Nada hay más tranquilizador
que el dogma del azar introducido por la ciencia como explicación de lo que no
puede explicar y como sustituto de la confesión de ignorancia. Este dogma, que
desde hace casi doscientos años se ha convertido en materia de fe, es decir, en
una estructura gnoseológica que de manera acrítica se aplica a los fenómenos
para no pensar sobre ellos (como durante siglos en Occidente funcionó el dogma
religioso), que no es otra cosa que el dogma del sinsentido, del absurdo,
cumple una función vital: da paz a las conciencias, las tranquiliza y, en última
instancia, hace tan soportable la vida como el dogma religioso que, al
contrario que este, dotaba a la vida de sentido y la hacía igual de soportable.
A la postre, tanto la solución del absurdo científico como la del sentido
religioso provocan las mismas consecuencias y, me atrevería a decir, estadísticamente
en la misma proporción.
Desde el momento en que la
vida del hombre es, básicamente, tiempo, conocimiento y el otro(yo), no queda más
remedio que concluir que la vida se compone de destrucción, inutilidad y
estupidez. El tiempo nos estructura en fragmentos: una vez en el tiempo,
estamos rotos en pasado, presente y futuro. Y no solo aparecemos ya en la
ruptura, sino que vamos siendo inexorablemente destruidos. La vida del hombre,
así, no encuentra otro quehacer esencial que vérselas constantemente con su
sustancia como ignorancia acerca del pasado, el presente y el futuro: la
estructura del tiempo lo condena a la memoria y a la predicción como
inevitables modos de vivir la vida en cuanto que conocimiento y, paradójicamente,
salida de la ignorancia que es. El conocimiento es inútil como solución al
tiempo porque reproduce, con su estructura interna de no saber-saber, la
estructura del tiempo. Por su parte, el otro no deja de estar ahí esencialmente
como uno mismo: si uno nunca sabe quién es y aplica el pensamiento para tratar
de saberse, el otro es la proyección de la propia conciencia, es otro yo del
que se sabe que piensa pero se ignora qué piensa. Al otro solo se le puede
tratar como a uno mismo: se le intenta conocer y en la mayor parte de los casos
se acaba sabiendo que su ignorancia no solo es imponderable, sino que está
enferma del mal de la falta de lucidez.
Por lo tanto, la vida es
destrucción, inutilidad y estupidez. Y si es esto, la vida es el infierno, pues
no parece imaginable una tortura semejante ni más cruel que este nacer roto
para ser destruido en medio de estúpidos sin llegar a nada porque lo único que
se puede saber es que nada se sabe y ese conocimiento es inútil para hacer de
la vida algo que no sea un infierno. Y esta es la cuestión. Si uno fuese
religioso, tendría que ser budista, pues no hay infierno peor que la vida y el
mundo, así que la amenaza de un tormento eterno en la otra vida sería un
castigo risible, pues el mero hecho de ser eterno eliminaría el tiempo y la
tortura sería menor. Pero si es budista tendría que admitir que este infierno
sigue un orden moral, tendría un sentido, y es precisamente este estar dotada
de sentido la realidad lo que convierte la vida en un infierno. En el fondo, la
religión impide que la conciencia se tranquilice con facilidad porque el
infierno ha sido creado y tiene sentido. Y esto es bastante molesto.
Así pues, solo la ciencia con
su dogma del azar y el absurdo consiguiente aporta paz y tranquilidad a las
conciencias: el mundo carece de órdenes inherentes, tanto físicos como morales,
y, por consiguiente, es solo un juego de formas regido por aleatorios choques
de fuerzas. La conciencia diseñada por la ciencia, igual que la diseñada por la
religión, puede decirse: “Esto es así. No hay nada más que pensar. La vida se
vive”. La conciencia queda adormecida por una solución que no soluciona nada,
como cerrar los ojos no elimina lo horrible pero consigue que lo horrible no
moleste a los sentidos.
Sin embargo, decir que la vida
(se) vive es incompleto: la vida (se) vive y
(se) piensa. Es esto último lo que establece órdenes de valor que, por mucho
que se cierren los ojos y se mienta, obran de manera implacable como pesadillas
que de vez en cuando aparecen para recordarnos qué es el infierno. El papel que
juega el otro(yo) en todo esto no es más que el de catalizador de posibilidades
del pensar, pues no es cierto que la felicidad haga que no se piense y que la
vida se viva en una especie de flujo “natural” y paradisíaco, sino que hace que
se piensen posibilidades que no se piensan cuando el otro(yo) hace que nos
enfrentemos constantemente con el infierno a través de su estupidez.
Que la ciencia, como nueva
religión, es decir, como la última fábrica conocida de consuelo, aporte paz al
mundo a través del sinsentido, es algo que se les pasó por alto a los
existencialistas, pues no hay nada más alejado del absurdo que la angustia. De
ahí que haya que revisar buena parte de la filosofía desde Kierkegaard hasta el
presente para librar de conclusiones erróneas a las conciencias que hoy en día las
heredan y manejan como dogmas que les impiden dormir hasta el coma absoluto.
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