HESSE,
Hermann. Bajo las ruedas. Madrid:
Alianza Editorial, 2005. Traducción de Genoveva Dieterich.
Con su habitual sensibilidad y
delicadeza, aunque no exentas de severa crítica, Hesse narra la historia de
Hans Giebenrath.
Hans es un ser excepcional,
refinado, espiritual, diferente a la mediocre mayoría que le rodea en su viejo
pueblo, lugar que “había producido muchos ciudadanos probos en sus ocho o nueve
siglos, pero nunca un talento o un genio” (p.9). Su propio padre, cuya
descarnada descripción inicia la obra, es el mejor exponente de las cualidades
de la población:
“Herr Joseph Giebenrath, comisionista y agente comercial, no se
destacaba de sus ciudadanos por ningún mérito o singularidad. Tenía, como
ellos, una figura maciza y sana, un mediano talento para el comercio, unido a
una profunda y cordial veneración por el dinero, además de una pequeña casa con
jardín, un panteón familiar en el cementerio, una religiosidad un poco
racionalista y algo inconsistente, un razonable respeto de Dios y de la
autoridad y una sumisión ciega a los férreos mandamientos del decoro burgués” (p.7).
“Su vida interior era la del pequeño
burgués. Lo que quizá poseía de corazón se había empolvado hacía tiempo y no
consistía más que en un vago y tradicional sentido de la familia, un orgullo
por su hijo, y un ocasional impulso de socorrer a los pobres. Sus facultades
intelectuales no iban más allá de una innata y rigurosamente delimitada astucia
y habilidad en las cuentas. Su lectura se reducía al periódico y, para
satisfacer sus necesidades culturales, bastaban la representación anual de
aficionados a cargo del “Círculo” y, de vez en cuando, la visita a un circo” (p.
8).
[La danza. Matisse]
En tan desolador panorama y de manera
inexplicable nace Hans, un niño delicado, de gran inteligencia y de aspecto
distinguido. Huérfano de madre, es el orgullo de su padre, que invierte en él
sus esperanzas de prosperidad. El niño tiene curiosidad intelectual y se
prepara a fondo para ingresar en el prestigioso seminario de Tübingen, que cada
año acoge a la flor y nata de la joven inteligencia del país, treinta o
cuarenta niños que serán formados a conciencia a cargo del Estado, al que
habrán de pagar el favor durante el resto de sus días.
Hans se presenta a una difícil
prueba de selección junto a docenas de muchachos inteligentes: es el
Landexamen, que supera con el segundo puesto. Todo es alegría en su pueblo,
todos se sienten orgullosos de él, saben que le espera un futuro envidiable. El
niño sólo lamenta no haber obtenido el primer puesto. Observa a sus
conciudadanos consciente de su superioridad y decidido a llegar a lo más alto,
a ser el primero.
[Seminario de Tubinga]
Tras el examen llegan las
vacaciones. Hans se deleita paseando en soledad por los bosques, nadando y
pescando en el río, observando el cielo, las aves, las plantas (Hesse dedica
amplios párrafos a describirlos). Lleva meses encerrado, estudiando. Está flaco
y débil. Ahora tiene el verano por delante para disfrutar. Nunca tuvo muchos
amigos, no siempre sabía disfrutar de sus juegos, pero sí de la Naturaleza, los
paseos, los relatos de la vieja Liese en la misteriosa fábrica de curtidos, el
miserable ambiente de la calle Falkengasse (próxima a Gerbergasse, de ambiente
selecto, donde habitaban “los probos y sólidos ciudadanos”, p.136, y el propio
Hans), donde Hans acudía, a pesar de la prohibición paterna, atraído por aquel
otro mundo inquietante de delincuencia, pilluelos, alcoholismo y, sin embargo,
no exento de seres bondadosos (pp. 140-141).
[La alegre comitiva.
Franz Hals]
Mas no podrá Hans disfrutar de
todos estos placeres, quizás los últimos de su infancia. El director del
colegio, el cura, su padre, todos, en definitiva, le proponen que siga
estudiando, que avance en las nuevas materias, el latín, el hebreo, el estudio
de Homero y las Escrituras. Todo es poco para ir bien preparado. Hans no sabe
decir que no, consciente de su responsabilidad y ante tal presión. Sólo el
zapatero Flaig le previene.
Así, Hans pasa el verano
dedicado al estudio hora tras hora y sin apenas tiempo para reponerse, coger
fuerzas y disfrutar.
Ya en el imponente y hermoso
seminario, Hans es alojado en el dormitorio Hellas junto a otros nueve chicos.
Entre ellos destaca Hermann Heilner, alumno brillante aunque poco esforzado,
poeta y esteta, con un espíritu lleno de sentimentalismo y ligereza, despierto
y en pos de un camino propio, independiente.
Entre ellos se inicia una
relación, difícil al principio, que poco a poco se va consolidando. Esta
amistad no es del agrado del director, que observa cómo su mejor alumno de
hebreo, Hans, va desatendiendo su trabajo por dedicar tiempo al amigo, Heilner,
que, inquieto e indómito, se ha metido ya en más de un problema y ha tenido que
ser sancionado. Hans es consciente de las dificultades que puede acarrearle
aquella relación, que por otra parte le abre una nueva perspectiva antes
desconocida: un espíritu amante de la belleza, gentil y espiritual, melancólico
pero capaz de disfrutar de la tristeza, crítico y libre (pp.79-80).
La tensión va en aumento y,
finalmente, Heilner es expulsado del seminario por su actitud firme y
desafiante ante el director tras desaparecer del centro durante varios días.
Hans, por su parte, cae en una desidia y debilidad crecientes que le impiden
concentrarse en el trabajo. Ha pasado de ser el mejor alumno, el empollón, a
suspender. Tras una crisis, es enviado a casa con el diagnóstico de padecer una
enfermedad nerviosa.
[El sueño de la razón produce monstruos. Grabado de Goya]
Todo ha terminado. Vuelve a casa
y sólo percibe desinterés por parte de todos aquellos que antes lo admiraban.
Su propio padre lo observa con desconfianza. Intenta volver a disfrutar de los
placeres de su niñez, de los paseos y los paisajes, pero ve que se le escapan.
Ya no es igual, ya no es un niño. Sólo brevemente consigue alguien sacarlo de
su abstracción: una joven hermosa y risueña que le sonríe y coquetea con él,
que lo acaricia y se hace acariciar y despierta en él una inquietud nunca antes
conocida por el muchacho, mezcla de dulzura y amargura, pero placentera.
[The
Couple, de Karl Kasten. 1993]
Pero Hans ha de buscarse una ocupación, no puede estar todo el día
mano sobre mano, le recuerda su padre. Y entra a trabajar como mecánico, la más
elevada casta de artesanos del pueblo. No le resulta fácil a causa de su
debilidad y es consciente de que su caída a aquellos niveles provoca risitas
burlonas. Pero hace todo lo que está en su mano. Incluso se apunta a la
consagrada juerga cervecera de sus compañeros, donde entre risotadas se cuentan
una y otra vez las mismas historias jactanciosas. También Hans bebe cerveza
tras cerveza hasta que, mareado, emprende el camino de vuelta al pueblo, donde
iracundo le espera su padre, vara en mano, por haberse retrasado. Incluso ha
echado el candado a la puerta. Pero Hans no ha de llegar. Flota en el río donde
solía disfrutar, arrastrado por la corriente.
Con su muerte, ha conseguido volver a ser el centro de atención y
todos están en su entierro. Lamentan la pérdida de un muchacho que tenía tantas
posibilidades, el pobre. Siempre se van los mejores. Ay... Nadie ve más allá,
ni piensa por un momento qué parte de responsabilidad le corresponde por
aquella pérdida. Sólo el zapatero Flaig ve en todos ellos a los responsables de
la muerte del joven, y consuela al doliente padre.
Se refiere, en especial, a los profesores. Y es que esta obra es
una crítica implacable contra el sistema educativo y los docentes, que sólo
fomentan la docilidad, persiguen limar y eliminar todo lo que destaque como
extraordinario, desean exprimir y no potenciar o estimular, fomentan lo más
árido del conocimiento sin tener atisbo ni transmitir auténtica profundidad de
espíritu. Se limitan, en definitiva, a fagocitar y regurgitar conocimientos
hueros, a presión y sin alma, y cercenan de raíz todo lo que muestre síntomas
de ser excepcional, genuino e innovador. Ni el propio Nietzsche lo habría
descrito mejor. O sí:
“La educación: un
sistema de medios para arruinar las excepciones a favor de la regla. La formación: un sistema de medios para
dirigir el gusto contra la excepción
a favor de los mediocres”.
(NIETZSCHE, Friedrich. Fragmentos póstumos IV. Madrid:
Tecnos, 2008, p. 672. Traducción de Juan Luis Vermal y Joan B. Llinares).
[Si sabrá más el discípulo. Grabado de Goya]
Sólo un botón, como muestra:
“Desde tiempos remotos se ha venido consolidando un profundo
abismo entre el gremio de profesores y el genio. Cualquier atisbo de que éste
aparezca en un colegio les resulta a los profesores de antemano odioso. Para
ellos los geniales son esos chicos traviesos que les faltan al respeto, que
empiezan a fumar a las catorce años, se enamoran con quince, van a las tabernas
con dieciséis, leen libros prohibidos, escriben redacciones insolentes, miran
de vez en cuando al profesor con sorna y acaban en el libro de clase como
rebeldes y candidatos a un arresto. Un maestro de escuela prefiere unos cuantos
burros en su clase a un solo chico genial. Y en el fondo tiene razón, porque su
deber no es formar espíritus extravagantes, sino buenos latinistas, matemáticos
y hombres de provecho [...] Así se repite, de colegio en colegio, el
espectáculo de la lucha entre sistema y espíritu. Una y otra vez vemos al
Estado y al sistema educativo empeñados con saña en arrancar ya de raíz los
pocos espíritus profundos y valiosos que aparecen cada año” (p. 104).