TURGENEV, Ivan. Faust. London: Hesperus, 2003.
[Visión de Fausto. Luis Ricardo Falero]
Ya en septiembre de 2002 apareció en la revista literaria Perenquén (pp. 59-64) nuestro texto titulado “Posibilidad y actualidad de Fausto”. El interés no es nuevo, y el tema es viejo. Ahora llega a nuestras manos el Fausto de Turgenev y no vendrá mal volver a hablar de Fausto, inmortal o senilmente joven, pasados los años, ahora que también nosotros somos tan sólo juvenilmente seniles.
Fausto cristaliza en Goethe, como Don Juan lo hace en Tirso de Molina, tras haber pasado por metamorfosis que no dejarán de sucederse en la historia de la Literatura. Ya en Milagros de Nuestra Señora, escrito en el siglo XIII, Gonzalo de Berceo pone en cuaderna vía “De cómo Teófilo fizo carta con el Diablo de su ánima et después fue convertido e salvo”. Vender el alma, el inmortal bien de la buena inmortalidad, para conseguir lo deseado efímero, tiene que recordarnos a otro vendedor de cosas valiosas, en este caso cierto tipo de sabiduría y carisma religiosos, a cambio, sin duda, de riqueza y prestigio: Simón el Mago. Vender el conocimiento tampoco estaba bien visto entre los contemporáneos de Sócrates: los sofistas no se granjearon ninguna amistad por el hecho de cobrar sus lecciones.
En principio, el dilema de Fausto se resume en una compra-venta. Lo que se quiere es la realización de un deseo, la obtención urgente de algo codiciado: conocimiento, placer, poder, belleza, éxito, genialidad… También en el siglo XIII, el Libro de Alexandre nos expone a un Fausto llamado Alejandro Magno que, cegado por el poder, se deja llevar por el egoísmo y la ambición y es arrastrado al infierno por el camino de los pecados.
Las coordenadas metafísicas del espacio de Fausto son desde el comienzo cristianas: el paso del mundo efímero que nada vale al mundo verdadero y eterno no conoce atajos, el único camino es la dura vida con la cruz a cuestas: fe y obras según la ley divina. Así sucede, por ejemplo, en el anónimo del siglo XVI Historia del doctor Johann Fausto. Fausto, o bien porque no cree en un mundo más allá, o bien porque se cree lo bastante listo como para engañar a Dios, o bien porque todo le da igual, o bien porque está desesperado, prefiere los bienes probables aquí y ahora, e incluso no ahora, sino ya, y, sobre todo, con el menor esfuerzo posible. De todas formas, las coordenadas metafísicas van perdiendo, poco a poco, su trasfondo cristiano, aunque cuesta simularlo. Del siglo XVII son la obra dramática Es esclavo del demonio, de Mira de Amescua, y El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara: un primer paso de la Edad Media al Renacimiento ya lo había dado Christopher Marlowe en 1604 con la publicación de su Fausto.
[Doctor Fausto. Grabado de Rembrandt]
Al desdibujarse el cristianismo, también se van borrando las coordenadas metafísicas. Está bien que Fausto venda su alma si eso es lo que quiere o puede, pero ¿qué sucede si además de vender lo suyo vende lo de otro, o a otro? Es decir, ¿quién es este Fausto capaz de sacrificar al otro? ¿Y quién es ese otro que al aceptar o al serle impuesto el sacrificio salva o no a Fausto? Uno no tiene más remedio que recordar, hablando de metamorfosis, los abismos que median entre el burlador de Sevilla de Tirso de Molina y el Tenorio de Zorrilla. También nos viene a la mente el Caín de Lord Byron y el Demonio del Paraíso perdido de Milton. Pero regresemos a nuestro protagonista.
Y regresamos de la mano de Goethe, quien en la Primera Parte de su Fausto lo baja todo al suelo para, en la Segunda Parte, elevarlo todo a lo alto… (Donde, de hecho, había empezado, pero, digámoslo así, a lo grande: recreando la apuesta entre Dios y el Demonio en el comienzo del libro de Job). Y recordemos que Goethe dijo que le tenía un “odio juliano” al cristianismo… De ahí, quizás, de tanto bajar para luego subir, que un lector como Nietzsche no soportase la Segunda Parte de la obra de Goethe. Lo cierto es que si se compara la Segunda Parte, con esa Margarita-eleva-a-lo-alto, con el Manfred de Lord Byron, no es de extrañar los muchos y altos elogios que Goethe dedica tanto al autor como a la obra. Por su parte, Christian Dietrich Grabbe se inspira en la Primera Parte de la obra de Goethe para escribir una obra interesantísima por el hecho de poner en relación a dos figuras míticas del alma y la vida humanas: Don Juan y Fausto. Y, por lo demás, en el siglo XIX las sombras de Fausto y Goethe son alargadas: Lessing, Lenz, Chamisso, Weidmann, Grillparzer...
Pero la religión, la religión cristiana en concreto, se va diluyendo en la inmanencia del hombre que no va más allá de sus sensaciones y del tiempo: la estética se convierte en ética y la ética, por pura lógica, en experimento. Cambian los objetos de trueque, cambia lo sacrificado, y a Fausto le sale un duro competidor: el mismísimo Mefistófeles, el ideal nihilista. De ahí que, en el siglo XIX, encontremos obras tan dispares como las de Espronceda, El estudiante de Salamanca y El Diablo Mundo, la de Juan Valera, Las ilusiones del doctor Faustino, la de Louisa May Alcott, A Modern Mephistopheles, o las tremendas obras de Maupassant, Bel Ami, Kierkegaard, Diario de un seductor, y Zola, La obra.
[Imagen del siglo XIX. Wagner y el Homúnculo]
En el siglo XX, Fausto se hace eco de la Historia tanto a través del Mefisto, de Klaus Mann, como del Doctor Faustus, de Thomas Mann, y de esa soledad radical de la subjetividad solipsista tras el existencialismo y la fenomenología, gracias al imprescindible Fausto. Tragedia subjetiva de Pessoa. La realidad social e introspectiva enclaustran a Fausto, como se pone de manifiesto en otras dos obras: El maestro y Margarita, de Bulgákov, y Mi Fausto, de Valéry. Tan sólo Jarry, con la cataquímica y patafísica del Doctor Faustroll, parece poder hablar aún de Dios, o, más bien, “De la superficie de Dios”. A medida que se acerca el final del siglo XX, a Fausto ya no le queda ni la nada adentro, y tan sólo puede esconderse, a la espera de mejores tiempos y hombres, en la rareza y lo comercial: por ejemplo, en el Mefisto de John Banville.
Las metamorfosis de Fausto no se agotan, sin embargo, en el carácter destructivo, público y masculino del protagonista. Existen Faustos creadores que no sacrifican, sino todo lo contrario: su ansia de inmortalidad les lleva a igualarse con los dioses en aquello que desde los griegos hasta los románticos reconocían como lo único que asemeja a la criatura con el creador, es decir, el acto creativo. El “Y seréis como dioses” lo pone en práctica tanto Frankenstein como, en una esfera en apariencia más limitada, Moxon. También el hombre puede ser Fausto, Mefistófeles y criatura a un tiempo; este es el caso del Dr. Jekyll cuando se toma a sí mismo como banco de pruebas, como experimento soberbio, como la mismísima metamorfosis. Por último, el humano de género masculino puede pasar a ser una Margarita en manos de una mujer-Fausto-Mefisto que lo seduce sin fin alguno, llegando, así, no ya a la quintaesencia del nihilismo, sino de la pura y dura inmanencia. Este es el caso que se narra en La mujer y el pelele, de Pierre Louÿs, El Ángel Azul, de Heinrich Mann, o Risa en la oscuridad, de Nabokov.
[Primera edición del Fausto de Goethe]
Turgenev nos devuelve un Fausto ya desaparecido, apenas heredero del cristianismo y alejado de cualquier metafísica. En nueve cartas, Pavel Alexandrovich, de treinta y siete años, le cuenta a su amigo Semyon Nikolayevich cómo, tras más de una década lejos del hogar de su infancia, ha regresado para encontrarse, ya casada, a una mujer que había conocido cuando él era joven y de la que se había enamorado hasta el punto de pedir la mano de la adolescente a su madre, quien se la negó. Ahora, aquella chiquilla, Vera Nikolayevna, esposa y madre, continúa pareciendo una jovencita. Y, lo que llama más la atención de Pavel, parece seguir bajo la égida de su madre, quien había apartado a su hija de la lectura de cualquier obra literaria. Así, la joven, ya mujer, había sido instruida en el llamado conocimiento objetivo, pero había quedado a salvo de las obras de la imaginación. Su alma permanecía en un estado de frialdad que se veía favorecido por su matrimonio con Priyimokov, un hombre tan dotado de cualidades como falto de encanto.
Pavel frecuenta a Vera y, aunque parezca resistirse a decirse la verdad, la frecuenta porque le gusta, ni más ni menos. Él se considera demasiado viejo para enzarzarse en líos amorosos: según él, a su edad un hombre ha de ser un hombre, y sólo se llega a ser un hombre cuando se enfrenta a su deber, a su tarea en la vida, la cual, desde luego, nada tiene que ver con los sentimientos. En cualquier caso, el antiguo amor estaba dormido, y Pavel se deja seducir por la belleza de Vera y, por lo tanto, la intenta seducir aunque no se lo confiese. Comienza a leerle el Fausto de Goethe… La joven mujer cae rendida ante el primer asalto de la belleza, la imaginación y la pasión. Pavel, además de dejarse llevar por su amor y por el juego de la seducción, tienen un motivo más para continuar con su tarea: desea vencer a la madre de Vera, quien no sólo había rechazado su oferta de matrimonio, sino que, además, siempre se había opuesto a que su hija se acercase a ese despertar de las pasiones que provoca la Literatura. La madre de Vera sabía muy bien que su hija, como todo humano, en cuanto sufriese la pasión, no podría salirse de ella, tal y como le dijo una vez: “You’re like ice: until you melt, you’re strong as Stone, but when you melt, not even a trace of you will be left” (p. 41).
Pero las cosas llegan a un punto en el que el trabajo está hecho: Vera se enamora de Pavel y así se lo confiesa en una escena de una brevedad, una intensidad y un realismo que sólo pueden hablar del genio de Turgenev:
“Her face expressed fatigue. Y sat down opposite her. She asked me to read out loud the scene between Faust and Gretchen where she asks him whether he believes in God. I took the book and began to read. When I had finished, I glanced at her. With her head leaning against the back of the armchair and her arms crossed on her breast, she was still looking at me just as intently.
I don’t know why my heart suddenly began pounding.
‘What have you done to me!’ she said in a slow voice.
‘What?’ I asked in confusion.
‘Yes, what have you done to me!’ she repeated.
‘Do you mean,’ I began, ‘why did I persuade you to read such books?’
She stood up in silence and went to leave the room. I gazed after her.
On the threshold she stopped and turned back to me.
‘I love you,’ she said, ‘that’s what you’ve done to me’.
The blood rushed to my head…
‘I love you, I’m in love with you,’ repeated Vera.” (p. 38).
Una escena que encuentra idéntico valor en la que se describe cuando Pavel y Vera se dan su único beso (p. 40).
Por supuesto, nada sale bien. A Vera se le aparece el fantasma de su madre y, tras el beso, cae enferma y a los pocos días muere. Pavel, que había soñado con vencer a la madre, queda, así, vencido y convencido de su error: a esta vida no venimos a disfrutar ni a cumplir nuestros sueños, sino a responsabilizarnos de nuestro deber, y el amor, cuando no se es joven, no es más que un rasgo de egoísmo, y el egoísmo, lo opuesto al cumplimiento del deber, sólo puede acarrear consecuencias desastrosas tanto para uno mismo como para los demás, víctimas del propio egoísmo.
No cabe duda de que podría parecer que Turgenev moraliza, pragmática y casuísticamente, acerca del relativismo, o sea, en contra de la existencia de valores mundanos, y humanos, absolutos. De esta forma, el amor no lo es todo siempre, sino que sólo vale (y se perdona) durante un tiempo, mientras se es joven. Al final, el pecado de todos los pecados, desde San Agustín en adelante, el egoísmo, ha de ser evitado como sea, aunque este como sea no sea otra cosa que la renuncia sacrificada. Y decimos que podría parecer porque, la verdad, uno lee esta obra como lee La Celestina o Libro de buen amor: por mucho que los autores se afanen en correr la cortina de humo de la moral (“Si esto cuento es para que sepáis lo que no debéis hacer”), a los lectores, simples humanos simples, humanos con la semilla de Fausto y de Margarita, nos parece que estaríamos dispuestos a sacrificar y ser sacrificados con tal de vivir una pasión semejante. Y tal vez eso es lo que nos desvela Turgenev.
[Fragmento del Faust de Murnau con música de J. S. Bach. Fuente: Youtube]
Ya en septiembre de 2002 apareció en la revista literaria Perenquén (pp. 59-64) nuestro texto titulado “Posibilidad y actualidad de Fausto”. El interés no es nuevo, y el tema es viejo. Ahora llega a nuestras manos el Fausto de Turgenev y no vendrá mal volver a hablar de Fausto, inmortal o senilmente joven, pasados los años, ahora que también nosotros somos tan sólo juvenilmente seniles.
Fausto cristaliza en Goethe, como Don Juan lo hace en Tirso de Molina, tras haber pasado por metamorfosis que no dejarán de sucederse en la historia de la Literatura. Ya en Milagros de Nuestra Señora, escrito en el siglo XIII, Gonzalo de Berceo pone en cuaderna vía “De cómo Teófilo fizo carta con el Diablo de su ánima et después fue convertido e salvo”. Vender el alma, el inmortal bien de la buena inmortalidad, para conseguir lo deseado efímero, tiene que recordarnos a otro vendedor de cosas valiosas, en este caso cierto tipo de sabiduría y carisma religiosos, a cambio, sin duda, de riqueza y prestigio: Simón el Mago. Vender el conocimiento tampoco estaba bien visto entre los contemporáneos de Sócrates: los sofistas no se granjearon ninguna amistad por el hecho de cobrar sus lecciones.
En principio, el dilema de Fausto se resume en una compra-venta. Lo que se quiere es la realización de un deseo, la obtención urgente de algo codiciado: conocimiento, placer, poder, belleza, éxito, genialidad… También en el siglo XIII, el Libro de Alexandre nos expone a un Fausto llamado Alejandro Magno que, cegado por el poder, se deja llevar por el egoísmo y la ambición y es arrastrado al infierno por el camino de los pecados.
Las coordenadas metafísicas del espacio de Fausto son desde el comienzo cristianas: el paso del mundo efímero que nada vale al mundo verdadero y eterno no conoce atajos, el único camino es la dura vida con la cruz a cuestas: fe y obras según la ley divina. Así sucede, por ejemplo, en el anónimo del siglo XVI Historia del doctor Johann Fausto. Fausto, o bien porque no cree en un mundo más allá, o bien porque se cree lo bastante listo como para engañar a Dios, o bien porque todo le da igual, o bien porque está desesperado, prefiere los bienes probables aquí y ahora, e incluso no ahora, sino ya, y, sobre todo, con el menor esfuerzo posible. De todas formas, las coordenadas metafísicas van perdiendo, poco a poco, su trasfondo cristiano, aunque cuesta simularlo. Del siglo XVII son la obra dramática Es esclavo del demonio, de Mira de Amescua, y El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara: un primer paso de la Edad Media al Renacimiento ya lo había dado Christopher Marlowe en 1604 con la publicación de su Fausto.
[Doctor Fausto. Grabado de Rembrandt]
Al desdibujarse el cristianismo, también se van borrando las coordenadas metafísicas. Está bien que Fausto venda su alma si eso es lo que quiere o puede, pero ¿qué sucede si además de vender lo suyo vende lo de otro, o a otro? Es decir, ¿quién es este Fausto capaz de sacrificar al otro? ¿Y quién es ese otro que al aceptar o al serle impuesto el sacrificio salva o no a Fausto? Uno no tiene más remedio que recordar, hablando de metamorfosis, los abismos que median entre el burlador de Sevilla de Tirso de Molina y el Tenorio de Zorrilla. También nos viene a la mente el Caín de Lord Byron y el Demonio del Paraíso perdido de Milton. Pero regresemos a nuestro protagonista.
Y regresamos de la mano de Goethe, quien en la Primera Parte de su Fausto lo baja todo al suelo para, en la Segunda Parte, elevarlo todo a lo alto… (Donde, de hecho, había empezado, pero, digámoslo así, a lo grande: recreando la apuesta entre Dios y el Demonio en el comienzo del libro de Job). Y recordemos que Goethe dijo que le tenía un “odio juliano” al cristianismo… De ahí, quizás, de tanto bajar para luego subir, que un lector como Nietzsche no soportase la Segunda Parte de la obra de Goethe. Lo cierto es que si se compara la Segunda Parte, con esa Margarita-eleva-a-lo-alto, con el Manfred de Lord Byron, no es de extrañar los muchos y altos elogios que Goethe dedica tanto al autor como a la obra. Por su parte, Christian Dietrich Grabbe se inspira en la Primera Parte de la obra de Goethe para escribir una obra interesantísima por el hecho de poner en relación a dos figuras míticas del alma y la vida humanas: Don Juan y Fausto. Y, por lo demás, en el siglo XIX las sombras de Fausto y Goethe son alargadas: Lessing, Lenz, Chamisso, Weidmann, Grillparzer...
Pero la religión, la religión cristiana en concreto, se va diluyendo en la inmanencia del hombre que no va más allá de sus sensaciones y del tiempo: la estética se convierte en ética y la ética, por pura lógica, en experimento. Cambian los objetos de trueque, cambia lo sacrificado, y a Fausto le sale un duro competidor: el mismísimo Mefistófeles, el ideal nihilista. De ahí que, en el siglo XIX, encontremos obras tan dispares como las de Espronceda, El estudiante de Salamanca y El Diablo Mundo, la de Juan Valera, Las ilusiones del doctor Faustino, la de Louisa May Alcott, A Modern Mephistopheles, o las tremendas obras de Maupassant, Bel Ami, Kierkegaard, Diario de un seductor, y Zola, La obra.
[Imagen del siglo XIX. Wagner y el Homúnculo]
En el siglo XX, Fausto se hace eco de la Historia tanto a través del Mefisto, de Klaus Mann, como del Doctor Faustus, de Thomas Mann, y de esa soledad radical de la subjetividad solipsista tras el existencialismo y la fenomenología, gracias al imprescindible Fausto. Tragedia subjetiva de Pessoa. La realidad social e introspectiva enclaustran a Fausto, como se pone de manifiesto en otras dos obras: El maestro y Margarita, de Bulgákov, y Mi Fausto, de Valéry. Tan sólo Jarry, con la cataquímica y patafísica del Doctor Faustroll, parece poder hablar aún de Dios, o, más bien, “De la superficie de Dios”. A medida que se acerca el final del siglo XX, a Fausto ya no le queda ni la nada adentro, y tan sólo puede esconderse, a la espera de mejores tiempos y hombres, en la rareza y lo comercial: por ejemplo, en el Mefisto de John Banville.
Las metamorfosis de Fausto no se agotan, sin embargo, en el carácter destructivo, público y masculino del protagonista. Existen Faustos creadores que no sacrifican, sino todo lo contrario: su ansia de inmortalidad les lleva a igualarse con los dioses en aquello que desde los griegos hasta los románticos reconocían como lo único que asemeja a la criatura con el creador, es decir, el acto creativo. El “Y seréis como dioses” lo pone en práctica tanto Frankenstein como, en una esfera en apariencia más limitada, Moxon. También el hombre puede ser Fausto, Mefistófeles y criatura a un tiempo; este es el caso del Dr. Jekyll cuando se toma a sí mismo como banco de pruebas, como experimento soberbio, como la mismísima metamorfosis. Por último, el humano de género masculino puede pasar a ser una Margarita en manos de una mujer-Fausto-Mefisto que lo seduce sin fin alguno, llegando, así, no ya a la quintaesencia del nihilismo, sino de la pura y dura inmanencia. Este es el caso que se narra en La mujer y el pelele, de Pierre Louÿs, El Ángel Azul, de Heinrich Mann, o Risa en la oscuridad, de Nabokov.
[Primera edición del Fausto de Goethe]
Turgenev nos devuelve un Fausto ya desaparecido, apenas heredero del cristianismo y alejado de cualquier metafísica. En nueve cartas, Pavel Alexandrovich, de treinta y siete años, le cuenta a su amigo Semyon Nikolayevich cómo, tras más de una década lejos del hogar de su infancia, ha regresado para encontrarse, ya casada, a una mujer que había conocido cuando él era joven y de la que se había enamorado hasta el punto de pedir la mano de la adolescente a su madre, quien se la negó. Ahora, aquella chiquilla, Vera Nikolayevna, esposa y madre, continúa pareciendo una jovencita. Y, lo que llama más la atención de Pavel, parece seguir bajo la égida de su madre, quien había apartado a su hija de la lectura de cualquier obra literaria. Así, la joven, ya mujer, había sido instruida en el llamado conocimiento objetivo, pero había quedado a salvo de las obras de la imaginación. Su alma permanecía en un estado de frialdad que se veía favorecido por su matrimonio con Priyimokov, un hombre tan dotado de cualidades como falto de encanto.
Pavel frecuenta a Vera y, aunque parezca resistirse a decirse la verdad, la frecuenta porque le gusta, ni más ni menos. Él se considera demasiado viejo para enzarzarse en líos amorosos: según él, a su edad un hombre ha de ser un hombre, y sólo se llega a ser un hombre cuando se enfrenta a su deber, a su tarea en la vida, la cual, desde luego, nada tiene que ver con los sentimientos. En cualquier caso, el antiguo amor estaba dormido, y Pavel se deja seducir por la belleza de Vera y, por lo tanto, la intenta seducir aunque no se lo confiese. Comienza a leerle el Fausto de Goethe… La joven mujer cae rendida ante el primer asalto de la belleza, la imaginación y la pasión. Pavel, además de dejarse llevar por su amor y por el juego de la seducción, tienen un motivo más para continuar con su tarea: desea vencer a la madre de Vera, quien no sólo había rechazado su oferta de matrimonio, sino que, además, siempre se había opuesto a que su hija se acercase a ese despertar de las pasiones que provoca la Literatura. La madre de Vera sabía muy bien que su hija, como todo humano, en cuanto sufriese la pasión, no podría salirse de ella, tal y como le dijo una vez: “You’re like ice: until you melt, you’re strong as Stone, but when you melt, not even a trace of you will be left” (p. 41).
Pero las cosas llegan a un punto en el que el trabajo está hecho: Vera se enamora de Pavel y así se lo confiesa en una escena de una brevedad, una intensidad y un realismo que sólo pueden hablar del genio de Turgenev:
“Her face expressed fatigue. Y sat down opposite her. She asked me to read out loud the scene between Faust and Gretchen where she asks him whether he believes in God. I took the book and began to read. When I had finished, I glanced at her. With her head leaning against the back of the armchair and her arms crossed on her breast, she was still looking at me just as intently.
I don’t know why my heart suddenly began pounding.
‘What have you done to me!’ she said in a slow voice.
‘What?’ I asked in confusion.
‘Yes, what have you done to me!’ she repeated.
‘Do you mean,’ I began, ‘why did I persuade you to read such books?’
She stood up in silence and went to leave the room. I gazed after her.
On the threshold she stopped and turned back to me.
‘I love you,’ she said, ‘that’s what you’ve done to me’.
The blood rushed to my head…
‘I love you, I’m in love with you,’ repeated Vera.” (p. 38).
Una escena que encuentra idéntico valor en la que se describe cuando Pavel y Vera se dan su único beso (p. 40).
Por supuesto, nada sale bien. A Vera se le aparece el fantasma de su madre y, tras el beso, cae enferma y a los pocos días muere. Pavel, que había soñado con vencer a la madre, queda, así, vencido y convencido de su error: a esta vida no venimos a disfrutar ni a cumplir nuestros sueños, sino a responsabilizarnos de nuestro deber, y el amor, cuando no se es joven, no es más que un rasgo de egoísmo, y el egoísmo, lo opuesto al cumplimiento del deber, sólo puede acarrear consecuencias desastrosas tanto para uno mismo como para los demás, víctimas del propio egoísmo.
No cabe duda de que podría parecer que Turgenev moraliza, pragmática y casuísticamente, acerca del relativismo, o sea, en contra de la existencia de valores mundanos, y humanos, absolutos. De esta forma, el amor no lo es todo siempre, sino que sólo vale (y se perdona) durante un tiempo, mientras se es joven. Al final, el pecado de todos los pecados, desde San Agustín en adelante, el egoísmo, ha de ser evitado como sea, aunque este como sea no sea otra cosa que la renuncia sacrificada. Y decimos que podría parecer porque, la verdad, uno lee esta obra como lee La Celestina o Libro de buen amor: por mucho que los autores se afanen en correr la cortina de humo de la moral (“Si esto cuento es para que sepáis lo que no debéis hacer”), a los lectores, simples humanos simples, humanos con la semilla de Fausto y de Margarita, nos parece que estaríamos dispuestos a sacrificar y ser sacrificados con tal de vivir una pasión semejante. Y tal vez eso es lo que nos desvela Turgenev.
[Fragmento del Faust de Murnau con música de J. S. Bach. Fuente: Youtube]
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Bibliografía:
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