Hace poco escribíamos sobre Almas muertas. Pues bien, parece que
Goncharov quiso añadirle un capítulo extrayendo de la obra de Gogol uno de sus
personajes, pues ¿no es Oblómov un Tientietnikov que ha decidido vivir en la
ciudad? Tientietnikov, acordémonos, se despertaba tarde y tardaba de una a dos
horas en restregarse los ojos…
Todos conocemos la historia de
Oblómov: básicamente, vive de alquiler en casas de las que ocupa y visita un
par de estancias, apenas sale y se podría decir que no hace nada, ni siquiera
atender las vicisitudes de su propiedad en el campo, de la que tendría que
vivir de rentas. Vamos, algo así como un hikikomori de antaño.
Tengo la impresión, sin
embargo, de que el objetivo de Goncharov no era la denuncia, a través de la
caricatura y la sátira, de la pereza o de una visión idealista de la realidad.
En ciertos momentos, Oblómov mueve a la compasión, pero prácticamente nunca a
la mofa: le salva del ridículo su lucidez, porque no sólo es consciente de lo
que hace y le pasa y de sus consecuencias, sino que además conoce las causas y
las posibilidades con las que cuenta para cambiar las cosas. Y esta es la
cuestión. Oblómov, alma cándida, es la víctima de costumbres que ha heredado a
través de la educación y que sólo le hacen daño a él.
La obra, así, aparece como un
tratado sobre la educación, o, más bien, sobre la mala educación. Los que se
encargaron de formar al niño finalmente hicieron todo lo posible para crear al
alguien tan inútil y soñador como bueno y lúcido, sin fuerzas para abandonar el
camino que la costumbre le ha impuesto. Oblómov fue educado para vivir una vida
peculiar, alejada del ruido y la furia, y tal vez su sufrimiento se deba más a
la incomprensión y casi violencia que algunos a su alrededor ejercen sobre él,
que a su propia dinámica y consciencia.
En cualquier caso, encuentro
en Olga, quien había sido su novia y que termina casándose con el mejor amigo
de Oblómov, no sólo la contrapartida psicológica del protagonista, sino el
personaje más interesante de la breve novela. Olga quiere vivir, quiere probar,
quiere experimentar, y la plácida felicidad y seguridad de su matrimonio la
dejan tan insatisfecha que regularmente cae en estados depresivos. Y su marido
intenta tranquilizarla con explicaciones absolutamente estúpidas… Desde luego,
Goncharov no es Ibsen, y es una pena, porque la novela Olga nos adentraría por otros vericuetos: los de la pasión que no
cesa, los que se sustraen tanto a la buena
como a la mala educación.
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