El azar ha vuelto a ponerme en contacto de
forma consecutiva con dos de mis narradores preferidos: hace poco, con Jack London;
ahora, con Robert Louis Stevenson a través de “The Lantern-bearers”.
[Robert Louis Stevenson. Obra de John Singer Sargent. Fuente de la imagen: Wikipedia]
En este famoso ensayo, escrito en 1888, Stevenson
habla sobre el verdadero realismo, que él no encuentra ni en las melodramáticas
novelas anglosajonas ni en las descarnadas obras del naturalismo francés, por
ejemplo. Lo que falla en ambos casos, según Stevenson, es, sencillamente, su
inverosimilitud, por mucho que autores, lectores y críticos se empeñen en denominar
realista a ese tipo de Literatura; y lo que convierte en inverosímiles a esas
novelas sería su decisión de o su incapacidad para reflejar la alegría de vivir
incluso en el caso de un avaro o de un hombre que hace daño a los demás al caer
en todas las tentaciones que se le ponen en el camino.
La alegría de vivir de la que habla Stevenson
es el interior de cada hombre, ese interior donde habita el poeta que cada uno
ha de ser para sentir alegría en la vida, en cualquier tipo de vida que se
lleve. El hombre, entonces, a cada momento crea en su interior el mundo en el
que realmente vive, y la Literatura que fracasa a la hora de dar cuenta de eso,
falla y falta a la verdad, no llega ni siquiera a recrear la realidad y se
queda muy por debajo de cada uno de los poetas que son los hijos de hombre y mujer
que desean seguir con vida haciendo de su realidad escondida detrás de los
ojos, fuera de la vista ajena, la ficción que es la existencia.
Esto del auténtico realismo me recuerda a la
auténtica Literatura, al auténtico arte. No me gusta el adjetivo, sinceramente.
El arte y la Literatura no necesitan adjetivos: se entiende que un poema ha de
ser un buen poema, o no es poesía. Cuando se le añaden etiquetas a las obras,
parece que es para indicarnos que con gran probabilidad no estemos ante
Literatura, sino ante algo que se le acerca mucho. De ahí la novela rosa o la
negra, o la literatura infantil y juvenil. Algo parecido sucede, desde mi punto
de vista, con los “ismos” en las artes. Pienso, por ejemplo, en el
impresionismo y en el expresionismo en pintura: y si nadie puede negar la
presencia del genio en los cuadros de Renoir y Grosz, tampoco habrá quien afirme
con rotundidad que esos estilos, al apostar por ciertos recursos, sacrifican
otras posibilidades. De hecho, ¿quién puede dudar que en Velázquez, pintor sin “ismo”,
nos encontramos con el impresionismo y el expresionismo?
[Lloyd Osbourne fotografía a Stevenson. Fuente de la imagen: Wikipedia]
A la novela realista le pasa otro tanto. Primero
habría que definir “realismo”; segundo, habría que ver si la obra se ajusta a
sus propios principios; y, tercero, habría que sopesar si ese realismo abarca
toda la realidad o bien a “realismo” se le tendrían que seguir añadiendo
etiquetas para precisar su ámbito. Y por eso a mí me gustan London y Stevenson;
me gustaban de niño y ahora todavía me gustan más. Para mí no escriben novelas
ni cuentos “de aventuras”, por ejemplo; para mí escriben narraciones en las que
el creador presta su voz después de haber escuchado no sólo las risas tontas,
los llantos llamativos, los suspiros procaces o las palabras gruesas, sino,
como dice Stevenson, también el canto del ruiseñor que encanta la vida y el
silencio de todo el que resiste en el casi invisible desierto de la dignidad a
secas.