La creación reducida a arte y
el arte reducido a diseño terminan no ya en arte-factos, sino en meras cosas
que impactan la sensibilidad a través de la risa y la sorpresa para llamar y
mantener la atención del gusto.
La fórmula es, pues, atraer la
atención mediante la sorpresa y mantenerla mediante el humor: de la ya vieja
categoría estética de lo interesante se ha pasado a la contemporánea de lo
agradable, de lo agradable para un tipo de gusto: el de quien tiene interés en
esa producción de cosas llamada cultura y posee el dinero suficiente para
adquirirlas.
A este tipo de consumidor no le
gusta ser confundido con los que no consumen cultura y, al mismo tiempo, durante
unos instantes suelen ser conscientes de lo ridículo de su pose respecto al
lugar que ocupan sus cosas diseñadas en relación con la vieja tradición
cultural y con la atemporal creación . Por lo tanto, este gusto necesita la
sofisticación como contraste con lo último en aparecer (es decir, como ingenio),
y el grano de sal de la autocrítica como “fina” ironía que se aplica como una
sanguijuela sobre la propia pose.
Caduca la noción de novedad,
esta, inevitable en el proceso de venta de la producción de cultura, ha de
publicitarse con la ironía picoteando sobre el ingenio. Por lo tanto, el humor
pasa a delatar no ya la falta de seriedad, sino la incapacidad para la
seriedad, y esto, a su vez, delata tanto la conciencia de los propios límites
como la imposibilidad de abandonar la pose que se sostiene sobre el siguiente
argumento: “Me gusta esta cosa. Ya sé que es una cosa y sé qué significa, ¿y qué?
Podría no gustarme y podría no saberlo, y eso sería peor. En realidad, no hay
otra posibilidad, ¿verdad?”.
Ahora bien, nada de todo esto
decreta el fin y la muerte ni de la tradición ni de las realidades y categorías
que la definen. Más bien, no dice nada de todo eso porque se queda infinitamente
lejos por mera impotencia, como alguien que hace maquetas de trenes se queda
infinitamente lejos de conducir una locomotora.
En esencia, lo que sucede es
que la cosa ingeniosa e irónica ocupa el espacio que ha abierto el “sensacionismo”
de la ciencia como espurio criterio de inteligencia cuando falta la
inteligencia. En un tiempo y un lugar en el que no brilla la inteligencia que
dice no lo que es ni lo que fue, sino lo que será, queda la ciencia con sus descripciones
de lo que es disfrazadas de fórmulas que predicen qué sucederá. A la sombra de
esta sombra, el Zeitgeist da a luz
cosas que no llegan ni a antítesis de arte ni mucho menos de creación.
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