NIETZSCHE, Friedrich: Correspondencia. Volumen III (enero 1875 – diciembre 1879). Madrid: Trotta, 2009. (Traducción, introducción, notas y apéndices de Andrés Rubio).
[Nietzsche alrededor de 1875]
Los cinco años que abarca este volumen nos traen a un Nietzsche que inaugura su madurez personal e intelectual, madurez que está inextricablemente ligada a tres sucesos esenciales que determinan su devenir presente y futuro.
En primer lugar, supera la filosofía de Schopenhauer. Cuando escribe Schopenhauer como educador, Nietzsche ya había dejado atrás el contenido dogmático y se había quedado con el hombre. Esta es una constante de este período (que terminará con la escritura de La gaya ciencia) y que se caracteriza por la progresiva eliminación de elementos “negativos”.
En segundo lugar, se distancia de Wagner. Dicho con recta precisión, se distancia no del hombre, sino de Wagner como wagneriano, de su música en concreto y en general de su estética. Tenía que suceder. Tan sólo la bondadosa y generosa naturaleza de Nietzsche podía transformar, todavía, la relación con Wagner (y compañía) en un resto de respeto y admiración.
Y, en tercer lugar, la enfermedad se apodera de Nietzsche, le atenaza los ojos, el estómago y lo aplasta con persistentes y terribles dolores de cabeza hasta el punto de verse obligado a renunciar a su plaza como profesor universitario en Basilea. Sabemos que este es el comienzo de sus años vagabundos y aún más solitarios. Sabemos, también, que esto coincide con lo que lo convertirá en lo que fue, en lo que es: Nietzsche, el filósofo.
No deja de sorprenderse a sí mismo como filósofo. Ha pasado de admirar a los sabios, a sentir en su fuero interno, con absoluta certeza, con la lucidez de quien tiene una meta y una misión, que la tarea filológica de desenterrar cadáveres para comprender su funcionamiento ya no es para él: Nietzsche comienza a pensar por sí mismo y todo lo extrae de sí mismo. A este período pertenece la obra, con sus dos apéndices, Humano, demasiado humano.
Por lo demás, esta nueva conciencia de su destino convive junto a las viejas y constantes cuitas para compaginar soledad y amistad de forma completamente supeditada a las condiciones de vida que su enfermedad le impone para no morir en el simple intento de estar vivo. Las cartas son, en este sentido, más reveladoras que cualquier biografía (por ejemplo, ni la magnífica de Curt Paul Janz, en Alianza Editorial; ni la de Werner Ross, Barcelona: Paidós, 1994; ni la de Rüdiger Safranski, Barcelona: Tusquets, 2001): vemos a un Nietzsche sufriente, compasivo, cariñoso, necesitado de afecto, muy ligado a su madre y a su hermana y a su propia infancia, paciente, generoso, autocrítico, benevolente. Un Nietzsche que lleva el corazón limpio y va con él por delante.
A este respecto, no sabemos si sorprende más presenciar cómo algunos de sus contemporáneos no llegaron a hacerse una idea de con quién estaban tratando, o cómo otros permanecieron fieles a su amigo demostrando una fraternidad a prueba de vicisitudes. En cualquier caso, uno no puede dejar de imaginar cómo era Nietzsche teniendo en cuenta los amigos con los que contaba: Overbeck, Rhode, Köselitz, Marie Baumgartner… Para alcanzar esta adhesión no hace falta inteligencia y filosofía, sino humanidad.
Es también en este período cuando Nietzsche, al menos durante unos años, muestra, por primera vez, sus deseos de contraer matrimonio. Ahí está, por ejemplo, la relación “especial” con Louise Ott o la declaración que le hizo a Mathilde Trampedach.
[Mathilde Trampedach]
Pero esta pretensión parece más bien alimentada por las circunstancias de algunos de sus amigos y por el frecuente contacto con Malwida von Meysenbug. De todas formas, en cuanto la enfermedad arrecia y la conciencia de su misión filosófica (es decir, individual) se vuelve más y más clara, Nietzsche no deja de confesar que el matrimonio cae, con toda probabilidad, muy lejos de su esfera vital.
De sumo interés son las palabras en las que explicita y explica el origen de su estilo aforístico. “Ahora me espanto muy a menudo especialmente cuando leo los pasajes más largos, a causa de los malos recuerdos. Exceptuando algunas líneas, todo ha sido pensado y esbozado a lápiz en 6 pequeños cuadernos, mientras caminaba: la transcripción me costaba ponerme malo casi todas las veces. He tenido que abandonar unas 20 cadenas más largas de pensamientos, desgraciadamente muy importantes, porque no encontraba nunca tiempo para extraerlas de los espantosos garabatos a lápiz […] Después olvido la conexión de los pensamientos entre sí” (p. 384; carta del 5 de octubre de 1879 dirigida a Heinrich Köselitz); “En este escrito es tan frecuente el riesgo de malentendidos; la brevedad, el maldito estilo telegráfico al que me obligan cabeza y ojos, es la causa” (p. 393; tarjeta postal del 5 de noviembre de 1879 a Köselitz). En cualquier caso, no hay que olvidar que Nietzsche hizo de la necesidad virtud y que elevó el estilo aforístico a cumbres por ahora inalcanzadas. (“Yo ya sé de un buen número de sentencias que, por ejemplo un La Rochefoucauld, a buen seguro envidiaría”, afirmaba otro sabio, Jacob Burckhardt; p. 442).
En cuanto a la edición de este volumen, tenemos que lamentar que no la encontramos a la altura del segundo. Por desgracia, en muchos aspectos parecemos haber regresado al descuido del primero. Por ejemplo, leemos: “que anteriormente con seguridad” (p. 152); “en la p. 96 o 98” (p. 158); “que su obra” (p. 235), por “que tu obra”; “los druídas” (p. 241); en la página 400 lo siguiente tendría que aparecer en cursiva y con un tamaño de letra menor: “Respuesta a una carta no conservada de Franz Overbeck”. Tampoco convence que en el lugar de El gay saber, título que tradicionalmente se ha venido usando en lengua castellana, el traductor se decante, sin justificarlo, por La ciencia alegre (p. 444 et passim). Y aunque se tengan en cuenta el conocimiento y habilidad de Andrés Rubio como traductor, no parece disculpable que a la hora de distribuir los signos de puntuación se cometan dislates como los que se pueden padecer, por ejemplo, en las páginas 57, 60, 73, 94, 146 y 241 (valga esta muestra: “Aún lamento profundamente, que la estancia por aquí haya estado llena de calamidades”), como si careciésemos de manuales de gramática y del ejemplo de Sánchez Pascual y Santiago Guervós.
En primer lugar, supera la filosofía de Schopenhauer. Cuando escribe Schopenhauer como educador, Nietzsche ya había dejado atrás el contenido dogmático y se había quedado con el hombre. Esta es una constante de este período (que terminará con la escritura de La gaya ciencia) y que se caracteriza por la progresiva eliminación de elementos “negativos”.
En segundo lugar, se distancia de Wagner. Dicho con recta precisión, se distancia no del hombre, sino de Wagner como wagneriano, de su música en concreto y en general de su estética. Tenía que suceder. Tan sólo la bondadosa y generosa naturaleza de Nietzsche podía transformar, todavía, la relación con Wagner (y compañía) en un resto de respeto y admiración.
Y, en tercer lugar, la enfermedad se apodera de Nietzsche, le atenaza los ojos, el estómago y lo aplasta con persistentes y terribles dolores de cabeza hasta el punto de verse obligado a renunciar a su plaza como profesor universitario en Basilea. Sabemos que este es el comienzo de sus años vagabundos y aún más solitarios. Sabemos, también, que esto coincide con lo que lo convertirá en lo que fue, en lo que es: Nietzsche, el filósofo.
No deja de sorprenderse a sí mismo como filósofo. Ha pasado de admirar a los sabios, a sentir en su fuero interno, con absoluta certeza, con la lucidez de quien tiene una meta y una misión, que la tarea filológica de desenterrar cadáveres para comprender su funcionamiento ya no es para él: Nietzsche comienza a pensar por sí mismo y todo lo extrae de sí mismo. A este período pertenece la obra, con sus dos apéndices, Humano, demasiado humano.
Por lo demás, esta nueva conciencia de su destino convive junto a las viejas y constantes cuitas para compaginar soledad y amistad de forma completamente supeditada a las condiciones de vida que su enfermedad le impone para no morir en el simple intento de estar vivo. Las cartas son, en este sentido, más reveladoras que cualquier biografía (por ejemplo, ni la magnífica de Curt Paul Janz, en Alianza Editorial; ni la de Werner Ross, Barcelona: Paidós, 1994; ni la de Rüdiger Safranski, Barcelona: Tusquets, 2001): vemos a un Nietzsche sufriente, compasivo, cariñoso, necesitado de afecto, muy ligado a su madre y a su hermana y a su propia infancia, paciente, generoso, autocrítico, benevolente. Un Nietzsche que lleva el corazón limpio y va con él por delante.
A este respecto, no sabemos si sorprende más presenciar cómo algunos de sus contemporáneos no llegaron a hacerse una idea de con quién estaban tratando, o cómo otros permanecieron fieles a su amigo demostrando una fraternidad a prueba de vicisitudes. En cualquier caso, uno no puede dejar de imaginar cómo era Nietzsche teniendo en cuenta los amigos con los que contaba: Overbeck, Rhode, Köselitz, Marie Baumgartner… Para alcanzar esta adhesión no hace falta inteligencia y filosofía, sino humanidad.
Es también en este período cuando Nietzsche, al menos durante unos años, muestra, por primera vez, sus deseos de contraer matrimonio. Ahí está, por ejemplo, la relación “especial” con Louise Ott o la declaración que le hizo a Mathilde Trampedach.
[Mathilde Trampedach]
Pero esta pretensión parece más bien alimentada por las circunstancias de algunos de sus amigos y por el frecuente contacto con Malwida von Meysenbug. De todas formas, en cuanto la enfermedad arrecia y la conciencia de su misión filosófica (es decir, individual) se vuelve más y más clara, Nietzsche no deja de confesar que el matrimonio cae, con toda probabilidad, muy lejos de su esfera vital.
De sumo interés son las palabras en las que explicita y explica el origen de su estilo aforístico. “Ahora me espanto muy a menudo especialmente cuando leo los pasajes más largos, a causa de los malos recuerdos. Exceptuando algunas líneas, todo ha sido pensado y esbozado a lápiz en 6 pequeños cuadernos, mientras caminaba: la transcripción me costaba ponerme malo casi todas las veces. He tenido que abandonar unas 20 cadenas más largas de pensamientos, desgraciadamente muy importantes, porque no encontraba nunca tiempo para extraerlas de los espantosos garabatos a lápiz […] Después olvido la conexión de los pensamientos entre sí” (p. 384; carta del 5 de octubre de 1879 dirigida a Heinrich Köselitz); “En este escrito es tan frecuente el riesgo de malentendidos; la brevedad, el maldito estilo telegráfico al que me obligan cabeza y ojos, es la causa” (p. 393; tarjeta postal del 5 de noviembre de 1879 a Köselitz). En cualquier caso, no hay que olvidar que Nietzsche hizo de la necesidad virtud y que elevó el estilo aforístico a cumbres por ahora inalcanzadas. (“Yo ya sé de un buen número de sentencias que, por ejemplo un La Rochefoucauld, a buen seguro envidiaría”, afirmaba otro sabio, Jacob Burckhardt; p. 442).
En cuanto a la edición de este volumen, tenemos que lamentar que no la encontramos a la altura del segundo. Por desgracia, en muchos aspectos parecemos haber regresado al descuido del primero. Por ejemplo, leemos: “que anteriormente con seguridad” (p. 152); “en la p. 96 o 98” (p. 158); “que su obra” (p. 235), por “que tu obra”; “los druídas” (p. 241); en la página 400 lo siguiente tendría que aparecer en cursiva y con un tamaño de letra menor: “Respuesta a una carta no conservada de Franz Overbeck”. Tampoco convence que en el lugar de El gay saber, título que tradicionalmente se ha venido usando en lengua castellana, el traductor se decante, sin justificarlo, por La ciencia alegre (p. 444 et passim). Y aunque se tengan en cuenta el conocimiento y habilidad de Andrés Rubio como traductor, no parece disculpable que a la hora de distribuir los signos de puntuación se cometan dislates como los que se pueden padecer, por ejemplo, en las páginas 57, 60, 73, 94, 146 y 241 (valga esta muestra: “Aún lamento profundamente, que la estancia por aquí haya estado llena de calamidades”), como si careciésemos de manuales de gramática y del ejemplo de Sánchez Pascual y Santiago Guervós.
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