WITTGENSTEIN, Ludwig. Aforismos. Madrid: Austral, 2013.
Traducción de Elsa Cecilia Frost.
George Henrik von Wright
afirma haber dejado fuera de esta selección de aforismos (1914-1951) aquellos
de índole puramente personal, privada. Afortunadamente, la poda se hizo con
buena mano, pues quedan aquellos en los que Wittgenstein se describe en relación
al filosofar, y esto no resulta baladí cuando él mismo insiste en la intimidad
que guarda la manera de ser (temperamento, ánimo, carácter, talento, genio,
instinto) con la filosofía. Más que para conocer mejor al filósofo, que también,
sirven estos aforismo para entender mejor su filosofía.
Así, Wittgenstein se nos
presenta como alguien que no se deja influir con facilidad (p. 33) y que
tampoco desea ni ser imitado ni dejar una escuela (p. 117). El filósofo, por lo
tanto, busca la originalidad como naturalidad (“¡No te dejes llevar por el
ejemplo de los otros, sino por la naturaleza!”, p. 91), como ahondamiento en sí
mismo. Y este filósofo en particular (tan influido y, pensamos, en cuanto que
judío y homosexual, castigado por Weininger), duda de su genio y se declara un
mal pintor (p. 148), un pensador inconstante (pp. 72-3) y débil (p. 13),
alguien que se dedica a “balbucear” (p. 58) y a realizar una tarea, que se
presenta como modesta pero imprescindible, de aclarado (p. 59): se buscan las
metáforas que adviertan de las trampas en el camino. En cada frase, se juega el
todo (p. 42).
El filósofo, como todos, está
en constante lucha con el lenguaje (p. 48), un lenguaje que permanece idéntico
a sí mismo “y nos desvía siempre hacia las mismas preguntas” (p. 53), hacia “la
inmensa red de caminos equivocados transitables” (p. 57). En este sentido, el
lenguaje filosófico “está ya, por así decirlo, deformado por zapatos demasiado
estrechos” (p. 91). La solución será lo más difícil: “asentar la nueva manera
de pensar. Una vez que esta queda asentada, desaparecen los viejos problemas, y
hasta resulta difícil volver a aprehenderlos. Pues residen en la forma de
expresión” (p. 100).
Si el lenguaje nos engaña, y
si se acaban haciendo trucos con la lógica (p. 67), entonces “El pensamiento
está ya agotado y no puede utilizarse más” (p. 56). ¿Qué se puede hacer,
entonces: qué decir y cómo decirlo, si es que decir algo tiene más sentido y es
más valioso que guardar silencio? Aunque Wittgenstein reniege del Tractatus, cambie el espacio lógico por
los juegos del lenguaje, afirme que palabras son hechos (p. 97) y que el
lenguaje no es más que una reacción (p. 76-7), una recreación, no hay recreación
tan simple que no sea, a la postre, una creación.
¿Se habla sobre el silencio? “Lo
inefable […] proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado
lo que yo pudiera expresar” (p. 55). ¿Y qué expresar? Porque “En el arte es difícil
decir algo que sea tan bueno como no decir nada” (p. 64). Si incluso la reflexión
filosófica más profunda y sofisticada descansa sobre una base instintiva (p. 135),
entonces “El trabajo filosófico […] consiste, fundamentalmente, en trabajar
sobre uno mismo” (p. 55). Y este trabajo sobre la propia comprensión hacia un
nuevo pensar que no caiga en las trampas del lenguaje no es otra cosa que la
creación, el poetizar: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la
filosofía al decir: de hecho, sólo se debería poetizar la filosofía” (p. 66).
Es este poetizar lo que se ha
olvidado en la actualidad, desde hace mucho tiempo: “Los hombres de hoy creen
que los científicos están ahí para enseñarlos, los poetas y los músicos para
alegrarlos. Que estos tengan algo que
enseñarles es algo que no se les ocurre” (p. 85). Seguir utilizando el
lenguaje heredado y manoseado impide ver claro y llegar al fundamento, a la
oscuridad, y, así, da igual hablar de Dios que de los objetos (p. 153):
arañamos superficies que ni son lo que parecen ni parecen lo que son.
El filósofo ha de ir al
fundamento de lo real y del lenguaje para no tropezar constantemente consigo
mismo, con el viejo “yo”, con su ceguera. “Continuamente se olvida el ir al
fundamento. No se pone el signo de interrogación lo bastante profundo” (p. 120). Así que no queda
otra opción: “Al filosofar hay que bajar al viejo caos y sentirse a gusto en él”
(p. 123). Y no es otra cosa lo que Wittgenstein llevaba haciendo desde el
principio, lo que supone su filosofía como fundamento de los títulos y puntos
de vista de sus obras: “Para mí, por el contrario, la claridad, la
transparencia es una fin en sí. No me interesa levantar una construcción, sino
tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posible” (p. 42).
Wittgenstein, que ya había
sido consciente de la “extraña semejanza de una investigación filosófica […]
con una estética” (p. 68), confiesa, cerca del fin, que “Los problemas científicos
pueden interesarme, pero nunca apresarme realmente. Esto lo hacen sólo los
problemas conceptuales y estéticos” (p. 144). El genio, a pesar de sus dudas,
reconoce al instante la necesidad de ir al fundamento y dónde se encuentra este
fundamento: si lo que es está viciado por cómo se piensa y se dice, habrá que
ir a la posibilidad de todo ser, y si lo que explora lo posible es el poetizar
no como acto comprensivo y aprehensivo, sino como realización de lo posible que
trae al ser y sobre lo que, a posteriori, se puede intentar reflexionar (como
se puede pensar en los sueños y en los juegos de los niños aunque lo único
verdadero y con sentido sea soñar y jugar como un niño), entonces el método del
filósofo ha de parecerse lo más posible (si no puede llegar a serlo) al
poetizar, de ahí que se afirme que “Nada es más importante que la formación de
conceptos ficticios, que nos enseñarán a entender los nuestros” (p. 137), y que
“Sólo cuando se piensa mucho más locamente que los filósofos se pueden resolver
los problemas” (p. 139).
Todo esto nos lleva a recordar
el giro dado por el “segundo” Heidegger tras su declaración del final de la
filosofía y de la necesidad de un nuevo pensar. Y, sobre todo, nos lleva a
recordar a Nietzsche, a quien Wittgenstein no cuenta entre los que más le
influyeron y que, sin embargo, parece estar riéndose escondido detrás de cada
frase del filósofo, como un irónico anciano que observa divertido cómo un niño
juega muy serio con los viejos objetos que él hace tiempo usó para llegar a
cosas más nuevas. Y, aunque parezca marginal, a este respecto hay que decir que
apenas hay aforismos en esta recopilación, sino, más bien, pensamientos
expresados con brevedad (lo que no es lo mismo), y que ninguno alcanza, ni de
lejos, la calidad de los aforismos del viejo Nietzsche.
Wittgenstein pensaba que no se
ve lo que se es, sino lo que se tiene, y que, por lo tanto, lo que se tiene sería
una metáfora de lo que se es, y si se llega al conocimiento de lo que se es,
sería a través de una metáfora, lo que representa su completa filosofía desde
el Tractatus hasta las Investigaciones, a pesar de lo
superficial de la idea o de su falta de trascendencia y, sobre todo, a pesar de
las apariencias, es decir, de lo visto al detenerse el filósofo a explorar y
agotar una perspectiva concreta. Al final, es imposible no buscar el
fundamento, salirse del origen, remontar el caos de lo posible si no es no ya
pensando, sino creando. De uno a otro Wittgenstein hay un filósofo que le y nos
recuerda: “El saludo de los filósofos entre sí debería ser: «¡Date tiempo!»”
(p. 145).
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