[Marte jugando al ajedrez con Venus. Cuadro de Padovanino]
Releo el Satiricón (con el máximo placer, cómo no) y me encuentro con que el opulento, disparatado y ridículo Trimalción juega a esto:
“En efecto; seguíale un esclavo que traía un tablero de madera de terebinto y dados de cristal. Todo era de un refinamiento y gusto sin igual y fastuoso, pues, hasta los peones blancos y negros habían sido sustituidos por denarios de oro y plata” (PETRONIO. Satiricón. Madrid: Club Internacional de Libro, 1994. Traducción del Dr. Bergua, p. 46).
En nota al final del volumen, dice el traductor:
“El juego a que hace referencia, duodecim scripta, era una especie de ajedrez o juego de damas que se jugaba en un tablero (tabula) y que además de los peones (calculi) de dos diferentes colores, requería varios dados (tesserae) que cada jugador echaba a su vez, avanzando, retrocediendo y hasta perdiendo un peón, según el punto que sacaba” (ob. cit., p. 224).
Como el libro es, además de encantador, perfecto (recuérdense las loas que le dedicaba Nietzsche), más adelante se sirve de este juego como metáfora alegórica:
“La amistad es una palabra que dura lo que dura su utilidad; es como la ficha de juego que va y viene empujada por la suerte sobre el tablero” (ob. cit., p. 107).
En el siglo XIII se puso de moda el “ajedrez moralizado”, y Jacques de Cessole, en su transcripción de sermones, recoge el empleo del ajedrez como imagen de la sociedad. Fue en ese mismo siglo cuando al ajedrez le cayó encima el anatema de la Iglesia porque los jugadores habían vuelto a usar los dados. (¿Los dados? Bien, parece que los que se consideran precedentes más o menos remotos del ajedrez, como el senet egipcio o la chaturanga india, en oposición a la estratégica y reflexiva petteia griega, también utilizaban los dados). Y en el siglo XIII, a finales, se escribe un Ajedrez amoroso de nada más y nada de menos que treinta mil versos… Ni siquiera escapa al tablero de ajedrez la guerra entre el amor y la moral. Liberados (en apariencia) del azar, es decir, (en realidad) de los dados, a finales del siglo XIV y principios del XV encontramos a un papa como León X entusiasmado con el ajedrez, y un estudiante de Salamanca, llamado Lucena, escribe Repetición de Amores e Arte de Axedres. (Información extraída de Larousse del ajedrez, Barcelona: Larousse, 2000, pp. 20-24).
Nunca había oído hablar del duodecim scripta, y a poco que busco me entero de que ya antes lo había citado Ovidio en su Arte de amar:
[Un caso perdido. Cuadro de George Goodwin Kilburne]
III. Es para las mujeres este libro.
Me da vergüenza aconsejar minucias,
decir que las tiradas de las tabas
las debe conocer, y los valores
que tienes, dado, cuando ya has caído.
Que unas veces arroje los tres números, y otras
piense acertadamente y con astucia
en qué punto pararse, en cuál pedir.
Que juegue a los combates de soldados
con precaución y sin torpeza alguna: [105]
mueve el peón que está solo contra un doble enemigo,
y el guerrero atacado por sorpresa
lucha sin su consorte, y encelado [106]
retrocede a menudo por la senda emprendida.
Reparte las bolitas diminutas [107]
sobre un cuadrilátero descubierto,
y, salvo la que quites, no has de mover ninguna.
Existe un tipo, que con tenue línea
queda en tantas casillas dividido
como los meses del huidizo año.
El pequeño tablero de acogida [108]
a tres fichas de uno y otro lado:
vence el que llega enfrente con las suyas.
Practicarás mil juegos. Queda feo
que no sepa jugar una muchacha.
A menudo, jugando se prepara el amor.
(OVIDIO. Amores. Arte de amar. Madrid: Cátedra, 1993, pp. 520-1. Traducción de Juan Antonio González Iglesias).
Los números entre corchetes junto a los versos corresponden a notas a pie de página, que paso a copiar:
[105] A continuación se exponen los múltiples riesgos que conlleva el no saber bien jugar a esta especie de ajedrez.
[106] El guerrero y su consorte son en este juego los equivalentes del rey y la reina de nuestro ajedrez, con el que guarda bastantes similitudes. Él sufre celos precisamente porque ha perdido a su dama en el combate.
[107] Se describe un juego distinto, que podría ser el tres en raya, ya que sólo se mueve una ficha cada vez, si no fuera porque a continuación menciona un tablero similar al de ese juego y lo considera diferente.
[108] Parece que se trata de doce casillas en el total del tablero y no en una de sus caras. Es el ludus duodecima scriptorum (ob. cit., p. 520).
Me demoro, entretengo y solazo revisando el Arte de amar, y casi me olvido de que estaba pensando en el ajedrez (a saber a qué cielos se me había ido el santo), cuando en la página 447 (II. Finge que eres esclavo de su amor) encuentro que Ovidio menciona otro juego en el que se usan peones de vidrio, el imagine latrocinii o “Representación de la milicia”. Y es que para Ovidio el amor es, casi siempre, militia amoris.
Que el ajedrez se ha empleado como metáfora y alegoría de casi todo en esta vida, ya lo sabemos. Descartados los dados, el juego se aleja, al menos en apariencia, del azar y se vuelve racional, incluso racionalista, y la imaginación, que casi siempre se apoya en eso que mina y disuelve, justo en la línea de flotación, verdades y órdenes, y que no es otra cosa que la incertidumbre (o, si quieren, la ignorancia); digo que la imaginación, entonces, se convierte en un vestigio supernumerario y molesto. En estas condiciones, la estrategia y la táctica lo son todo y el ajedrez sólo puede servir como metáfora de guerras: morales, religiosas, sociales, de sexos… Y en un mundo en el que se abroga el azar, la sociedad no puede ser más que una guerra y el ajedrez, su espejo, su reflejo en miniatura.
[El café. Cuadro de José Jiménez Aranda]
Pero es que el ajedrez lo tiene todo para servir como modelo para todo. Mezclando a Wilde y a Kasparov, se podría decir que la vida imita al ajedrez. El ajedrez es un juego, y es un juego de guerra. Y en un juego, por muy lógico que sea, no es posible controlar todas las variables (dentro y fuera del tablero). ¿Y qué es el amor, en cuanto que seducción, sino un juego? ¿Y qué es el amor, en cuanto que conquista, sino una guerra, aunque sea contra los elementos?
El ajedrez, por lo tanto, como suprema militia amoris, no se olvida de la razón de la lógica, ni de la irracional lógica del mundo, ni del azar que introducen las incertidumbres de los jugadores, y en la agonal relación de los jugadores siempre cabe ese flirteo con la belleza de la partida más hermosa, gane quien gane, y con el sumo placer de la victoria, pues se desea ganar porque la victoria no es más que el reflejo de los movimientos más hermosos, como en el amor se seduce a la que pensamos más hermosa (la victoria) mediante los medios que consideramos más hermosos (los movimientos) por encima de todos los obstáculos (los rivales, las condiciones de cada partida e incluso las reservas y dudas de la propia victoria).
[Ferdinand y Miranda. Cuadro de Edward Reginald Frampton]
¿Quién creen ustedes que ganó en La tempestad, Ferdinand, Miranda o ambos?