martes, 26 de octubre de 2010

LA ELEGIA DE MARIENBAD

GOETHE, J. W. El hombre de cincuenta años. La Elegía de Marienbad. Barcelona: Alba, 2002.

[Ulrike von Levetzow a la edad de diecisiete años]

A la edad de cincuenta años, Goethe comienza un relato, no exento de ironía, y que habría de incluir en su Wilhelm Meister, acerca de cómo un hombre ya maduro ha de renunciar a los arrebatos de amor y pasión que le suscita la visión y compañía de la juventud. Goethe parece muy seguro de sí mismo y ensalza, con fortaleza clásica, las virtudes de la renuncia.

Ya septuagenario, Goethe se enamora de una muchacha de apenas diecisiete años. Y esto para escándalo y temor social y familiar, y, sobre todo, para dolor del propio Goethe, pues no será correspondido. Quizás donde más nítidas se mantienen las huellas de esta ilusión sea en las Conversaciones con Eckermann, comenzadas justo después de que Goethe realizase su último viaje a Marienbad, su última visita a la joven Ulrike von Levetzow.

¿Cómo es posible que un hombre, en el sentido en el que Napoleón empleó esta palabra cuando vio a Goethe, cayera presa de semejante aberración? Pero ¿acaso se trataba de una aberración? Tal vez de un bochornoso error, y todo es bochornoso cuando no termina en éxito.

El viejo Goethe perdió, por cierto tiempo, la clásica y estoica compostura para apasionarse como un adolescente: parece que la vida no lo había abandonado, aunque, para muchos de sus contemporáneos, sí la razón. ¿Cómo puede un viejo atreverse a creer poder ser amado por una joven? En cualquier caso, siempre nos quedará la sublimación, la conversión de la pasión en arte para perdonar estos desmanes… La Elegía de Marienbad bien vale un ridículo.

Pero cerca del final de sus días ¿no encontró Montaigne cierto calor en una joven? El mismo Montaigne (Ensayos III. Madrid: Cátedra, 2002) que escribió acerca del amor entre jóvenes y viejos (o ya no tan jóvenes): “Nada puede asegurarnos de ser amados, conociendo nuestra condición y la suya. Avergüénzome de estar entre esta verde y ardorosa juventud […] ¿A qué ir a mostrar nuestra miseria a esa alegría? […] Tienen de su lado la fuerza y la razón; dejémosles sitio, no tenemos ya qué conservar” (p. 128). Eso sí, después de recordarnos la frustrada y filosófica historia de amor entre el viejo Sócrates y el joven Alcibíades (aunque historia esta de signo contrario: el viejo rechaza las proposiciones del joven), y antes de hacerse esta sesuda reflexión: “¿Por qué no apetecerá alguna de esa noble unión socrática del cuerpo con el espíritu, comprando con sus muslos una inteligencia y concepción filosófica y espiritual, el más alto valor al que pueda llevarlos?” (p. 131).

Esto de la sublimación, por otra parte, a todos nos parecerá una maravilla; a todos menos al que sublima, claro. ¿Estaba Dodgson enamorado de Alice Liddell? En cualquier caso, lo sublimó en Literatura (y fotografía). ¿Estaba Burne-Jones enamorado de Katie Lewis? En cualquier caso, lo sublimó en una alegre correspondencia y en cuadros y dibujos. Todos disfrutamos. ¿Estaba Machado enamorado de Isabel Izquierdo? En cualquier caso, lo sublimó en matrimonio (pero uno no deja de recordar ciertas escenas de Tiempo de silencio…). ¿Estaba John Ruskin enamorado de Rose La Touche? En cualquier caso, más le habría valido sublimar para no acabar buscando a su amada muerta en los cuadros de Carpaccio… Y, así, de todas formas, todos disfrutamos.

Ahora bien, ¿qué hacemos con Abisag, la sunamita? Dice Unamuno: “Porque Abisag, la virgen, aquella a la que no conoció David y ella no conoció a David sino en deseo, fue la última madre del gran rey” (La agonía del cristianismo. Madrid: Alianza, 1986, p. 52). Hermosas las palabras de Unamuno. Pero recordamos los todavía más hermosos poemas de Rilke sobre Abisag: Ella yacía. Y sus brazos de niña estaban / atados por los criados en torno al que se marchitaba […] yacía sobre su enfriarse principesco / virginal y ligera como un alma […] Pero de noche Abisag se arqueaba / sobre él. Su confusa vida yacía / abandonada, como una costa de mala fama, / bajo la constelación de sus pechos silenciosos (Nuevos Poemas I. Madrid: Hiperión, 1991, pp. 43,45).

¿Y qué hacemos con ese rey David que sólo quiere, para escándalo de todos, incluidos los beneficiados por esa herencia que se llama sublimación, pues lo que uno vive no le vale a nadie más; qué hacemos con ese rey David que sólo quiere, a destiempo, un poco de calor? ¿Podríamos sublimar nuestra razón, tal vez, y en lugar de escandalizarnos ante el probable fracaso, podríamos, en vez de envidiar calculando, apiadarnos para lamentar también nuestro destino, nuestras imposibilidades?
[La anciana Ulrike von Levetzow]

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