“La llave de oro”, cuento de
los hermanos Grimm, es muy sencillo: en invierno, un niño para coger leña;
tiene frío y antes de regresar a casa decide hacer un fuego, para lo que se
pone a apartar la nieve. Entonces encuentra una llave de oro y se dice que lo más
probable es que haya también una cerradura: sigue buscando y encuentra un
cofrecillo. Le cuesta encontrar la cerradura y hacerla girar, y el narrador nos
dice que hemos de esperar a que termine de hacerlo para que el niño pueda abrir
el cofre y, así, nosotros podamos conocer qué contiene. Fin del cuento.
Nos quedamos sin saber qué
contiene el cofre. Quizá tenemos la sensación de que falta el final, o,
incluso, de que se nos ha tomado el pelo porque quedamos frustrados,
insatisfechos. El lector está acostumbrado a leer obras que se ciñen al esquema
ignorancia/incertidumbre/confusión – conocimiento/resolución. En estos casos,
el escritor prepara el cofrecillo, la llave, la cerradura, las vueltas a la
llave y también la mirada del lector, mirada que o bien descubre lo que hay o
bien decide qué es lo más probable que sea lo que hay.
Este cuento, sin embargo, ni
siquiera presenta un final abierto, sino la pura indeterminación: la mirada no
puede resolver el enigma porque no hay un esquema ignorancia-conocimiento. Ya
que solo hay ignorancia, el lector no puede asomarse al interior del cofrecillo
para saber o decidir, por decirlo de alguna manera, si se trata de onda, partícula,
y entonces de qué partícula, o de nada de nada. También resulta absurdo que
siga esperando a que el niño termine de hacer girar la llave, pues el cuento se
ha acabado.
La llave de oro de la
indeterminación es la ignorancia sostenida, absoluta. Y “La llave de oro” de
los hermanos Grimm es una lección de literatura.
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