Se preguntaba Cioran por la
posibilidad de la novela: “Sea como fuere, la materia de la literatura se
adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros
ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me
impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los
remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde
establecer el grado exacto de su agonía” (CIORAN, E. M. Adiós a la filosofía. Madrid: Alianza, 1988, p. 67, traducción de
Fernando Savater).
Si él dudaba, habrá que seguir
dudando hasta que llegue algún experto de la talla del filósofo. Mientras
tanto, podemos fantasear con las palabras del propio Cioran. Porque en ese
librito recopilatorio leemos “[…] la novela, cuya función, mérito y única razón
de ser es realizar pastiches del infierno” (ob. cit., p. 59). Por lo tanto, la
novela funcionaría cuando es un espejo más bien pobre de la realidad en la que
nos encontramos: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del
cual es un milagro” (ob. cit., p. 135). Ahora bien, si hacemos caso de Cioran y
descendemos en su jerarquía de mentiras, presidida por la vida y seguida de
inmediato por el amor, diríamos que a continuación viene el arte. En este
sentido, la novela no sería un espejo, sino un fragmento de la ficción de estar
vivo y apasionado, condición para seguir aquí: “Estar engañado o perecer: no
hay otra elección” (ob. cit., p. 100). Si la vida es una ficción y una ilusión,
no se puede vivir sin ficciones ni ilusiones; algo que ya había repetido
Nietzsche hasta la saciedad.
La novela, el arte en general,
haría, pues, las funciones de una meta-ficción, de una ficción que no quiere
pasar por otra cosa que ficción y que por eso puede hacer saber y sentir mejor
que nada la nada de la ilusión de vivir las ilusiones de la vida. Si “el amor
adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor” (ob. cit., p.
111), por su parte “la lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por
incapacidad de amar, se desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos”
(ob. cit., p. 90). El arte, la novela, es un ejercicio de ficción lúcida y, por
lo tanto, pone su amor en ese desinterés y esa indiferencia del conocimiento
que reflexiona sobre sí mismo.
¿Cuál es el problema? Podría
ser que la conciencia supusiese un anquilosamiento, un envenenamiento, una
muerte lenta, agónica. La conciencia como lucidez, como inteligencia, como un
ojo que se observa a sí mismo y que al hacerlo fuese quedándose ciego. “El
fenómeno moderno por excelencia está constituido por la aparición del artista inteligente” (ob. cit., p. 55).
Este artista inteligente no saldría del taller y escribiría lo que sucede allí:
sobre las herramientas, sobre las condiciones de trabajo, sobre el proceso
creativo, sobre las posibilidades combinatorias, sobre la palabra y el
silencio, sobre la escritura, sobre nada. Y, según Cioran, hacer esto está
bien, como está bien dar cuenta de la nada, pero si la novela es arte, se
pregunta el filósofo, ¿para qué no dejarlo en una sola vez, para qué repetir
constantemente ese ejercicio de adelgazamiento, de apenas nada, de sacar a la
luz el mero esqueleto una y otra vez? ¿Será por falta de imaginación, por falta
de temas? ¿Será, quizás, por aquello de la muerte de los mitos, por eso no de
la muerte del hombre sino de las ficciones del hombre; será porque la lucidez agosta
y la verdad mata y, en realidad, esto que se llama postmodernidad y que aparenta
ser época de nuevos y ciegos bárbaros es el siglo de los neones cegadores y de las
pantallas que no permiten cerrar los ojos, siglo de máxima visión?
En cualquier caso, la escritura
no deja de iluminar aquello que se puede saber: “El verdadero saber se reduce a
las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue
de los animales y de nuestros semejantes” (ob. cit., p. 141). Y siempre tendremos
motivos para no dormir, para escribir o callar.
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