BARBEY D’AUREVILLY, Jules. Las diabólicas. Barcelona: Bruguera, 1984.
En el “Prefacio” a la primera edición de su obra (1874), Barbey D’Aurevilly ve venir la que se le va a caer encima: la censura; una censura que por aquel entonces no era, como la de hoy, moco de pavo, es decir, un recurso para hacerse famoso y ganar mucho dinero. La censura te llevaba a juicio y la polémica raramente reportaba ingresos.
Barbey D’Aurevilly se disculpa por lo licencioso del tema y por lo atrevido de las imágenes, e insiste en que él es un moralista que muestra lo nocivo para que los demás aprendan a rechazarlo y evitarlo. Curiosa pedagogía moral. Por suerte, sólo es arte y lo demás son zarandajas circunstanciales: los seis cuentos de Las diabólicas destilan una agudeza de conciencia y estilística que los colocan entre las lecturas imprescindibles para todo aquel que desee hacer una descripción analítica de la realidad mientras se experimenta con la mismísima literatura.
Desde el nouveau roman y esa pereza disfrazada de descreimiento que es la postmodernidad, ya no se estilan los programas teóricos a priori, las intenciones fundamentales previas a la escritura, una visión articulada en lógica con palabras sobre el mundo, el hombre y el arte. Atrás (y siempre por delante) quedará, por ejemplo, el prólogo de Balzac a su Comedia humana, y pocos recuerdan lo dicho por Lawrence Durrell como encabezamiento del Cuarteto de Alejandría. Barbey D’Aurevilly nos hace conocer su teoría literaria como comentario al comportamiento de ciertos personajes en una de sus reuniones sociales:
[Barbey D’Aurevilly. Cuadro de Émile Lévy]
“¿Es menester observar que, en aquella reunión de hombres y mujeres de la buena sociedad, no se tenía la pedantería de debatir cuestiones literarias? Preocupaba el fondo de las cosas, que no la forma. Cada uno de aquellos moralistas superiores, de aquellos profundos conocedores, en diversos grados, de la pasión y la vida, que ocultaban serias experiencias tras sus triviales palabras y sus aires indiferentes, no veía entonces en la novela sino una cuestión de naturaleza humana, de costumbres y de historia. Y nada más. ¿Pero acaso no lo es eso todo?” (p. 159).
Naturaleza humana, costumbres e historia: resumen de la idea de narración para D’Aurevilly, quien, por lo demás, a la hora de escribir (y sin necesidad de teorizar sobre el particular) nunca se olvida del estilo y la técnica. Poco puede extrañar que este escritor defendiese a Balzac y atacase a Flaubert. Y nosotros pensamos: ¿Qué necesidad hay de estas sandeces de atacar y defender? Pero, en cualquier caso, he aquí un escritor que se aclara y aclara a pesar de lo que a todos les pesa: la carga de error inherente a la estupidez humana. En su valentía y sagacidad, Barbey D’Aurevilly, al comienzo de su última narración, “La venganza de una mujer”, nos avisa:
“Con frecuencia he oído hablar de la audacia de la literatura moderna; pero personalmente nunca he prestado crédito a tal audacia. Dicho reproche no deja de ser una fanfarronada… moral” (p. 275).
[Portada de una edición ilustrada del cuento La venganza de una mujer]
Desde luego, el Naturalismo tenía que dejarlo indiferente. Y recordemos que este hombre defendió a Baudelaire, lo que lo libera de cualquier sospecha de estrechez puritana. Unos renglones más adelante, nos pregunta si sabemos de algún escritor que, por ejemplo, haya tratado sin tapujos el tema del incesto. Y continúa: “La literatura moderna, a la que la gazmoñería le arroja su piedrecita, jamás se ha atrevido con las historias de Mirra, de Agripina y de Edipo, que son historias que se mantienen, créanme, perfectamente vivas” (p. 276).
Estas reflexiones valen más que nunca en estos tiempos de censura galopante y de puritanismo descerebrado y de cobardías e intereses y otras majaderías, al fin y al cabo, al servicio del plato de garbanzos con el que llenar el plato nuestro de cada día gracias al cucharón de eso que se vende y que algunos llaman arte e incluso arte valiente.
Jules Barbey D’Aurevilly nos recuerda a otros escritores franceses que sin el renombre y el aura de, por ejemplo, un Théophile Gautier, siguen enseñándonos a leer y a escribir, como también sucede con Auguste Villiers de L'Isle-Adam (curiosamente, muerto, como el primero, en 1889).
[Lilith. John Collier]
Por otra parte, la lectura de esta obra me ha recordado a otras “diabólicas” de la literatura. Me refiero, por ejemplo, a mujeres demonizadas hasta el escarnio o el ridículo como madame Hanska, Louise Colet, Lou Andreas-Salomé o Felice Bauer (figuras que se remontan, quizás, a la Jantipa de Sócrates). Tal vez haya que esperar al advenimiento de un nuevo D’Aurevilly para darles a estas diabólicas su justo valor.
En el “Prefacio” a la primera edición de su obra (1874), Barbey D’Aurevilly ve venir la que se le va a caer encima: la censura; una censura que por aquel entonces no era, como la de hoy, moco de pavo, es decir, un recurso para hacerse famoso y ganar mucho dinero. La censura te llevaba a juicio y la polémica raramente reportaba ingresos.
Barbey D’Aurevilly se disculpa por lo licencioso del tema y por lo atrevido de las imágenes, e insiste en que él es un moralista que muestra lo nocivo para que los demás aprendan a rechazarlo y evitarlo. Curiosa pedagogía moral. Por suerte, sólo es arte y lo demás son zarandajas circunstanciales: los seis cuentos de Las diabólicas destilan una agudeza de conciencia y estilística que los colocan entre las lecturas imprescindibles para todo aquel que desee hacer una descripción analítica de la realidad mientras se experimenta con la mismísima literatura.
Desde el nouveau roman y esa pereza disfrazada de descreimiento que es la postmodernidad, ya no se estilan los programas teóricos a priori, las intenciones fundamentales previas a la escritura, una visión articulada en lógica con palabras sobre el mundo, el hombre y el arte. Atrás (y siempre por delante) quedará, por ejemplo, el prólogo de Balzac a su Comedia humana, y pocos recuerdan lo dicho por Lawrence Durrell como encabezamiento del Cuarteto de Alejandría. Barbey D’Aurevilly nos hace conocer su teoría literaria como comentario al comportamiento de ciertos personajes en una de sus reuniones sociales:
[Barbey D’Aurevilly. Cuadro de Émile Lévy]
“¿Es menester observar que, en aquella reunión de hombres y mujeres de la buena sociedad, no se tenía la pedantería de debatir cuestiones literarias? Preocupaba el fondo de las cosas, que no la forma. Cada uno de aquellos moralistas superiores, de aquellos profundos conocedores, en diversos grados, de la pasión y la vida, que ocultaban serias experiencias tras sus triviales palabras y sus aires indiferentes, no veía entonces en la novela sino una cuestión de naturaleza humana, de costumbres y de historia. Y nada más. ¿Pero acaso no lo es eso todo?” (p. 159).
Naturaleza humana, costumbres e historia: resumen de la idea de narración para D’Aurevilly, quien, por lo demás, a la hora de escribir (y sin necesidad de teorizar sobre el particular) nunca se olvida del estilo y la técnica. Poco puede extrañar que este escritor defendiese a Balzac y atacase a Flaubert. Y nosotros pensamos: ¿Qué necesidad hay de estas sandeces de atacar y defender? Pero, en cualquier caso, he aquí un escritor que se aclara y aclara a pesar de lo que a todos les pesa: la carga de error inherente a la estupidez humana. En su valentía y sagacidad, Barbey D’Aurevilly, al comienzo de su última narración, “La venganza de una mujer”, nos avisa:
“Con frecuencia he oído hablar de la audacia de la literatura moderna; pero personalmente nunca he prestado crédito a tal audacia. Dicho reproche no deja de ser una fanfarronada… moral” (p. 275).
[Portada de una edición ilustrada del cuento La venganza de una mujer]
Desde luego, el Naturalismo tenía que dejarlo indiferente. Y recordemos que este hombre defendió a Baudelaire, lo que lo libera de cualquier sospecha de estrechez puritana. Unos renglones más adelante, nos pregunta si sabemos de algún escritor que, por ejemplo, haya tratado sin tapujos el tema del incesto. Y continúa: “La literatura moderna, a la que la gazmoñería le arroja su piedrecita, jamás se ha atrevido con las historias de Mirra, de Agripina y de Edipo, que son historias que se mantienen, créanme, perfectamente vivas” (p. 276).
Estas reflexiones valen más que nunca en estos tiempos de censura galopante y de puritanismo descerebrado y de cobardías e intereses y otras majaderías, al fin y al cabo, al servicio del plato de garbanzos con el que llenar el plato nuestro de cada día gracias al cucharón de eso que se vende y que algunos llaman arte e incluso arte valiente.
Jules Barbey D’Aurevilly nos recuerda a otros escritores franceses que sin el renombre y el aura de, por ejemplo, un Théophile Gautier, siguen enseñándonos a leer y a escribir, como también sucede con Auguste Villiers de L'Isle-Adam (curiosamente, muerto, como el primero, en 1889).
[Lilith. John Collier]
Por otra parte, la lectura de esta obra me ha recordado a otras “diabólicas” de la literatura. Me refiero, por ejemplo, a mujeres demonizadas hasta el escarnio o el ridículo como madame Hanska, Louise Colet, Lou Andreas-Salomé o Felice Bauer (figuras que se remontan, quizás, a la Jantipa de Sócrates). Tal vez haya que esperar al advenimiento de un nuevo D’Aurevilly para darles a estas diabólicas su justo valor.
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