ROTH, Joseph. The Radetzcky March. London: Granta Books, 2003. [Traducción: Michael Hofmann].
Así que llego a casi los cuarenta años y aunque consciente de que no es verdad, hace tiempo que me siento en peligro de cuarentena perpetua, una cuarentena ilusoria, e ilusa, consistente en no tener más libros extraordinarios que leer después de toda una vida dedicada a la ratonería de librería y biblioteca. Por supuesto, no es verdad y la consciencia de la falacia hace que recuerde que no se trata más que de una reacción de impaciencia ante el hecho de no dar ya tan fácilmente con obras que valgan la pena y el tiempo de ser leídas.
Entonces, en mi búsqueda de información sobre qué supuso la Gran Guerra para Europa (para el mundo), llego a ese título tantas veces leído en los catálogos y que nunca fue una prioridad. Ahora es el momento. Y lo leo, y me quedo aturdido, dichosamente aturdido por una novela en la se describe y muestra la caída, parálisis y agonía de Europa (la puntilla y muerte, como todos sabemos, se la dará la Segunda Guerra Mundial).
Aunque Roth siente nostalgia por el mundo que se acaba en 1914, no lo hace sin cierta ironía, sin cierta resignación triste y socarrona. La familia Trotta es víctima, más que de sus actos, de la muerte de Dios, de la ficción del “progreso”, de la impotencia del individuo, del triunfo de las masas, de la pérdida de fe en los valores “tradicionales”, de la miseria producida por la Revolución Industrial: la familia Trotta es víctima de sus propias virtudes, virtudes que en el nuevo mundo si no son defectos, sí son inconvenientes, taras, obstáculos para adaptarse a este nuevo orden de cosas en las que a los valores y a las pasiones los sustituyen los intereses, nada más, con sus secuaces la cicatería y la ruindad. Tras la Primera Guerra Mundial adviene el nuevo imperio no de la atomización nacionalista, ni del individuo solo y sin él mismo, sino el imperio planetario de la alianza sempiterna de los tontos y los malos.
Entonces, en mi búsqueda de información sobre qué supuso la Gran Guerra para Europa (para el mundo), llego a ese título tantas veces leído en los catálogos y que nunca fue una prioridad. Ahora es el momento. Y lo leo, y me quedo aturdido, dichosamente aturdido por una novela en la se describe y muestra la caída, parálisis y agonía de Europa (la puntilla y muerte, como todos sabemos, se la dará la Segunda Guerra Mundial).
Aunque Roth siente nostalgia por el mundo que se acaba en 1914, no lo hace sin cierta ironía, sin cierta resignación triste y socarrona. La familia Trotta es víctima, más que de sus actos, de la muerte de Dios, de la ficción del “progreso”, de la impotencia del individuo, del triunfo de las masas, de la pérdida de fe en los valores “tradicionales”, de la miseria producida por la Revolución Industrial: la familia Trotta es víctima de sus propias virtudes, virtudes que en el nuevo mundo si no son defectos, sí son inconvenientes, taras, obstáculos para adaptarse a este nuevo orden de cosas en las que a los valores y a las pasiones los sustituyen los intereses, nada más, con sus secuaces la cicatería y la ruindad. Tras la Primera Guerra Mundial adviene el nuevo imperio no de la atomización nacionalista, ni del individuo solo y sin él mismo, sino el imperio planetario de la alianza sempiterna de los tontos y los malos.
Por supuesto, el mundo que encarnaba el Imperio Austro-Húngaro estaba condenado a desaparecer, y ante lo necesario se puede entonar un réquiem, pero resultaría absurdo plañir infinitamente ante la ley universal del tiempo: los tiempos que se suceden. Roth no busca culpables: todos son culpables e inocentes: los que se agarraban a una estructura teocrática de la sociedad y los que desintegraban en utopías sin fundamento el mero hecho de ser humano. Los Trotta salieron, campesinos, de la tierra, y a ella, como todos los hombres, vuelven uno tras otro: el bisabuelo (figura de un estoicismo bíblico), el héroe de Solferino (enemigo a ultranza de la mentira en un mundo en el que no hay verdades ni mentiras, sólo ficciones), el padre (funcionario del Imperio que se mantiene en la maquinaria herrumbrosa como un engranaje perfecto a punto de ser consciente de su inutilidad), y el hijo, Carl Joseph, hijo de su abuelo, perdido entre dos mundos, atrapado sin salida ni futuro entre una herencia sin cotización en el mercado del mundo y un mundo que acumulará ruinas sobre ruinas para hacer de su nada un desierto de deshechos.
A Joseph Roth se le nota el arte periodístico (es decir, no se le nota que fue periodista): léase, por ejemplo, el capítulo 9, del cual buena parte podría aparecer ilustrado en un suplemento dominical de hoy en día. No se trata de un defecto, sino más bien de todo lo contrario, de la bella forma de introducir en la técnica literaria una realidad estilística que obedece a un nuevo orden de cosas. La soltura de estas descripciones y comentarios se combina con escenas no exentas de fuerza, lirismo, humor y sensibilidad. Creo que nadie puede permanecer impasible ante el capítulo 10, en el que se narra la muerte del fiel servidor Jacques (escena que nos retrotrae a la monumental Muerte de Iván Ilich); ni se puede no sonreír con amargura y compasión al leer, en el capítulo 18, el encuentro entre dos viejos niños, dos cadáveres vivos, Herr von Trotta y el Emperador Francisco José I; ni es posible quedar imperturbable ante el sacrificio del criado Onufri para salvar el honor de Carl Jospeh: “He did not understand, Lieutenant Trotta, that rough peasant lads with noble hearts really existed, and that many things that really exist in the world were copied and put in bad books; they were bad copies, that’s all” (p. 290), nos dice el narrador; y tampoco puede uno dejar de asombrarse ante la aguda visión de la relación entre el joven y último Trotta y Frau von Taussig, a la altura de la penetración psicológica del Adolfo de Benjamín Constant; ni está libre de no dejarse arrastrar por el aquelarre, por esa noche de Walpurgis, por esa danza macabra en la que deviene la fiesta y la marcha fúnebre ante la noticia del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Ciertamente, estamos ante una novela que quintaesencia literariamente lo mejor de La Montaña Mágica de Thomas Mann y la visión apocalíptica de un Karl Kraus.
A Joseph Roth se le nota el arte periodístico (es decir, no se le nota que fue periodista): léase, por ejemplo, el capítulo 9, del cual buena parte podría aparecer ilustrado en un suplemento dominical de hoy en día. No se trata de un defecto, sino más bien de todo lo contrario, de la bella forma de introducir en la técnica literaria una realidad estilística que obedece a un nuevo orden de cosas. La soltura de estas descripciones y comentarios se combina con escenas no exentas de fuerza, lirismo, humor y sensibilidad. Creo que nadie puede permanecer impasible ante el capítulo 10, en el que se narra la muerte del fiel servidor Jacques (escena que nos retrotrae a la monumental Muerte de Iván Ilich); ni se puede no sonreír con amargura y compasión al leer, en el capítulo 18, el encuentro entre dos viejos niños, dos cadáveres vivos, Herr von Trotta y el Emperador Francisco José I; ni es posible quedar imperturbable ante el sacrificio del criado Onufri para salvar el honor de Carl Jospeh: “He did not understand, Lieutenant Trotta, that rough peasant lads with noble hearts really existed, and that many things that really exist in the world were copied and put in bad books; they were bad copies, that’s all” (p. 290), nos dice el narrador; y tampoco puede uno dejar de asombrarse ante la aguda visión de la relación entre el joven y último Trotta y Frau von Taussig, a la altura de la penetración psicológica del Adolfo de Benjamín Constant; ni está libre de no dejarse arrastrar por el aquelarre, por esa noche de Walpurgis, por esa danza macabra en la que deviene la fiesta y la marcha fúnebre ante la noticia del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Ciertamente, estamos ante una novela que quintaesencia literariamente lo mejor de La Montaña Mágica de Thomas Mann y la visión apocalíptica de un Karl Kraus.
[Escudo del Imperio Austro-Húngaro]
Una novela que no sólo habla de una época de la Historia, sino de lo que subyace a la Historia misma: The Generations of Men (tal y como reza el título del bellísimo libro de Judith Wright), la sucesión de las generaciones de los hombres y lo que eso conlleva de paradójica fusión de linealidad y circularidad (léase, por ejemplo, De padres a hijos, de Mika Waltari), y de pérdidas sin remedio iluminadas por la sombra del caos de lo nuevo y la brillante luz de la decadencia, tal y como resplandecen en ese perfecto cuadro de lo que todo cambia para que nada cambie que es El Gatopardo de Lampedusa.
El libro acaba con una solitaria partida de ajedrez:
“Dr Skovronnek asked to be dropped outside the café. He went to his regular table, as he did every day. The chess board was there, quite as if the District Commissioner hadn’t died. The waiter came to clear it away, but Skovronnek said: ‘No, leave it there!’ And he played a game with himself, smiling and shaking his head from time to time, looking at the empty chair opposite, in his ears the gentle rushing sound of the autumn rain, which still pattered indefatigably against the window panes” (p. 363).
En el nuevo tablero del ajedrez de la política, ya no se puede hacer nada más que retirarse a una casilla solitaria para jugar con la memoria y la conciencia la partida previa a la gran partida.
Una novela que no sólo habla de una época de la Historia, sino de lo que subyace a la Historia misma: The Generations of Men (tal y como reza el título del bellísimo libro de Judith Wright), la sucesión de las generaciones de los hombres y lo que eso conlleva de paradójica fusión de linealidad y circularidad (léase, por ejemplo, De padres a hijos, de Mika Waltari), y de pérdidas sin remedio iluminadas por la sombra del caos de lo nuevo y la brillante luz de la decadencia, tal y como resplandecen en ese perfecto cuadro de lo que todo cambia para que nada cambie que es El Gatopardo de Lampedusa.
El libro acaba con una solitaria partida de ajedrez:
“Dr Skovronnek asked to be dropped outside the café. He went to his regular table, as he did every day. The chess board was there, quite as if the District Commissioner hadn’t died. The waiter came to clear it away, but Skovronnek said: ‘No, leave it there!’ And he played a game with himself, smiling and shaking his head from time to time, looking at the empty chair opposite, in his ears the gentle rushing sound of the autumn rain, which still pattered indefatigably against the window panes” (p. 363).
En el nuevo tablero del ajedrez de la política, ya no se puede hacer nada más que retirarse a una casilla solitaria para jugar con la memoria y la conciencia la partida previa a la gran partida.
[La Marcha Radetzky de Strauss dirigida por Karajan]
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