[Vieira da Silva, La partida de ajedrez, 1943]
Allan Murchison quiere la clave de las casillas, no de las piezas: la solución a las relaciones espaciales que transforman las piezas, su poder-posibilidad. No la quiere: la tiene; y no la tiene: es la clave. Y ser la clave es ser culpable.
El hôtel des Vagues figura la naturaleza fractal de lo real, la mise en abyme no metafórica que pretende ir más allá de la metafísica romántica de las metáforas espaciales de la verticalidad. Un intento de solución que pretende lo esencial y nombra al mundo esencia de esencias y, por lo tanto, caos de esencias, esencia sin esencia, no-esencia, pues todo es esencia y caben todas las esencias. La paradoja del infinito en lo finito y de lo inmutable en lo cambiante se antoja necesariamente una necesidad de la mente por ir más allá de sus límites, como si la conciencia habitase fuera de sí misma y fuese capaz de abandonar su solipsismo para cobrar conciencia, sólo así, de sí misma como huésped, no como posada: su ser será estar de paso hacia sí misma en un cambio que nada cambia.
Lo posible, por lo tanto, no está por encima de lo real. Más bien, el ser está sobre lo posible como flotando sobre un abismo. El ser no echa raíces en lo posible y lo posible no es fontanal creador de formas del ser: las manifestaciones del ser proyectan la sombra de lo posible como fracaso, como horizonte inalcanzable, como espacio cada vez más abierto a medida que el ser se manifiesta en formas diversas. Lo posible subyace al ser y no lo conforma, no le da formas: lo posibilita, y el ser se conforma con sus formaciones sucesivas, inagotables, que no agotan lo posible y, así, gime el ser, con cada metamorfosis, por ese desarraigo del origen, por ese nunca poder ser lo que puede ser y por eso mismo ser siempre lo que es: el ser que siempre será. Porque tampoco lo posible está en el ser: el ser siempre será hasta que deja de ser para no-ser, y este será es el flotar sobre el abismo de lo posible.
El único crimen irredimible, se lee en Un Beau Ténébreux, es la implacable y cotidiana destrucción de posibilidades. En la entrada del 19 de julio del diario de Gérard se describe el primer encuentro entre este y Allan ante un tablero de ajedrez. Allan resuelve el problema que ocupaba a Gérard y luego le gana jugando una partida cerrada. Allan no atiende a las piezas, sino a las casillas: es el tablero lo que importa y él se limita a extralimitar el sueño del tablero para despertarlo a su poder-poderío, a su realidad no-mítica. Descubrir el poder de las casillas es describir –no controlar ni predecir– las posibilidades de las piezas. Sólo puede ser una descripción, pues las piezas están trágicamente destinadas a descubrir su ser en la casilla que ocupan y el será de su ser en cuanto se vean desplazadas a otras casillas. No realiza Allan los movimientos: estos se suceden porque Allan es la clave que interpreta el palimpsesto del tablero y su mera presencia, arúspice del ajedrez, hace que el tablero se desembarace de sus movimientos no manifestados.
Descubrir es crear en el mundo cerrado del ajedrez, en las leyes cerradas del mundo: el único azar posible es la creación, y lo demás es error, nada. No hay mito, no hay distancia entre el ser y lo posible: el mundo se crea y se destruye constantemente, y el abismo abisma al ser en sí mismo. Lo que sin conciencia queda tan lejos en la vida cotidiana, eso que impide vivir (y vivir en la vida cotidiana es no vivir a conciencia); eso en la distancia lo trae Allan porque Allan lo es: el mundo, el mundo como posibilidad inalcanzable e insoslayable.
Allan o la responsabilidad ontológica; Allan o la relación metafísica con el Otro: Allan es culpable de ser el fundamento del Otro como abismo, de abismar al Otro. Culpable de abandonar en lo inhóspito (y sin él sólo queda lo inhóspito) a unos seres ante los que se ha mostrado (y él es lo real, el mundo) y a los que ha mostrado lo inhóspito sin él (y ya no pueden evitar su conciencia). Culpable de crear y no de destruir, sino de crear y dejar (de) ser. Culpable de jugar no para ganar, no con otros jugadores, no teniendo en cuenta las piezas, ni las suyas ni las de los otros, sino por mor del juego, sin nada que importe salvo el ajedrez, el tablero ni siquiera con las piezas dispuestas en las casillas de salida: el tablero desnudo, sólo casillas, todas las combinaciones, formas y manifestaciones concentradas, abismadas en los espacios blancos y negros. Culpable de posibilitar todo lo posible. Culpable, por lo tanto, de la única culpa metafísica: culpable de lo imposible. Culpable irredimible: culpable de ser y no ser. Culpable de decirle al Otro la verdad, de ser la verdad del Otro.
Allan Murchison quiere la clave de las casillas, no de las piezas: la solución a las relaciones espaciales que transforman las piezas, su poder-posibilidad. No la quiere: la tiene; y no la tiene: es la clave. Y ser la clave es ser culpable.
El hôtel des Vagues figura la naturaleza fractal de lo real, la mise en abyme no metafórica que pretende ir más allá de la metafísica romántica de las metáforas espaciales de la verticalidad. Un intento de solución que pretende lo esencial y nombra al mundo esencia de esencias y, por lo tanto, caos de esencias, esencia sin esencia, no-esencia, pues todo es esencia y caben todas las esencias. La paradoja del infinito en lo finito y de lo inmutable en lo cambiante se antoja necesariamente una necesidad de la mente por ir más allá de sus límites, como si la conciencia habitase fuera de sí misma y fuese capaz de abandonar su solipsismo para cobrar conciencia, sólo así, de sí misma como huésped, no como posada: su ser será estar de paso hacia sí misma en un cambio que nada cambia.
Lo posible, por lo tanto, no está por encima de lo real. Más bien, el ser está sobre lo posible como flotando sobre un abismo. El ser no echa raíces en lo posible y lo posible no es fontanal creador de formas del ser: las manifestaciones del ser proyectan la sombra de lo posible como fracaso, como horizonte inalcanzable, como espacio cada vez más abierto a medida que el ser se manifiesta en formas diversas. Lo posible subyace al ser y no lo conforma, no le da formas: lo posibilita, y el ser se conforma con sus formaciones sucesivas, inagotables, que no agotan lo posible y, así, gime el ser, con cada metamorfosis, por ese desarraigo del origen, por ese nunca poder ser lo que puede ser y por eso mismo ser siempre lo que es: el ser que siempre será. Porque tampoco lo posible está en el ser: el ser siempre será hasta que deja de ser para no-ser, y este será es el flotar sobre el abismo de lo posible.
El único crimen irredimible, se lee en Un Beau Ténébreux, es la implacable y cotidiana destrucción de posibilidades. En la entrada del 19 de julio del diario de Gérard se describe el primer encuentro entre este y Allan ante un tablero de ajedrez. Allan resuelve el problema que ocupaba a Gérard y luego le gana jugando una partida cerrada. Allan no atiende a las piezas, sino a las casillas: es el tablero lo que importa y él se limita a extralimitar el sueño del tablero para despertarlo a su poder-poderío, a su realidad no-mítica. Descubrir el poder de las casillas es describir –no controlar ni predecir– las posibilidades de las piezas. Sólo puede ser una descripción, pues las piezas están trágicamente destinadas a descubrir su ser en la casilla que ocupan y el será de su ser en cuanto se vean desplazadas a otras casillas. No realiza Allan los movimientos: estos se suceden porque Allan es la clave que interpreta el palimpsesto del tablero y su mera presencia, arúspice del ajedrez, hace que el tablero se desembarace de sus movimientos no manifestados.
Descubrir es crear en el mundo cerrado del ajedrez, en las leyes cerradas del mundo: el único azar posible es la creación, y lo demás es error, nada. No hay mito, no hay distancia entre el ser y lo posible: el mundo se crea y se destruye constantemente, y el abismo abisma al ser en sí mismo. Lo que sin conciencia queda tan lejos en la vida cotidiana, eso que impide vivir (y vivir en la vida cotidiana es no vivir a conciencia); eso en la distancia lo trae Allan porque Allan lo es: el mundo, el mundo como posibilidad inalcanzable e insoslayable.
Allan o la responsabilidad ontológica; Allan o la relación metafísica con el Otro: Allan es culpable de ser el fundamento del Otro como abismo, de abismar al Otro. Culpable de abandonar en lo inhóspito (y sin él sólo queda lo inhóspito) a unos seres ante los que se ha mostrado (y él es lo real, el mundo) y a los que ha mostrado lo inhóspito sin él (y ya no pueden evitar su conciencia). Culpable de crear y no de destruir, sino de crear y dejar (de) ser. Culpable de jugar no para ganar, no con otros jugadores, no teniendo en cuenta las piezas, ni las suyas ni las de los otros, sino por mor del juego, sin nada que importe salvo el ajedrez, el tablero ni siquiera con las piezas dispuestas en las casillas de salida: el tablero desnudo, sólo casillas, todas las combinaciones, formas y manifestaciones concentradas, abismadas en los espacios blancos y negros. Culpable de posibilitar todo lo posible. Culpable, por lo tanto, de la única culpa metafísica: culpable de lo imposible. Culpable irredimible: culpable de ser y no ser. Culpable de decirle al Otro la verdad, de ser la verdad del Otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario