El 5 de abril asistí a un concierto de lieder en la Fundación
Juan March de Madrid (http://www.march.es/Recursos_Web/Culturales/Documentos/Conciertos/CO4308.pdf).
Elizabeth Watts, soprano, y Roger Vignoles, piano, interpretaron piezas del Italianisches Liederbuch de Wolf y Der Krämerspiegel de Strauss en su
integridad. La obra de este último, un ataque frontal a los editores, me vendrá
de maravilla para mi planeada entrada Editores,
mierda, etc. Ya llegará. Pero yo asistí al recital para cumplir el sueño de
escuchar en vivo obras de Hugo Wolf, de quien disfruto en grabaciones desde que
tenía dieciocho años.
Muertos Fischer-Dieskau, la Schwarzkopf
y Gerald Moore, no podía desear nada mejor que a la expresiva Watts y al
virtuoso Vignoles introducidos, espléndidamente, por una hora de presentación
de Luis Gago (quien aleccionó al rebaño sobre cuándo reír). Hay sueños que se
cumplen y no desilusionan. Sin necesidad de seguir las letras en el folleto y
sin saber más alemán que un dóberman, pude tararear cada canción al tiempo que
repasaba los pasados veinte años de mi vida.
Hay un placer que llega
suavemente con una intensidad inconmensurable y que tiene sus raíces en el
reencuentro. Y uno puede hablar de estas cosas, es decir, de uno mismo, cuando
está solo, porque ¿de qué se va a hablar en la soledad? Así que hablaré de un
placer inusitado y superior a Hugo Wolf. Recorría yo la calle de Castelló, en pleno
barrio de Salamanca, cuando me hicieron ver que mejor haría en seguir la
paralela, Núñez de Balboa. Y eso hice. Y seguí y seguí hasta que vi, en la otra
acera, un Simply. Entonces sonreí. Sonreí como si ya hubiese escuchado a Wolf, como
si ya no hiciese falta ir al concierto, sonreí con la convicción de que uno no
es de donde nace ni de donde pace.
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