ARNHEIM, Rudolf. “Los
indicadores de los escritores”, en su Ensayos
para rescatar el arte. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 62-67, traducción de
Jerónima García Bonafé.
A vueltas con qué es escribir,
escribir bien, se entiende. Yo no tengo ni idea, pero Rudolf Arnheim parece
saberlo. Según él, el escritor ha de atender a las características intrínsecas
del lenguaje (un medio conceptual para dar cuenta de lo experimentable: “Escribir
entraña, pues, una ocupación inteligente destinada a relatar la esencia de un
tema mediante la selección de las palabras que conforman la imagen que tenemos
del conjunto”, p. 63 ) y del narrar (en cuanto que exposición temporal de lo
simultáneo: “La literatura debe transformar el mundo en una hilera de cosas que
aguarden su turno, determinado por el paso del tiempo”, p. 64).
No son malos consejos, pero
ser consciente de la materia y el tiempo que se manejan no garantiza que se
escriba bien. Arnheim lo sabe y también sabe que seguir precisando significa
tirarse de cabeza a esas movedizas y confundidas arenas del mero gusto y el
criterio de calidad. Y el crítico se lanza con valentía y choca, claro, contra
la cuestión de la forma: “[…] la necesidad de recuperar la tangibilidad sensual
que posee la mayoría de las palabras y lograr que las frases funcionen
coherentemente en los dos niveles del discurso, a saber, en el nivel conceptual
donde las palabras transmiten a nuestra mente una situación que puede verse,
escucharse, tocarse u olerse, y en el nivel teórico donde el intelecto ejercita
su lógica. […] Sea cual fuere el medio, la buena forma es aquella que pasa
desapercibida. […] [Y no] un obstáculo en el camino que debe conducir al lector
hasta el texto […] porque el propio escritor o escritora parece atribuir una
importancia secundaria al contenido” (p. 66).
No le gusta ver la forma, pero
la única forma invisible es la que implica la materia lingüística y el narrar
en el tiempo: la intriga y el juego con las expectativas al tener que ir de
palabra en palabra y de página en página. Está bien: a quién no le gusta sentir
el cosquilleo de las adivinanzas. Pero que esto agote las posibilidades
formales literarias es mucho pretender.
A mí la historia, la trama,
pueden darme absolutamente igual, y puedo disfrutar con estructuras y formas
tanto o más que con una historieta muy humana y tal. Aunque el grado de placer
es máximo, por supuesto, cuando lo que se dice y cómo se dice son exactamente
lo mismo. Arnheim escribe: “Como resultado de la vaguedad del escritor por el
espacio ingrávido de lo que podríamos llamar álgebra verbal, el lector se
encuentra con un estrépito de sonidos sordos, simples cáscaras del verdadero
alimento” (p. 65). Pero no veo la necesidad de que esto sea siempre un error.
Imaginemos que queremos transmitir una realidad fría, distante, extraña,
inerte; quizás, entonces, para hacer sentir todo eso nada mejor que ese
“álgebra verbal” y una forma cargada de geometría que comunique la mudez y la
anestesia de aquello de lo que se habla. ¿Qué está mal en esto? Hace años envié
a una editorial un poemario con los fósiles como pre-texto. Lo rechazaron
porque los versos eran fríos, distantes, extraños, inertes…
Ahora bien, considero que
Rudolf Arnheim sí dice una verdad de naturaleza complejísima (para los que
nunca han pensado en el asunto) al afirmar: “[…] aunque se trate de nuestro
propio ser y de nuestra actitud ante el mundo, es preciso alejarnos de todo
ello para convertirnos en un objeto de la escritura y no en un intruso
encarnado en la persona del autor” (p. 66). Esto son palabras mayores que
tendrían que tener constantemente presentes tanto los escritores como los
lectores.
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