sábado, 4 de septiembre de 2010

Claudel y Kafka. (2006) Fernando Arrabal (1932-) y Ruth Reichelberg (1942-2006)

ARRABAL, Fernando & REICHELBERG, Ruth. Claudel y Kafka. Zaragoza: Libros del Innombrable, 2006.











Arrabal y Reichelberg enfrentan dialécticamente a Kafka y Claudel en esta breve obra teatral. El escenario: el Paraíso, donde ambos se encuentran tras su muerte (“Todo es posible, incluso el Paraíso”, alegan los autores citando a Kafka en la introducción, hablando del teatro (p. 69)). Es un Paraíso bastante mundano, esto es innegable: los celestiales difuntos pasean, dialogan, comentan e incluso protestan. Amigos, amantes y familiares de los protagonistas se acercan y cuestionan, ampliando nuestro campo visual en torno a la pugna dialéctica establecida entre un ferviente cristiano (Claudel), defensor a ultranza de fe y virtudes, y un judío errante (Kafka), siempre en pos de una huidiza verdad que intuyó como pocos. Claudel critica la dependencia de Kafka respecto a su familia, los ataques hacia su padre, su incapacidad para concluir tarea alguna, su pesimismo, sus extravagancias literarias. Kafka se defiende con aplomo y ataca a su vez: ¿cómo es posible que un casto cristiano se viera arrastrado por las más bajas pasiones carnales y se enamorase de una mujer casada, madre de cuatro hijos, a la que persiguió por medio mundo cuando ella lo abandonó?, ¿cómo puede llamarse prístina y transparente una obra que contradice toda una vida?, y, sobre todo, ¿cómo es posible que alguien, apelando al amor fraternal, entierre en vida a su amadísima hermana en un manicomio durante treinta años, hasta su muerte, y pasar diecisiete años sin visitarla siquiera?, ¿puede un hermano defender los insultos que le dedicaba por enamorarse de Rodin y entregarse a él, y alegar que la encerró para salvar su alma?

Kafka supera con creces a su contrincante, su victoria es implacable. Nada puede hacer Claudel con todos sus “sólidos” argumentos basados en el amor cristiano, que a la postre resulta ser absolutamente mundano: quizás no fue otro motivo que los celos de la superioridad de su hermana lo que lo indujeron a encerrarla y restringir todo contacto humano con ella, quizás fuera “puro” amor prohibido y carnal hacia ella lo que le atormentaba (Kafka apela a la coincidencia del segundo nombre de Camille, Rosalie, con el de su amante Rosalie Wetch (p. 32)).

El inseguro Kafka, el inconcluso, siempre en pugna consigo mismo, nos convence, como convence a tantos otros residentes de las alturas (Einstein, Camus, Walter Benjamin, Sartre, André Bretón), que se refieren a él con admiración en sus celestes paseos. “Lo más estrambótico es que sus escritos se hayan convertido en panacea o estandarte de lo absurdo. Todas las teorías o ideologías se han refugiado en el arca de su obra”, apostilla Claudel (p. 63), en un último intento. Y quizás él mismo encuentra la respuesta al citar a Walter Benjamin refiriéndose a Kafka: “En su oración natural del alma- la atención- incluyó a todas las criaturas” (p. 64).

Nada peor puede argumentar Kafka a Claudel que “No ha cambiado usted. Permanece igual de sereno y convencido que el primer día que le vi” (p. 65), para añadir páginas después: “Yo siempre escribí en un laberinto concéntrico: la duda. Pero usted…” (p. 67). Porque a Kafka siempre le “faltaba algo… como un uniforme oficial” (p. 56).

No hay comentarios:

Publicar un comentario