete para construir discursos aparentemente coherentes que, en última instancia, dejan al perplejo otro sin palabras o con la palabra de Sócrates en la boca.

Esta imagen queda matizada por la Apología de Jenofonte, que nos muestra a un Sócrates en privado. Ante este Sócrates cabe preguntarse si el filósofo era honesto tanto en público como en privado, o bien era uno en público y otro en privado, o bien representaba un papel que acabó creyéndose (o que terminó por tener que asumir constantemente desde el momento en que era consciente de que todo lo que hiciese y dijese pasaría a la posteridad) de manera que no podía dejar de actuar como lo que ya era: no Sócrates, sino el personaje socrático.

Sócrates intentó defenderse. De eso no cabe duda. Esto puede significar que intentó dejar claro quién era frente a lo que consideraba una calumnia y una venganza que venían de lejos, y que esta defensa no se realizaba con un fin práctico, para evitar una pena, para conseguir una pena menor o para ser declarado inocente. También puede significar que durante el proceso Sócrates fue calculando las probabilidades que tenía de salir bien librado, que por eso empezó mostrándose altivo, sin preocuparse del efecto sobre los jueces y afirmando que no estaba dispuesto a vivir a cualquier precio, que de ahí pasó a sopesar la posibilidad de evitar la pena de muerte y destierro, y que cuando vio que no podría librarse de la pena máxima, y encontrando en su fuero interno el argumento de su vejez e inminente decrepitud, persistió de cara al público en el papel de digno filósofo que al no saber nada de la muerte no puede temerla ni desearla y que al saber que la vida humana no merece ser vivida al precio de perder el honor (esa síntesis de razón que no puede mentir(se) y de libertad que no admite más amo que las infalibles leyes de los dioses, lo que iguala razón y libertad), hizo de la necesidad virtud y de la circunstancia, ocasión propicia para aparecer hasta el último momento como quería seguir siendo en su ausencia: un sabio que profetiza su presencia tan molesta como la verdad que afirma que nada se sabe, y su presencia como un mal que convertirá a los que quedan en pusilánimes víctimas de todos los vicios.

En cualquier caso, seguimos con Sócrates a cuestas porque Sócrates (como vieron Kierkegaard y Nietzsche, por ejemplo) más que un continuo problema es un enigma que permanece para recordarnos que existen los enigmas sin solución. Porque, al fin y al cabo, representase o no un papel, Sócrates dedicó buena parte de su vida a no cuidarse de y a sí mismo, y ante la muerte obró de manera que la vida ya no puede vanagloriarse de ser el valor por excelencia. Y este es el enigma de Sócrates: Si la vida no se sabe si es un juego pero sí se sabe que no es lo que más vale, ¿quiere esto decir que hay algo que vale más o, quizá, que nada vale nada?

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