(La bacanal de los andrios. Tiziano)
Y aunque Grecia ya no era lo que había sido, porque ya no era Grecia sino la Grecia clásica de los soñadores romanos, el trasmundo de todos los renacimientos, tenía que resultar más que curioso ver y oír a Pablo, tal y como se cuenta en los Hechos de los Apóstoles, en el ágora ateniense:
16 Mientras Pablo les esperaba en Atenas, estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos. 17 Discutía en la sinagoga con los judíos y con los que adoraban a Dios; y diariamente en el ágora con los que por allí se encontraban. 18 Trababan también conversación con él algunos filósofos epicúreos y estoicos. Unos decían: “¿Qué querrá decir este charlatán?”. Y Otros: “Parece ser un predicador de divinidades extranjeras”. Porque anunciaba a Jesús y la resurrección.
19 Le tomaron y le llevaron al Areópago; y le dijeron: “¿Podemos saber cuál es esa nueva doctrina que tú expones? 20 Pues te oímos decir cosas extrañas y querríamos saber qué es lo que significan”. 21 Todos los atenienses y los forasteros que allí residían en ninguna otra cosa pasaban el tiempo sino en decir u oír la última novedad.
22 Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo:
“Atenienses, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos de la divinidad. 23 Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar.
[…]
32 Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otra vez” (pp. 188-189, Biblia de Jerusalén. Madrid: Alianza Editorial, 1994.)
Podemos imaginar qué estoicos y qué epicúreos eran aquellos. Podemos imaginar, incluso, qué griegos eran aquellos hombres de la stoá y del Jardín: Zenón de Citia [333-261 a. C.], el del “cuello inclinado hacia un lado” (p. 329) * , según Laercio, el también conocido como “sarmiento egipcio”, y no aquel otro, el de Elea [c. 495-440 a. C.], de quien el mismo entrañable humorista romano de mediados del siglo III, entregado, en su verdadera consolación de la filosofía (Yo, que con juvenil entusiasmo compuse en otro tiempo canciones, / ¡ay!, me veo obligado a entonar llorando tristes poemas; p. 93; BOECIO: La consolación de la filosofía. Madrid: Akal, 1997), al desencanto, la morriña y otros renacimientos o resurrecciones, nos avisa que era “discípulo de Parménides y fue también su amante” (p. 469); y Epicuro [341-271 a. C.], a quien el buen Diógenes salva de todos sus calumniadores dedicándole el décimo y último libro y asegurando que “estos (calumniadores) están locos” (p. 514).
Desde luego, Roma no paga a traidores, pero a veces traiciona, según Simone Weil:
“La aceptación de la voluntad de Dios, cualquiera que ésta sea, se impuso a mi espíritu como el primero y más necesario de los deberes, aquél al que no se puede faltar sin deshonrarse, desde que lo encontré expuesto en Marco Aurelio bajo la forma del amor fati de los estoicos”.
“Al menos, si realmente tengo derecho al nombre de cristiana, sé por experiencia que la virtud estoica y la cristiana son una y la misma virtud. Me refiero a la virtud estoica auténtica, que es ante todo amor, no a la caricatura que hicieron de ella algunos brutos romanos” (pp. 39, “AUTOBIOGRAFÍA” y 59, “ÚLTIMOS PENSAMIENTOS”, WEIL, Simone: A la espera de Dios. Madrid: Trotta, 2004)
Que los griegos, mejores o peores alumnos del ingenioso Odiseo, practicaban la chanza, lo sabemos de sobra: no hay más que leer sus dimes y diretes erísticos disfrazados de lógica (por los que los amigos del buen humor, el paradójico y creativo, jamás nos cansaremos de estar agradecidos a los escépticos con Pirrón a la cabeza) y, por lo demás, las puyas que se lanzaban y de las que Diógenes, el Sócrates enloquecido, fue el más preclaro exponente. Así pues no es de extrañar que estoicos y epicúreos, todavía griegos y más griegos que epígonos, hiciesen bromas con lo de Jesús y Anastasia, por culpa, claro, de la resurrección y otros renacimientos. Es que Pablo se las tenía tiesas con el pasado y se empeñaba en su transvaloración de todos los valores:
18 El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios.
19 Porque está escrito: "Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes".
20 ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad?
21 En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación.
22 Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría,
23 nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos,
24 pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos.
25 Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres
(1 Cor 1,18-25, http://www.vatican.va/archive/ESL0506/_INDEX.HTM).
Claro que antes de citar a Nietzsche, lo que se veía venir, no vendrá mal recordar algunas palabras de Heidegger:
“Nietzsche belongs among the essential thinkers. With the term thinker we name those exceptional human beings who are destined to think one single thought, a thought that is always “about” beings as a whole […] Among thinkers, those are essential whose sole thought thinks in the direction of a single, supreme decision, whether by preparing for this decision or by decisively bringing it about […] The highest decision that can be made and that becomes the ground of all history is that between the predominance of beings and the rule of Being […] Nietzsche is an essential thinker because he thinks ahead in a decisive sense, not evading the decision. He prepares its arrival, without, however, measuring and mastering it in its concealed breadth. For this is the other factor that distinguishes the thinker: only through his knowledge does he know to what extent he can not know essential things” (pp. 4-5; HEIDEGGER, Martin. Nietzsche. Volumes Three and Four. New York: HarperCollins, 1991).
Y es que Nietzsche quería saber la verdad, aunque esa verdad no fuese otra que el conocimiento de la no existencia de la verdad tal y como se la entiende. Y esa manía suya se reflejaba también, y sobre todo, en su necesidad de conocer los fundamentos vitales, históricos, reales, de lo que somos. En carta del 30 de diciembre de 1870, le escribía a su antiguo maestro Ritzschl:
“Es necesario en este punto un radicalismo total, un retorno verdadero a la Antigüedad, incluso con el peligro de ya no poder sentir como los antiguos en los puntos importantes, y de tener que admitirlo” (p. 181; Correspondencia. Volumen II. Madrid: Trotta, 2007).
Nietzsche, el filólogo, el filósofo, no quería resucitar muertos. Para él, la filología no podía ser una tarea ni mágica ni de mulos:
“Del que no aporta otra cosa que conocimientos y sentido común se puede tener necesidad para un servicio de carretero, pero nada más. No está predestinado a ser filólogo porque no es filósofo y porque tampoco es artista. Sin embargo, quien no tiene ni conocimientos ni sentido común debe ser eliminado por cualquier medio” (p. 278; El culto griego a los dioses. Madrid: Alderabán, 1999).
En el mismo libro, en la página 292, también leemos:
“El primer período fue, tal vez, el más fascinante, con naturalezas originales tan magníficas como las de Pitágoras, Heráclito, Empédocles, Parménides o Demócrito, figuras que, sin excepción, no conocen la contradicción entre lo que se es y lo que se piensa, y que demuestran claramente su teoría por la práctica”.
Entender, o, mejor dicho, saber, sin duda tiene que ver con saborear, y conocer ha de ser algo como tener contacto consigo mismo, y parece que no puede haber lo otro sin el yo ni filosofía sin filósofo ni verdad sin experiencia ni conciencia sin objeto, y todo esto y viceversa. Que Nietzsche apreciaba a Epicuro, vale; que se mofaba un poquito de él, también. Que era un auténtico especialista en Demócrito (más que Marx, y esto como osadía) y que dejó escrito lo siguiente, más de lo mismo:
“De todos los sistemas antiguos, el de Demócrito es el más consecuente” (p. 148; Los filósofos preplatónicos. Madrid: Trotta, 2003).
Sucede que en la carta a Meneceo Epicuro dice: “De todo esto principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que la filosofía” (p. 563). Y una de sus Máximas Capitales, la número XXVII, reza: “De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad” (p. 568).
Entonces, ¿quién era Epicuro: un filósofo? Pero ¿qué es un filósofo? ¿Un amigo de la verdad? ¿Y era un filósofo griego, de aquellos en los que era indistinguible vida y filosofía? ¿Y qué es ser epicúreo: es posible? ¿Y qué es volver a los griegos: una búsqueda de cómodos amigos? Porque si filósofo es quien piensa para saber la verdad, y el filósofo ha de ser más amigo de la verdad que incluso de sí mismo, y no digamos ya de Platón o Epicuro, ¿qué es eso de traer al mundo, a través de renacimientos y resurrecciones, no ya los principios de la ciencia y la fenomenología y la monadología, lo cual es irrefutable, sino un universo en el que la verdad era la verdad en un universo tan lleno que no cabía ni la nada? Pablo fue ridiculizado y Diógenes Laercio estaba triste, y Lucrecio todavía más. Y según Hegel una vez que se comienza a dudar, la duda ya no puede detenerse, ni siquiera en el pirronismo. Y un enunciado que dice que no hay verdad cae en el vacío con su clinamen ** y propaga, en espiral, el silencio.
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NOTAS:
* Las citas de Diógenes Laercio están extraídas de Vidas de los filósofos ilustres. Madrid: Alianza Editorial, 2008.
** LUCRECIO: De la naturaleza de las cosas. Madrid: Cátedra, 1990.