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“La niña fea”. Un comentario.
Una primera lectura de “La niña
fea” podría hacer pensar que estamos ante un texto moral, incluso moralista, y también
romántico como sinónimo de reblandecimiento sentimental y ofuscación del juicio.
Sin embargo, con apenas ciento cincuenta palabras Ana María Matute nos describe
un universo ajeno a la moral y al romanticismo fácilmente interpretable con claves
nietzscheanas.
La niña del cuento es
rechazada por las otras niñas debido a su fealdad: la juzgan fea, es decir, no
de su gusto, indeseable porque les molesta su fealdad, y la relegan a la soledad,
a la incomunicación. La fealdad de la niña parece consistir más en una falta de
ornamentos y en un ser físico neutro que en una irregular conformación anatómica:
su color es el de la tierra, el de lo inerte.
Nietzsche calificaba al hombre
como animal que juzga, es decir, que crea escalas de valor al no poder evitar
introducir sentido, cualquier interpretación, en los fenómenos. Por eso no
existen fenómenos morales, sino interpretaciones morales de los fenómenos. Desde
el momento en que toda forma de vida interpreta y enjuicia, estas ficciones son
inevitables. De lo que se trataría es de que lo vivo cree ficciones que no
contradigan su esencia: la voluntad de poder como impresión al devenir del carácter
del ser. El artista sería, pues, el más fiel representante de este necesario
juego de ficciones al dar forma al caos, al crear una ficción que se sabe como
tal. También el paganismo, un ideal (una ficción) que refuerza la vida, con la
creación de mitos apegados a la naturaleza, constituye una ciencia fiel a la
ficción. Y toda ficción, toda vida se remite a su origen en esa síntesis de
fuerzas que es el mundo inorgánico, donde no reside el error, pues no ha lugar
ni a las interpretaciones ni a los juicios: ahí la comunicación es perfecta.
La niña fea es juzgada por las
otras niñas, que no pueden hacer otra cosa ya que les resulta desagradable: no
se trata de un juicio moral, ni se puede juzgar moralmente a las otras niñas,
pues sólo son animales que juzgan, y al carecer de moral los animales escapan
al juicio moral. El juicio estético de las niñas no relega a la niña fea a la
incomunicación, sino que la remite a su única comunicación posible con aquello
con lo que sólo puede comunicarse: con el mundo inorgánico. No sólo no hay
crueldad, ni mucho menos motivo para la pena, sino que tampoco hay tragedia,
pues la niña fea carece del heroísmo del artista que crea ficciones, que da
forma al caos de su apariencia con una envoltura interpretativa cualquiera. La
niña fea, como en un rito pagano, no lucha y sigue su destino como también lo
hacen las otras niñas, como lo hace todo en el Universo: llega la niña fea a su
máxima y última posibilidad regresando a lo que no juzga, a lo que no yerra, a
lo que no incomunica: a lo que tanto ella como las otras niñas son en el fondo
de su apariencia.
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