TURGENEV, Ivan. The diary of a superfluous man. Toronto: Dover, 1995.
El diario como forma de ficción literaria dota a las narraciones en primera persona de innegables coherencia y fortaleza y, además, descubre, por vía de lo imaginario, las oscuras entrañas de todo diario: ante la pregunta “Para quién se escribe”, surge, en la ficción, el lector cierto como respuesta a la cuita que todo escritor de diarios, más o menos sincero, se hace a sí mismo.
Esta forma posee egregios ejemplos y también, claro, como en todo, epígonos supernumerarios. Entre los primeros, en lengua castellana, quién no recuerda Diario de un cazador, de Delibes. De los segundos, de los que se suman al mercado editorial para restar, no diremos nada. Aunque quizás haya que recordar que esta mala moda de hacer las cosas mal, a bulto, libros sin literatura, encontró en la publicación para niños y jóvenes un filón inagotable, y, ya sabemos, hace tiempo que no hay diferencia alguna entre libros producidos y vendidos para niños y jóvenes y libros producidos y vendidos para adultos. En fin, de los libros para jóvenes en forma de diario, yo sólo salvaría Diario secreto de Adrian Mole, de Sue Townsend.
Afortunadamente, ahora nos las tenemos que ver con literatura. Turgenev, en Diario de un hombre superfluo, nos expone a los últimos doce días de vida de un hombre de treinta años (aquejado, lo más probable, de tuberculosis). Este hombre, Tchulkaturin, se nos presenta sin ambages como un hombre superfluo, como alguien que bien podría no haber existido; es más, como alguien que mejor habría sido, para él y para los demás, que jamás hubiese nacido.
Su tragedia consiste, como toda tragedia humana y sólo humana, en una irreconciliable falta de armonía y comunicación entre el exterior y el interior, o, al menos, en apariencia: en la apariencia de una conciencia exacerbada que se convierte en la única vida del solitario más o menos a la fuerza. Tchulkaturin siente que podría haber sido algo más, mucho más si su expresión estuviese en consonancia con su conciencia como membrana imprimida por el mundo y como matriz que genera ideas. Pero el caso es que este hombre vive dos vidas: la de su conciencia y la de estar en el mundo.
Sin talento, sin misión, sin otra manera de existir que el ir durando, el hombre prolonga su existencia a la espera del milagro de la felicidad y, a veces, en pos de esa felicidad. Por supuesto, en el caso de alguien sin dones que lo eleven por encima de la media, es decir, que lo catapulten a un éxito vivido o póstumo, este hombre cifra su felicidad en el amor. Al final de sus días, Tchulkaturin se dedicará a recordar la fuente de su amargura, el único suceso que en su vida, de manera insoslayable, le comunica que es un hombre superfluo. Este suceso no es otro que un desamor.
Esta forma posee egregios ejemplos y también, claro, como en todo, epígonos supernumerarios. Entre los primeros, en lengua castellana, quién no recuerda Diario de un cazador, de Delibes. De los segundos, de los que se suman al mercado editorial para restar, no diremos nada. Aunque quizás haya que recordar que esta mala moda de hacer las cosas mal, a bulto, libros sin literatura, encontró en la publicación para niños y jóvenes un filón inagotable, y, ya sabemos, hace tiempo que no hay diferencia alguna entre libros producidos y vendidos para niños y jóvenes y libros producidos y vendidos para adultos. En fin, de los libros para jóvenes en forma de diario, yo sólo salvaría Diario secreto de Adrian Mole, de Sue Townsend.
Afortunadamente, ahora nos las tenemos que ver con literatura. Turgenev, en Diario de un hombre superfluo, nos expone a los últimos doce días de vida de un hombre de treinta años (aquejado, lo más probable, de tuberculosis). Este hombre, Tchulkaturin, se nos presenta sin ambages como un hombre superfluo, como alguien que bien podría no haber existido; es más, como alguien que mejor habría sido, para él y para los demás, que jamás hubiese nacido.
Su tragedia consiste, como toda tragedia humana y sólo humana, en una irreconciliable falta de armonía y comunicación entre el exterior y el interior, o, al menos, en apariencia: en la apariencia de una conciencia exacerbada que se convierte en la única vida del solitario más o menos a la fuerza. Tchulkaturin siente que podría haber sido algo más, mucho más si su expresión estuviese en consonancia con su conciencia como membrana imprimida por el mundo y como matriz que genera ideas. Pero el caso es que este hombre vive dos vidas: la de su conciencia y la de estar en el mundo.
Sin talento, sin misión, sin otra manera de existir que el ir durando, el hombre prolonga su existencia a la espera del milagro de la felicidad y, a veces, en pos de esa felicidad. Por supuesto, en el caso de alguien sin dones que lo eleven por encima de la media, es decir, que lo catapulten a un éxito vivido o póstumo, este hombre cifra su felicidad en el amor. Al final de sus días, Tchulkaturin se dedicará a recordar la fuente de su amargura, el único suceso que en su vida, de manera insoslayable, le comunica que es un hombre superfluo. Este suceso no es otro que un desamor.
[Iván Turgenev]
Se diría que para Turgenev el amor, sobre todo cuando no es vivido en esa edad en la que la ilusión está permitida porque no convierte en iluso; se diría, pues, que para Turgenev el amor a destiempo sólo es una enfermedad: el opio de los superfluos o de los débiles. Esto ya lo vimos, por ejemplo, en el Fausto que en este mismo espacio hemos reseñado no hace mucho.
El Calígula de Camus no pudo describir con mayor claridad el patetismo de todo hombre superfluo: “La gente se muere, y no es feliz”. El protagonista de Turgenev se pregunta y lamenta: “Here I am dying… A heart capable of loving and ready to love will soon cease to beat… And can it be it will be still for ever without having once known happiness, without having once expanded under the sweet burden of bliss? Alas! it’s impossible, impossible, I know…” (p. 39).
Tchulkaturin reconoce que la pasión, no correspondida, que sintió por la joven Liza, fue su momento de vida vivida, su pasión. Y también su locura, porque el solitario, inmune a la realidad exterior y encerrado en su conciencia desiderativa, sin más valor ni talento que el mero hecho de estar vivo y ser del montón, enloquece ante la posibilidad de amar y ser amado y, sobre todo, ante el hecho de amar y no ser amado. Ante esta imposibilidad, el hombre se revela en toda su nulidad: no muestra grandeza, ni entereza, ni humanidad, y se desvive, jugando con las falsas leyes sociales, por conseguir lo que jamás tendrá. Un hombre superfluo, incapaz de éxito e incapaz de retirada. Y, así, Tchulkaturin siente lo mismo que su amada Liza cuando es abandonada por su amado: “The emptiness, the fearful emptiness!” (p. 38).
Turgenev nos recuerda la pregunta que ninguno de nosotros quiere hacerse. Nosotros, los que hemos nacido de hombre y mujer y estábamos destinados a ser humanos. Nosotros, los que no tenemos una misión que nos redima, es decir, que nos justifique, que le dé sentido a nuestra existencia. La sencilla y terrible pregunta: “¿Qué sentido tiene que esté vivo?”. La pregunta que al final, cuando nos asalten los recuerdos de lo que realmente era importante, nos pondrá contra el paredón de nuestra conciencia: “¿Quién he sido, para qué he vivido?”.
Uno no puede, leyendo esta obra de Turgenev, dejar de recordar a Gogol y su Diario de un loco. También Aksenti Ivanovich, alias Fernando VIII, es un hombre superfluo, enamorado de una joven que ni se entera de su existencia, entregado a una vida estúpida que, en este caso, lo conduce a la locura porque el mundo está más loco que él, y lo torturan, y sufre y llora: “¿Quizás sea mi casa la que se vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana? ¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo lo martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el mundo no hay sitio para él”.
Se diría que para Turgenev el amor, sobre todo cuando no es vivido en esa edad en la que la ilusión está permitida porque no convierte en iluso; se diría, pues, que para Turgenev el amor a destiempo sólo es una enfermedad: el opio de los superfluos o de los débiles. Esto ya lo vimos, por ejemplo, en el Fausto que en este mismo espacio hemos reseñado no hace mucho.
El Calígula de Camus no pudo describir con mayor claridad el patetismo de todo hombre superfluo: “La gente se muere, y no es feliz”. El protagonista de Turgenev se pregunta y lamenta: “Here I am dying… A heart capable of loving and ready to love will soon cease to beat… And can it be it will be still for ever without having once known happiness, without having once expanded under the sweet burden of bliss? Alas! it’s impossible, impossible, I know…” (p. 39).
Tchulkaturin reconoce que la pasión, no correspondida, que sintió por la joven Liza, fue su momento de vida vivida, su pasión. Y también su locura, porque el solitario, inmune a la realidad exterior y encerrado en su conciencia desiderativa, sin más valor ni talento que el mero hecho de estar vivo y ser del montón, enloquece ante la posibilidad de amar y ser amado y, sobre todo, ante el hecho de amar y no ser amado. Ante esta imposibilidad, el hombre se revela en toda su nulidad: no muestra grandeza, ni entereza, ni humanidad, y se desvive, jugando con las falsas leyes sociales, por conseguir lo que jamás tendrá. Un hombre superfluo, incapaz de éxito e incapaz de retirada. Y, así, Tchulkaturin siente lo mismo que su amada Liza cuando es abandonada por su amado: “The emptiness, the fearful emptiness!” (p. 38).
Turgenev nos recuerda la pregunta que ninguno de nosotros quiere hacerse. Nosotros, los que hemos nacido de hombre y mujer y estábamos destinados a ser humanos. Nosotros, los que no tenemos una misión que nos redima, es decir, que nos justifique, que le dé sentido a nuestra existencia. La sencilla y terrible pregunta: “¿Qué sentido tiene que esté vivo?”. La pregunta que al final, cuando nos asalten los recuerdos de lo que realmente era importante, nos pondrá contra el paredón de nuestra conciencia: “¿Quién he sido, para qué he vivido?”.
Uno no puede, leyendo esta obra de Turgenev, dejar de recordar a Gogol y su Diario de un loco. También Aksenti Ivanovich, alias Fernando VIII, es un hombre superfluo, enamorado de una joven que ni se entera de su existencia, entregado a una vida estúpida que, en este caso, lo conduce a la locura porque el mundo está más loco que él, y lo torturan, y sufre y llora: “¿Quizás sea mi casa la que se vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana? ¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo lo martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el mundo no hay sitio para él”.
[Borrado de la lista, Paul Klee]
Y, claro, uno se pregunta qué tenían estos rusos del XIX, qué genio o qué demonio los animaba a pensar y escribir como lo hacían. Porque recordamos, por supuesto, a Dostoyevski y el comienzo de El sueño de un hombre ridículo (Barcelona: Áltera, 1998): “Soy un hombre ridículo. Ahora me llaman loco. Esto representaría un ascenso de categoría si no continuara siendo tan ridículo como antes para la gente” (p. 7), o el de El doble (Madrid: Alianza, 1985): “Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yakov Petrovich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par” (p. 13), o el comienzo de Apuntes del subsuelo (Madrid: Alianza, 1991): “Soy un hombre enfermo… Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático” (p. 17), o el final del cuento, el muy poco conocido y extremadamente humano, El señor Projarchin (Barcelona: Ediciones G.P., ?): “Estoy muerto. Parece imposible y, sin embargo, si no estuviera muerto y me levantase de pronto, ¿crees tú que pasaría algo? ¿Oyes? ¿Qué pasaría si me levantase? ¿Qué pasaría?" (p. 64).
Y, claro, uno se pregunta qué tenían estos rusos del XIX, qué genio o qué demonio los animaba a pensar y escribir como lo hacían. Porque recordamos, por supuesto, a Dostoyevski y el comienzo de El sueño de un hombre ridículo (Barcelona: Áltera, 1998): “Soy un hombre ridículo. Ahora me llaman loco. Esto representaría un ascenso de categoría si no continuara siendo tan ridículo como antes para la gente” (p. 7), o el de El doble (Madrid: Alianza, 1985): “Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando Yakov Petrovich Goliadkin, funcionario con la baja categoría de consejero titular, se despertó después de un largo sueño, bostezó, se desperezó y al fin abrió los ojos de par en par” (p. 13), o el comienzo de Apuntes del subsuelo (Madrid: Alianza, 1991): “Soy un hombre enfermo… Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático” (p. 17), o el final del cuento, el muy poco conocido y extremadamente humano, El señor Projarchin (Barcelona: Ediciones G.P., ?): “Estoy muerto. Parece imposible y, sin embargo, si no estuviera muerto y me levantase de pronto, ¿crees tú que pasaría algo? ¿Oyes? ¿Qué pasaría si me levantase? ¿Qué pasaría?" (p. 64).
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