sábado, 22 de enero de 2011

Más ajedrez en la Literatura: Gertrude Landa y algo más (arriba) que el culo

[No, la de la imagen no es Gertrude Landa. Tiene que ver, en relación paradójica y analógica, con lo que remata esta entrada]

Presentamos la traducción en español (que creemos la primera: si no es así, perdón por la pretensión) de uno de los cuentos que Gertrude Landa (también conocida como Tía Naomi) incluye en su libro, publicado en 1919, Jewish Fairy Tales and Legends (Cuentos de hadas y leyendas judías). Se titula "La partida de ajedrez del Papa".

Antes de pasar al texto, queremos ampliar la bibliografía sobre ajedrez en la Literatura que comenzamos hace algunos meses.

No hace mucho dimos noticia de dos obras en las que el ajedrez juega un papel significativamente simbólico: la novela La marcha Radetzky, de Joseph Roth, y el cuento de Isaac B. Singer "Un amigo de Kafka". Además, hemos encontrado en la revista Jaque (nº 635, julio y agosto de 2009) títulos que incluimos en la siguiente lista bibliográfica tras una visita al ISBN:

BONELLS, Jorge. Dar la espalda. Madrid: Alianza Editorial, 2009.
NEVILLE, Katherine. El fuego. Barcelona: Plaza & Janés, 2010.
PASTOR, Javier. Mate jaque. Barcelona: Mondadori, 2009.
ROTH, Joseph. The Radetzky March. London: Granta Books, 2002.
SHENK, David. La partida inmortal. Madrid: Turner, 2009.
SINGER, Isaac Bashevis. Un amigo de Kafka. Barcelona: Seix Barral, 1985.


Por otra parte, y debido a la avalancha de peticiones, comentarios y seguidores que parecen clamar por una ampliación y profundización de los culos (es decir, del culo como tema a tocar), queremos aprovechar la coyuntura ajedrecística para incluir, al final de la presente entrada, otro de los afamados Culos, en concreto el titulado El culo del ajedrecista. Por clamor popular nos vemos obligados a caer en paradojas y otras contradicciones y mostrar, para ilustrar el texto como se merece, no culos, casi invisibles en la práctica real del ajedrez, sino otras partes de la anatomía del ajedrecista que pueden jugar cierto papel en la partida en cuanto representan una agresión estratégica y táctica contra la capacidad de concentración, esencial para dar mate o salvar el culo con las tablas.

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Jewish Fairy Tales and Legends
Gertrude Landa (Aunt Naomi)
London: Bloch Publishing Company, 1919.



LA PARTIDA DE AJEDREZ DEL PAPA

Hace casi mil años, en la ciudad de Maguncia, a orillas del Rin, vivía un piadoso judío llamado Simón ben Isaac. De naturaleza caritativa, cultivado y siempre dispuesto de ayudar a los pobres con dinero y sabios consejos, todos lo veneraban y lo creían descendiente directo del Rey David. Todo el mundo estaba orgulloso de rendirle pleitesía.
Simón ben Isaac tenía un hijito, un chiquillo brillante llamado Elkanan al que tenía pensado hacer rabino. El pequeño Elkanan era muy aplicado en los estudios y pronto dio esperanzas de que habría de convertirse en un estudiante excepcionalmente inteligente. Incluso los sirvientes de la casa lo querían por su aguda inteligencia. De hecho, una de ellos estaba excesivamente interesada en él.
Se trataba de la mujer encargada del fuego del Sabbat, quien sólo entraba en la casa el sábado para ocuparse del fuego, porque, como bien sabéis, los sirvientes judíos no podían realizar esta tarea. La mujer encargada del fuego del Sabbat era una devota católica y le habló de Elkanan a un sacerdote. Este quedó grandemente impresionado.
-Qué pena – señaló – que un niño con tanto talento tenga que ser judío. Si fuese cristiano – añadió con tono cautivador – podría entrar en la Santa Iglesia y ser famoso.
La mujer encargada del fuego del Sabbat comprendió perfectamente lo que el sacerdote quería decir.
-¿Quiere decir que podría llegar a obispo? – preguntó.
-Incluso más alto. Podría llegar a ser Papa – respondió el sacerdote.
-Sería algo fantástico donar un obispo a la Iglesia, ¿verdad? – dijo la mujer.
-Es algo fantástico donar a cualquiera a la Iglesia de Roma – le aseguró el sacerdote a la mujer.
Entonces empezaron a hablar en susurros. La mujer parecía estar un poco inquieta, pero el sacerdote le prometió que todo saldría bien, que sería recompensada y que nadie se atrevería a acusarla de hacer nada malo.
Convencida de que estaba haciendo lo mejor, estuvo de acuerdo en llevar a cabo lo que el sacerdote le había sugerido.
Así que, según lo acordado, la noche del viernes siguiente, cuando en la casa de Simón ben Isaac todos dormían, se deslizó sigilosa y silenciosamente en el dormitorio del niño. Cogiéndolo con suavidad en sus brazos, salió de la casa sin hacer el más mínimo ruido y se lo llevó, bien arropado, al sacerdote, y todo lo hizo con tanto cuidado que el pequeño no se despertó.
El sacerdote no dijo ni una palabra. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y luego colocó a Elkanan en un carrito que tenía preparado.
Elkanan durmió en paz, totalmente inconsciente de su aventura, y cuando abrió los ojos pensó que estaba soñando. No estaba en su habitación, sino en otra mucho más pequeña que parecía traquetear y moverse como un carro, y frente a él estaba un sacerdote.
-¿Dónde estoy? – preguntó alarmado.
-Descansa, Andreas – fue la respuesta.
-Pero mi nombre no es Andreas – respondió -. Ese no es un nombre judío. Yo soy Elkanan, el hijo de Simón.
Para su sorpresa, sin embargo, el sacerdote lo miró compasivamente y movió la cabeza.
-Has sufrido un desgraciado accidente – dijo -, y ha afectado a tu cabeza. No deberías hablar.
Ni una palabra más iba a decir en respuesta a las preguntas del chico. Simplemente, no hizo más caso a Elkanan, quien le dio vueltas al asunto hasta que realmente comenzó a sentirse enfermo y a preguntarse si, después de todo, él era Elkanan. Desfallecido, volvió a quedarse dormido, y cuando volvió a despertar se encontró acostado en una cama en un cuarto vacío. Sonaba una campana y escuchó el canto de un coro. A su lado se encontraba un sacerdote.
Elkanan miraba al sacerdote como si estuviese aturdido. Antes de que pudiese pronunciar una palabra, el sacerdote dijo:
-Levántate, Andreas, y sígueme.
El niño no tenía más remedio que obedecer. Para su horror, lo llevaron a una capilla e hicieron que se arrodillase. Los sacerdotes lo rociaron con agua. Él no entendió qué significaba aquello, y cuando se hubo acabado comenzó a llorar por su padre y su madre. Durante muchos días, nadie hizo caso de sus continuas preguntas hasta que un sacerdote, con un rostro severo y cruel, habló con él con tono áspero.
-Me dio cuenta, Andreas – dijo -, de que eres de espíritu testarudo. Será refrenado. Tu padre y tu madre están muertos; el mundo entero está muerto para ti. Tienes extrañas ideas en tu cabeza. Nosotros te liberaremos de ellas.
Elkanan lloró tanto al oír estas terribles palabras que se puso seriamente enfermo. No sabía cuánto tiempo había estado en cama, pero cuando se recuperó, se encontró prisionero en un monasterio. Todos los sacerdotes lo llamaban Andreas; todos eran amables con él; y llegó el momento en que empezó a preguntarse si él era Elkanan, el hijo de Simón, el piadoso judío de Maguncia.
Para poner fin a la intranquilidad de su mente, se dedicó en cuerpo y alma a sus estudios. Sus tutores jamás habían tenido un alumno tan brillante ni un compañero tan inteligente. Era un excelente jugador de ajedrez.



-¿Dónde aprendiste? – le preguntaban.
-Me enseñó mi padre, Simón ben Isaac, de Maguncia – respondía con llanto en su voz.
-Está bien – contestaban después de haber recibido instrucciones sobre qué decir en respuesta a tales frases -, Andreas, tú has sido bendecido por el Cielo. No sólo aprendes durante el día, sino que además ángeles y difuntos sabios te visitan mientras duermes y te aportan sus conocimientos.
No podía obtener palabras más satisfactorias de sus tutores, y con el tiempo llegó a no mencionar el pasado, y sus tutores y compañeros también se abstuvieron de tocar el tema. Alguna que otra vez se le ocurría la idea de escapar, pero pronto se daba cuenta de que el plan era inviable. Nunca se le permitía estar solo ni un momento; era un prisionero aunque todos empezaban a rendirle honores por su inteligencia y sus conocimientos.
A su debido tiempo se convirtió en sacerdote y tutor, e incluso fue llamado a Roma y fue nombrado cardenal. Llevaba un bonete y un manto rojos, la gente se arrodillaba ante él y buscaba su bendición, y todos decían de él que era el más sabio, el más amable y el más culto hombre de toda la Iglesia.
Hacía años que no hablaba de su niñez, pero nunca dejó de pensar en aquellos días de felicidad. Y aunque lo intentaba con todas sus fuerzas, no podía creer que todo había sido un sueño. Cada vez que jugaba al ajedrez, su pasatiempo favorito, parecía verse a sí mismo en su vieja habitación en Maguncia, y suspiraba. Sus correligionarios se preguntaban por qué lo hacía, y él, riendo, les decía que era porque no tenía ni idea de cómo perder una partida.
Entonces sucedió algo grandioso. El Papa murió y Andreas fue elegido su sucesor. Lo colocaron en un trono, le pusieron una corona en la cabeza y le llamaron Santo Padre. Se le dotó con el poder sobre la vida y la muerte de millones de personas de muchísimos países; reyes, príncipes y nobles lo visitaban en su grandioso palacio para rendirle homenaje, y su fama se extendió a lo largo y ancho del mundo. Pero él se volvió más y más taciturno y silencioso y sólo ansiaba que sus tremendos poderes estuviesen al servicio del bien de la gente.
Sin embargo, esto no complacía a algunos de sus consejeros.

[Otto von Bismark y Pío IX]

-La Iglesia necesita dinero – le dijeron -. Tenemos que exprimírselo a los judíos.
Pero Andreas se negaba, de manera obstinada, a comenzar ninguna persecución. Pusieron ante él muchos edictos para que los firmase con el fin de permitir a los obispos de ciertas localidades que amenazasen a los judíos en el caso de que no pagasen como tributo grandes sumas de dinero, pero Andreas se negó a firmar.
Un día le presentaron un documento del arzobispo del distrito del Rin en el que se pedía permiso para expulsar de Maguncia a los judíos. Su rostro se tiñó de púrpura al leer aquella inicua carta. Dio órdenes expresas para que el arzobispo fuese llamado a Roma, y ante la expresa amenaza de sus cardenales, también mandó llamar a tres de los líderes judíos de Maguncia para defender su causa.
-Nadie dirá – declaró – que el Papa ha dictado un decreto de castigo sin haber dado a los condenados la oportunidad de defenderse.
Cuando las noticias llegaron a Maguncia, se produjo una gran alarma y mucho lamento entre los judíos, pues, ¡vaya!, la amarga experiencia les había enseñado a no esperar ninguna compasión de Roma. Eligieron a los delegados, y cuando llegaron al Vaticano les preguntaron sus nombres. Los dieron y fueron comunicados al Papa.
-Los representantes de los judíos de la ciudad de Maguncia – anunció un secretario – humildemente solicitan una audiencia con Su Santidad.
-¿Cómo se llaman? – pidió el Papa.
-Simón ben Isaac, Abraham ben Moses y el sacerdote Issachar.
-Que entren – dijo el Papa con voz firme y pausada. No había oído más que un nombre; su plan había resultado un éxito, pues había esperado que Simón estuviese entre los delegados.
Los tres hombres entraron en la sala de audiencias y se quedaron esperando delante del Papa. Su Santidad parecía estar perdido en profundos pensamientos. De repente, despertó de su ensueño y miró con cariño al más anciano.
-Simón de Maguncia, acércate – dijo - y expón tu alegato. Te escuchamos.
El anciano avanzó unos pasos y con un lenguaje sencillo pero elocuente arguyó que a los judíos se les debería permitir permanecer sin molestias en Maguncia, localidad en la que llevaban viviendo muchísimos años.
-Tu petición – dijo el Papa, cuando el otro hubo terminado – será tenida en cuenta, y cualquier decisión que se tome os será comunicada sin demora. Y ahora, Simón de Maguncia, cuéntame algo sobre ti mismo y tus compañeros. ¿Quiénes sois en la ciudad?
Simón le dio la información.
-¿Habéis venido solos? – preguntó el Papa -. ¿O habéis sido acompañados por miembros de vuestra familia… por vuestros hijos?
La voz del Papa apenas se mantenía firme, pero nadie lo notó.
-No tengo hijos – dijo Simón con un desmayado suspiro.
-¿Nunca has sido bendecido con descendencia?
Simón le dirigió al Papa una mirada aguda antes de responder. Entonces, con cabeza inclinada y voz rota, respondió:
-Dios me bendijo con un hijo, pero me lo robaron cuando era un niño. Esa ha sido la pena de mi vida.
La voz del anciano quedó ahogada por el llanto.
-He oído – dijo el Papa después de un momento – que tienes cierta fama como ajedrecista. A mí también se me otorga cierta habilidad en el juego. De buena gana lo pondría a prueba contigo. ¡Escucha! Si sales vencedor de la partida, entonces tu demanda será escuchada.
-Conforme – dijo el anciano con orgullo -. Hace muchos años que no me han derrotado.
Quedó acordado que la partida se jugaría esa misma noche. Naturalmente, el extraño duelo levantó el más vivo interés. La partida fue escrutada con minuciosidad por los secretarios del Papa y por los delegados judíos. Fue un maravilloso juego de fuerzas sutiles. Ambos jugadores parecían idénticos. Primero uno y luego el otro hicieron un arriesgado movimiento que parecía colocar al rival en serias dificultades, pero siempre se las ingeniaban para evitar el desastre. Las tablas parecían el desenlace inevitable hasta que, de repente, el Papa realizó un movimiento tan brillante que dejó perplejos a los curiosos. Parecía imposible que Simón evitase la derrota.
Nadie quedó tan anonadado ante aquel movimiento del Papa como el viejo judío. Tembloroso, se levantó de su asiento, miró con ojos incisivos al Papa y dijo con voz ronca:


-¿Dónde aprendió ese movimiento? Yo lo enseñé, pero a otro.
-¿A quién? – preguntó el Papa con impaciencia.
-Se lo diré a solas – dijo Simón.
El Papá hizo un gesto y todos abandonaron la sala muy sorprendidos.
Entonces, Simón exclamó muy nervioso:
-Salvo que seas el Diablo en persona, sólo puedes ser mi hijo perdido, Elkanan.
-¡Padre! – gritó el Papa, y el anciano lo acogió entre sus brazos.
Cuando los demás volvieron a entrar, el Papa dijo con gran serenidad:
-Hemos decidido que la partida termine en tablas, y en agradecimiento por el inusual placer de la partida de ajedrez con un jugador tan talentoso como Simón de Maguncia, me hago eco de las peticiones de los delegados de la ciudad. Es mi voluntad que los judíos vivan en paz.
Poco después fue elegido un nuevo Papa. Corrieron muchos rumores. Uno de ellos consistía en que Andreas se había arrojado a las llamas; otro, que había desaparecido misteriosamente. Por aquel entonces llegó a Maguncia un extraño que fue recibido por Simón, con gran alegría, como su hijo Elkanan.

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El culo del ajedrecista
Enrocado en la insolubilidad, el culo del ajedrecista está a punto de no moverse para siempre. Gimnástico, profundo, ahí está su culo una hora más.
El del ajedrecista es el culo más trabajado: infinitas sesiones de espera lo han envejecido y por eso, por viejo, sabe esperar inmóvil, como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante, como si, precisamente por viejo, no fuese al que menos tiempo le queda. Corre el cronómetro… Y el encallecido culo del ajedrecista permanece quieto resistiendo la tentación del movimiento.
No hay ningún culo en la silla de enfrente. Por no haber, ni piezas hay sobre el tablero. El culo las contiene y las retiene, a las blancas y a las negras, a ellas y a todos sus movimientos, y también a sus combinaciones y a las tácticas y a las estrategias. Nada de todo esto, y mucho menos lo último, tiene valor, pues ya no se quiere ganar.

[La GM Alexandra Kosteniuk. Está amenazando con dar mate…]

Mientras su culo contiene la expresión de lo inútil, el ajedrecista se encara con el tablero vacío. Su preocupación es la posibilidad de la simetría. Observa: el escaque blanco a la derecha. Gira el tablero: la casilla blanca a la derecha. Lo vuelve a girar. Cada vez más rápido. Más rápido. ¡Más! El tablero da vueltas a gran velocidad. El ajedrecista ve cómo el cuadrado del tablero se transforma en un círculo y los colores se funden en el blanco. Al mismo tiempo, su culo, cuadratura del círculo, que todo lo sabía, inexpresivo, procede ahora a soltar pedos (no antes, pues corría el riesgo de expulsar como proyectiles alfiles o peones y, así, atraer la ilegalidad y la sanción del árbitro), pedos pitagóricos, constantes que gritan secretos en el silbido del tablero giróvago y que salpican los ojos del ajedrecista con avogadro, pi, planck…
Y el culo, batidora del destiempo, simultáneo apodíctico, ensimismado solipsista, entrega su núcleo ge; y el ajedrecista, mesmerizado por la infinitesimalidad, comprende que es imposible el círculo, se mira en el espejo levógiro del cosmos y levita, a una velocidad de nueve como ocho metros por segundo al cuadrado, más allá de Magallanes, con fiebre más alta que la de los finales de partida, esa locura que amenaza, perversa, al común de los mortales.

[La GM Natalia Zhukova. Estamos ya ante un rotundo mate en dos…]

1 comentario:

  1. ¡Hola! Muy buena nota. Mi fascinación por este juego es muy grande. Además, el ajedrez ha participado más en la ficción que todo el resto de juegos de mesa juntos.

    Ha sufrido mínimos cambios a lo largo del tiempo, y cada vez fascina a más personas (incluyéndome). Considerando que el primer movimiento de las blancas produce veinte posibles movimientos y que después del movimiento de las negras, el segundo de la partida, se producen cuatrocientas posibilidades más, puedo entender el por qué.

    Armé una nota completa sobre el ajedrez en la ficción, en mi blog de literatura. Me gustaría que puedas darte una vuelta para comentarlo:

    Link: http://www.viajarleyendo451.blogspot.com.ar/2013/02/el-ajedrez-en-la-ficcion-cine-y.html


    Saludos!

    Luciano // Seguime en https://www.facebook.com/sivoriluciano

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