domingo, 18 de noviembre de 2012

Álgebra verbal


ARNHEIM, Rudolf. “Los indicadores de los escritores”, en su Ensayos para rescatar el arte. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 62-67, traducción de Jerónima García Bonafé.


A vueltas con qué es escribir, escribir bien, se entiende. Yo no tengo ni idea, pero Rudolf Arnheim parece saberlo. Según él, el escritor ha de atender a las características intrínsecas del lenguaje (un medio conceptual para dar cuenta de lo experimentable: “Escribir entraña, pues, una ocupación inteligente destinada a relatar la esencia de un tema mediante la selección de las palabras que conforman la imagen que tenemos del conjunto”, p. 63 ) y del narrar (en cuanto que exposición temporal de lo simultáneo: “La literatura debe transformar el mundo en una hilera de cosas que aguarden su turno, determinado por el paso del tiempo”, p. 64).

No son malos consejos, pero ser consciente de la materia y el tiempo que se manejan no garantiza que se escriba bien. Arnheim lo sabe y también sabe que seguir precisando significa tirarse de cabeza a esas movedizas y confundidas arenas del mero gusto y el criterio de calidad. Y el crítico se lanza con valentía y choca, claro, contra la cuestión de la forma: “[…] la necesidad de recuperar la tangibilidad sensual que posee la mayoría de las palabras y lograr que las frases funcionen coherentemente en los dos niveles del discurso, a saber, en el nivel conceptual donde las palabras transmiten a nuestra mente una situación que puede verse, escucharse, tocarse u olerse, y en el nivel teórico donde el intelecto ejercita su lógica. […] Sea cual fuere el medio, la buena forma es aquella que pasa desapercibida. […] [Y no] un obstáculo en el camino que debe conducir al lector hasta el texto […] porque el propio escritor o escritora parece atribuir una importancia secundaria al contenido” (p. 66).

No le gusta ver la forma, pero la única forma invisible es la que implica la materia lingüística y el narrar en el tiempo: la intriga y el juego con las expectativas al tener que ir de palabra en palabra y de página en página. Está bien: a quién no le gusta sentir el cosquilleo de las adivinanzas. Pero que esto agote las posibilidades formales literarias es mucho pretender.

A mí la historia, la trama, pueden darme absolutamente igual, y puedo disfrutar con estructuras y formas tanto o más que con una historieta muy humana y tal. Aunque el grado de placer es máximo, por supuesto, cuando lo que se dice y cómo se dice son exactamente lo mismo. Arnheim escribe: “Como resultado de la vaguedad del escritor por el espacio ingrávido de lo que podríamos llamar álgebra verbal, el lector se encuentra con un estrépito de sonidos sordos, simples cáscaras del verdadero alimento” (p. 65). Pero no veo la necesidad de que esto sea siempre un error. Imaginemos que queremos transmitir una realidad fría, distante, extraña, inerte; quizás, entonces, para hacer sentir todo eso nada mejor que ese “álgebra verbal” y una forma cargada de geometría que comunique la mudez y la anestesia de aquello de lo que se habla. ¿Qué está mal en esto? Hace años envié a una editorial un poemario con los fósiles como pre-texto. Lo rechazaron porque los versos eran fríos, distantes, extraños, inertes…

Ahora bien, considero que Rudolf Arnheim sí dice una verdad de naturaleza complejísima (para los que nunca han pensado en el asunto) al afirmar: “[…] aunque se trate de nuestro propio ser y de nuestra actitud ante el mundo, es preciso alejarnos de todo ello para convertirnos en un objeto de la escritura y no en un intruso encarnado en la persona del autor” (p. 66). Esto son palabras mayores que tendrían que tener constantemente presentes tanto los escritores como los lectores.

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