CHRISTIE, Agatha. El asesinato de Rogelio Ackroyd.
Barcelona: Editorial Molino, 1990. Traducción de G. Bernard de Ferrer.
Hacía más de veinte años que
no leía a la Christie.
Atención a la frase. Es la que
utilizan los acabados. Los acabados que van de guay. Porque no hay acabado que,
estando todavía vivo, no vaya de guay. Los acabados son la ralea más asquerosa
que soporta el mundo. Yo prefiero a un adolescente o a un yonqui, incluso a un
yonqui adolescente. Sobre gustos no hay nada escrito, y sobre cansancio, por
ahora, menos.
Me las doy de viejo cultureta.
Ay que leí mucho hace mucho tiempo… Tiemblo de asco ante mi estupidez vomitiva,
esta indecencia de incapacidad convertida en pseudo cultura.
Pues bien, después de veinte
años vuelvo a leer a la Christie y hago fenomenología de la lectura. Y digo de
la lectura. Así que el prólogo viene bien, ¿o me dirán que no? La paciencia que
hay que tener con uno mismo para llegar a decir la verdad. (Porque para llegar
a la verdad no hace falta nada).
¿Por qué elegí El asesinato de Rogelio Ackroyd? Fácil.
1) Porque no tenía a mano ningún libro más interesante; 2) porque siempre puedo
decir que me consta que los únicos buenos de Agatha Christie, según la crítica,
son este y Asesinato en el Orient Express;
y 3) porque en su momento lo disfruté, incluso me pareció bueno, y ahora no
recordaba el final.
Antes de abrir el libro me
digo que el asesino es el primero en llegar a la escena del crimen. Esto mismo
dice uno de los personajes en la novela. Todo el mundo lo sabe, hasta los
personajes de las obras detectivescas. Por lo tanto, me pongo en guardia contra
este pre-juicio y ya estoy preparado para equivocarme y disfrutar de lo bueno
del volumen. (Otros libros no poseen este encanto, digo el de la fisiológica
emoción de la expectación, como les sucede a las pobres Odisea e Ilíada).
Lo siguiente es leer la “Guía
del lector”. Imprescindible hacerse un lío innecesario con los personajes. Esta
lectura me recuerda que aparecerá la cocaína, una mujer madura que todavía
conserva cierta belleza y que parece guardar un secreto, y una joven pareja que
por amor es capaz de cometer locuras del tamaño de un matrimonio desigual. Por
último, me recuerdo a mí mismo que estos libros ponen el arte tan solo en la
dosificación de la información para mantener la atención y la intriga. Así que
cuento con la información superflua, la información superflua dada para
despistar (cual falsa pista), la información relevante que se me pasará
inadvertida, la información que los personajes (todos sospechosos) ocultan
hasta el final, la información que el detective oculta hasta el final (y que es
imposible que el lector deduzca a partir de lo leído), y la información que el
autor esconde hasta que llega la hora de conocer la verdad. En resumen, me digo
que como falle la ecuación “culpable=primero en llegar a la escena del crimen”,
estoy perdido. Me preparo, entonces, para intentar descubrir los pequeños
crímenes y los trapos sucios del resto de personajes.
Y ya estoy leyendo. Y, por
supuesto, como viejo lector dotado de una estupidez que ha sobrevivido al hecho
de no haberse matado a tiempo, pienso de inmediato que no solamente cualquier
podría escribir un libro como los de la Christie, sino que yo mismo podría
hacerlo y, además, mucho mejor. Y la prueba es que tras apenas tres páginas
tengo una idea genial: estoy completamente convencido de que se me acaba de
ocurrir una trama y un final tan excepcionales que a la pobre Agatha no se le habrán
pasado por el caletre ni en sueños.
En efecto, ¿no sería un golpe
de ingenio que el narrador, el doctor Sheppard, fuese el asesino? Ah, eso sería
metaliteratura de la buena: el autor como dios jugando con el narrador como
demiurgo para urdir una trama técnica acerca de la técnica de tramar: es decir,
sería la escritura de la dosificación de la información sobre la escritura de
la dosificación de la información. Amigos míos, para esto hace falta leer mucho
nouveau roman, y dudo que la buena
señora Christie haya tenido la mala suerte de padecer tanto. Por otra parte,
esta brillante idea no traicionaría la tradicional ecuación.
Soy feliz y cometo el error de
seguir leyendo. Debido a este imprudente acto de soberbia, mi felicidad
disminuye al tiempo que los personajes, incluido el narrador, van dando pistas
acerca del culpable. Angustiado porque me estrangula el orgullo, a falta de
veintiocho páginas del final, intento agarrarme a esto:
“Poirot leyó una lista con
tono importante:
-La señora Ackroyd, la
señorita Flora Ackroyd, el mayor Blunt, el señor Geoffrey Raymond, la señora de
Ralph Paton, John Parker, Elizabeth Russell.
Dejó el papel en la mesa.
-¿Qué significa todo esto? –
empezó Raymond.
-La lista que acabo de leer –
dijo Poirot – incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que
están presentes tuvo la oportunidad de matar al señor Ackroyd”.
¡Muy bien!, me digo como el
moribundo se dice que todavía sigue respirando cuando ya estira la pata. Porque
me doy cuenta de que se habla de sospechosos, pero no se dice que entre los de
la lista se encuentre el culpable…
Me quedaban el pueril orgullo
de haber coincidido con la gran Agatha Christie – cuando la había tachado de
incapaz y cretina, y el nouveau roman.
Nueva chapuza. Dice el narrador:
“Me siento orgulloso de mi
capacidad de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases
siguientes?:
«Habían entrado el correo a
las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por
leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si
olvidaba algo.»
Todo era cierto… Pero suponed que pusiera una
línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien lo
que ocurrió en aquellos diez minutos?” (p. 237).
El mensaje era claro: la
Christie me estaba diciendo: “Pequeño, sigues siendo menos astuto que yo”.
Por lo demás no siento
demasiado haberles revelado la identidad del asesino. ¿Qué importa el final si
el libro es Literatura? Todos conocemos cómo terminan la Odisea y la Ilíada y los
seguimos leyendo y releyendo, ¿no es así?
No hay comentarios:
Publicar un comentario