Como si mi alma estuviese
hipotecada y la tristeza fuese su banco, me embarga esta cada vez que leo El Archipiélago de Hölderlin.[1]
Tanta luz y tanta sombra,
tanta memoria y tanta añoranza, tanta fuerza y tanta desesperanza solo pueden
mantenerse en la superficie de las profundidades. Si los griegos son la
infancia de Europa, eran niños viejos y nosotros, viejos infantiloides.
Duele saber que los dioses
cuidaban por igual de comerciantes y poetas. Duele saber que hay que
acostumbrar el alma a que trate con los que se han olvidado de nosotros y
permanecen inaccesibles a nuestro aliento. Duele saber que antes el sol del día
era el que todo lo transfigura (p.
65) y que habrá que esperar un mañana que nunca ha de venir para que prevalezca sin miedo / el espíritu /
sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca / dicha de los
fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses, / el cambio y el acontecer
(p. 85).
Duele saber que la ciudad era una obra del genio, creación soberana que gusta
sujetarse / con vínculos de amor y cerrarse en grandes formas / que él mismo se
fabrica, sin perder su eterna actividad (p. 75). Duele saber que la vida no
se llenará de sentido divino, que no se recorrerán los senderos por donde antes, / dulcemente conducido por las
esperanzas, subía el hombre / preguntando hacia la ciudad del veraz profeta
(p. 79).
Duele saber que vivimos
rodeados de edificios inteligentes, que vivimos sobre suelo inteligente,
Mas, ¡ay, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en
el Orco,
sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda
infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros (p. 81).
[1] HÖLDERLIN, Friedrich. El
Archipiélago. Madrid: Alianza, 1985. Traducción de Manuel Díez del Corral.
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