Dentro de no demasiado tiempo esperamos poder iniciar una serie de textos sobre (y a raíz de los) diarios, entre los que se encontrarán los de Kafka, Musil, Thomas Mann, Montaigne, Goethe, Gide, Amiel, La Rochelle y Sánchez Ostiz entre otros.
Comenzará la serie con una introducción en la que se facilitará la bibliografía utilizada para la elaboración de los escritos así como una “justificación” por la elección de este tipo de escritos autobiográficos (en lugar, por ejemplo, de memorias, confesiones o epistolarios), así como una visión panorámica, en la medida de nuestras posibilidades, de este género.
El objetivo del texto introductorio no será tan sólo la presentación de la futura serie de artículos, sino, también, una invitación para que los lectores añadan títulos e impresiones en sus comentarios con el fin de enriquecer el conocimiento mutuo sobre esta materia.
Hoy, para empezar, incluimos los primeros fragmentos de un texto inédito de Roberto Vivero, titulado Cáncer de piel, escrito en 2008, que da cuenta del interés que desde hace tiempo mantenemos en este tipo de literatura. La idea no es incluir todo el relato breve (unas cuarenta y cinco páginas Word), salvo que los comentarios nos inviten, con mucho gusto por nuestra parte, a lo contrario.
Agradecemos profundamente su seguimiento y paciencia.
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CÁNCER DE PIEL
1.
-Sí.
Nos miramos. Estuve tentado de disimular, de decir palabras que no sentía ninguna necesidad de añadir, como si yo fuese un reo al que acababan de comunicarle su sentencia de muerte y se esperase de mí una reacción coherente con mis culpas: desesperada, o furiosa, o por lo menos de incredulidad: algo que decir en defensa propia. Pero ¿qué alegar en mi caso? Como en el caso del condenado, la pena había aparecido hacía tiempo, aunque no en forma de crimen, culpa, persecución y juicio, sino bajo la apariencia de dolor, síntomas y examen. Tan ridículo me parecía un condenado que se derrumbara ante la sentencia, de cuyo proceso de cristalización ha sido el más preclaro testigo, como el paciente al que se le diagnostica una enfermedad fatal, incurable, y se viene abajo.
Lo único que sentía allí sentado frente a la doctora, separada de mí por la mesa sobre la que me había expuesto la partida de nacimiento de mi recién estrenado cadáver, era impaciencia. La mujer tendría cincuenta años; habría comunicado este tipo de noticias en más ocasiones de las que probablemente podía recordar: yo sabía que no sentía pena por mí, ni, por supuesto, todo lo contrario. La doctora era una profesional, así que no sentía nada porque estaba demasiado ocupada calculando con mis microscópicas expresiones la reacción que tendría que arrostrar. Me dijo: “Nos tememos que se han confirmado las peores sospechas”, y yo respondí: “Sí”. Y nos miramos, en silencio, ella a la espera, yo sin nada que esperar, pues ya lo había pensado todo.
Se estaba impacientando, me di cuenta. Entonces sí que estuve a punto de compadecerme de la doctora. ¿Debería llorar? ¿Tendría que desmayarme? ¿Sería mejor preguntarle por los detalles técnicos? No quería que se sintiese mal por mi culpa, por culpa de mi pasividad, de la inexpresión que no le permitía calcular y que la dejaba desnuda en la inhóspita compañía de un muerto viviente, a solas con la posibilidad de su conciencia, ese yermo del que, milagrosamente, brotan los sentimientos. Me estaba preocupando seriamente por ella, pero, la verdad, ahora que por fin estaba protegido por el palio de la muerte, tampoco quería empezar a no hacer uso de los privilegios que los vivos nos otorgan a los moribundos (mientras nos podamos valer por nosotros mismos, eso sí). Lo cierto es que ella no sentía nada y yo empezaba a divertirme, un poco a mi pesar, vencido el embiste de la impaciencia, desconcertando a la doctora. Y, rendida por la incomodidad, rompió a hablar.
-Lo último que hay que hacer, y ya sé lo fácil que resulta aconsejar, es desesperarse.
Estuve en un tris de perder la compostura y echarme a reír. La doctora, por lo visto, podía otear la muerte en una lejana partícula de piel, pero carecía de ojo clínico… Yo, que temía ser atacado por el flanco del asco con frases como “Lo siento”, había sido tocado, y casi hundido, por el de la risa. Mi enfermedad no me había preparado para luchar contra los humoristas… De cualquier manera, me las apañé para salir a flote, y pude responder, con serena seriedad, pensando sobre todo en ella:
-Lo último que hay que hacer, y ya sé lo fácil que resulta aconsejar, es desesperarse.
2.
¿Cómo es posible escribir un diario pasada la adolescencia? Antes de ponerme manos a la obra, tuve que resolver este problema, que no es baladí, porque, según mi lenta y menesterosa reflexión, tiene que ver con la conciencia.
El joven cree que sólo él existe, y, lo que es más importante, esa fe reduce el número de realidades en función de su valor: si para un cristiano de pro tan sólo Dios es y las criaturas, comparadas con él, son nada, para el joven sólo existe él mismo y los otros, comparados con él, son nada. Como el joven carece de la instrucción necesaria para pensar las cosas en sí mismas, es decir, carece de aptitudes y actitud filosóficas, traduce sus convicciones, reflejo de sus necesidades, reflejo, más bien, de los medios para conseguir sus deseos y saciar sus necesidades; el joven, digo, los traduce a los lenguajes heredados a través no de la cultura, sino de las costumbres sociales y familiares: en resumen, se dice el joven, yo tengo derechos, yo tengo derecho a existir, yo tengo derecho a existir muy bien y durante mucho tiempo, yo tengo más derecho que nadie a este tipo de existencia. ¿Y por qué piensa así el joven? Porque sus padres sólo le han exigido dos cosas: que se alimente bien y que sobreviva a costa de cualquiera y de cualquier realidad, material o mental. En caso de incomodidad o peligro, con independencia de si es justo o no, el joven tiene la obligación de cuidarse y sobrevivir. No extraña que el joven, así, se crea “único”, “especial”, pues lo han alimentado y entrenado para que eso crea, y de ahí a la convicción de que el otro no existe y no merece la pena que exista, no hay nada. Por lo tanto, el joven está solo en el mundo, en un mundo lleno de recursos a los que no puede acceder siempre de forma plena o inmediata. El mundo, entonces, es “una mierda”. El joven, sin pasado, porque no lo recuerda o no lo valora, y sin futuro, porque no se lo puede imaginar o este no va más allá de lo deseado y lo que incomoda, tiene que escribir sobre sí mismo, sobre lo que le va pasando. Habla para sí, porque ¿a qué ser inexistente o carente de valor podrá dirigir sus palabras? El joven, con su diario secreto, demuestra que no es vanidoso, sino orgulloso. Todo esto está bien, porque es inevitable.
Pero ¿y el adulto? Lo que en el joven no carece de dignidad, en el adulto resulta ridículo. El adulto se ha desilusionado de sí mismo, aunque por lo general esto jamás se lo llegue a confesar ni mucho menos lo diga ante los demás. Se ha desilusionado de sí mismo porque ya sabe que no es “único”, ni “especial”, ni el mundo es “una mierda”: sencillamente, el mundo, con los otros y los seres (en sí mismos ajenos a uno), existe. Si existe el mundo, aparece la vanidad, y la vanidad depende de los otros, porque una vez que los otros existen tanto como uno, uno ya no puede sostenerse por y en sí mismo: ha perdido ese exceso de ser que lo mantenía independiente y que era como un imán irresistible de hecho y por derecho. El otro, ahora, ¡gran descubrimiento!, puede hasta ignorarnos, incluso puede odiarnos: descubrimos que podemos resultar desagradables, indeseables, menos válidos que otros, y, por ende, el adulto sí tiene pasado y planes, expectativas y temores sobre el futuro. Sabe que si quiere escribir un diario sin caer en el ridículo, ha de ser protagonista o testigo de sucesos que interesen a los adultos. En este sentido, el diario posee valor cuando quien lo redacta está donde se hace Historia. Si no es así, pero así ha sido, el diario, para que tenga valor, para que sea de interés, ha de mezclarse indisolublemente con las memorias. Así, se extraen dos conclusiones: salvo que uno sea un escritorzuelo henchido de sí mismo, que no se ha liberado de ese lastre que es en el adulto el exceso de ser de la juventud, y que además haya firmado un contrato con su editor para sacarle los dineros a los bobos; salvo en ese caso, digo, de los chistosos dietarios de mastuerzos, el diario será, en puridad, memoria. Y, segunda conclusión, el híbrido diario-memorias se escribe para que sea leído por los demás; este deseo puede fundar su realización en bases más o menos lógicas: en la importancia adjudicada a lo que se cuenta, en el interés que tenga a ojos de los demás, en la posibilidad de que un tendero se ocupe de exhibirlo en un escaparate.
Si yo quiero – y quiero – que este diario-memorial se lea, es porque pienso que alguien habrá que disfrute o saque algún provecho. Esta es mi única razón, y creo que es la única razón seria. Pensar que se hace para recordar es una estupidez; pensar que se hace porque la propia historia es fantástica es hacer el cretino – salvo que se sea, como mínimo, Napoleón; pensar que se hace para salvarse de la muerte sobreviviendo en la memoria de los otros, es falso y penoso; pensar que se hace por el bien, salud o instrucción de los demás, es pura megalomanía.
Aclarados estos puntos, puedo respirar a mis anchas y dirigirme a “ustedes”. No porque sepa que me leerán, sino porque yo ya les estoy hablando. Tan sólo los jóvenes y los tontos de capirote no entienden que el propio ser es en trascendencia, y que la trascendencia de los hombres radica en el hacerse sentir y saber, y en nada más, y no va más allá: no va más allá de la muerte, porque no se trata de algo trascendental.
Supongo que ya me van conociendo: pueden ver que soy concienzudo, sospechan que mi vida es o ha sido lo bastante interesante como para que alguien aparentemente lúcido y enemigo de la mentira haya roto el silencio que cada uno mantiene con el mundo. De todas formas, no se dejen fascinar, no porque yo vaya a engañarles a sabiendas, sino para que eviten ver de más o de menos, cegados por la impresión o el entusiasmo, y porque ni la voluntad de verdad está libre del error.
A este respecto, también he tenido que enfrentarme a problemas – que no he podido resolver porque son inherentes al diario-memorial. Miren, he querido documentarme: si me voy a equivocar, quiero que sea por mi falta de talento, no por ignorancia, porque lo primero es excusable mientras uno haga todo lo que puede, pero lo segundo resulta imperdonable. Todos los diarios que he leído pueden encerrarse en el área de un cuadrado cuyos vértices ocuparían las Confesiones de San Agustín, las de Rousseau, las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, y el Ecce homo de Nietzsche. (Y su centro, si quieren, por buen gusto, podría ser la Vida nueva de Dante). ¿Por qué estas cuatro obras? Porque son los más excelsos y puros casos de todos los posibles diarios-memorias. Yo, como San Agustín, confesaré mis errores; como Rousseau, desvelaré mis miserias; como Chateaubriand, rememoraré, desde el borde de la tumba de mi cuerpo, mi vida entre los hombres y las bellas; y, como Nietzsche, cantaré, con desinhibición ditirámbica, mi panegírico o esquela; y, como todos ellos, pensaré lo vivido y reviviré lo pensado. (Pero, eso sí, mi vida jamás será nueva, porque está acabada para siempre).
Conocía, pues, los límites de mi tarea. Tenía que saber si la tarea era posible. Es decir, ¿se puede decir la verdad al hablar de uno mismo? Por lo que he llegado a comprender, la autobiografía es un espacio abierto a la verdad y al error: es un ensayo ficticio contra la ficción. La memoria recrea, el orgullo obra como un mecanismo de defensa que ataca, el cariño ofrece su hospitalidad a la mentira, y el odio no se hace comprender y siembra en el otro engaños donde en uno hay verdades. Pero así es, así ha de ser, y o se acepta esto o no se comienza a escribir.
Tengo que dejarles. Antes quiero responder a una pregunta que, seguro, se están formulando y que surge de una duda funesta: ¿Quieres hacerte comprender? ¿Quieres granjearte nuestra comprensión? ¿Qué has hecho, entonces, de malo? Bien, son tres preguntas… Cierto que cuando al hablar se intercalan en el discurso los jalones del “Compréndeme”, parece que se están dando explicaciones, parece que uno se está justificando, disculpando. A mí, han de saberlo, tampoco me gusta, imagino que como a ustedes, el discurso final de El extranjero… Y si he hecho algo malo, ¿por qué tendría que solicitar su comprensión? También mis palabras podrían ser coherentes con mis hechos. Siempre he actuado en conciencia, incluso cuando me he dejado llevar por la inconsciencia, por los sueños, por el deseo, por el miedo, por lo que de irreflexivo hay en nosotros. Nunca he sido capaz de vivir sin verbalizar la vida. Por lo demás, creo, sinceramente, que uno jamás comprende a nadie y jamás es comprendido por nadie. Y, de todas formas, ¿el bien no resultaría tan difícil de justificar como el mal – y parecería, confundido con él, igual de sospechoso?
3.
Ahora tengo mucho tiempo para pensar – y me queda poco tiempo para seguir pensando. ¿No encuentran estremecedoramente verdadera la frase de Fénelon: “Las horas son largas, breve es la vida”?
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