viernes, 20 de abril de 2012

LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE. Camilo José Cela (PODCAST)

En este podcast podéis escuchar la lectura del comienzo de La familia de Pascual Duarte con música de fondo de Anton Webern.
      
                                  

          

Y en este escucharéis la misma lectura sobre un fondo musical de Edgar Varèse.
                                  

martes, 17 de abril de 2012

BAJO LAS RUEDAS (1905). Hermann Hesse (1887-1962)


HESSE, Hermann. Bajo las ruedas. Madrid: Alianza Editorial, 2005. Traducción de Genoveva Dieterich.




Con su habitual sensibilidad y delicadeza, aunque no exentas de severa crítica, Hesse narra la historia de Hans Giebenrath.

Hans es un ser excepcional, refinado, espiritual, diferente a la mediocre mayoría que le rodea en su viejo pueblo, lugar que “había producido muchos ciudadanos probos en sus ocho o nueve siglos, pero nunca un talento o un genio” (p.9). Su propio padre, cuya descarnada descripción inicia la obra, es el mejor exponente de las cualidades de la población:

“Herr Joseph Giebenrath, comisionista y agente comercial, no se destacaba de sus ciudadanos por ningún mérito o singularidad. Tenía, como ellos, una figura maciza y sana, un mediano talento para el comercio, unido a una profunda y cordial veneración por el dinero, además de una pequeña casa con jardín, un panteón familiar en el cementerio, una religiosidad un poco racionalista y algo inconsistente, un razonable respeto de Dios y de la autoridad y una sumisión ciega a los férreos mandamientos del decoro burgués” (p.7).

“Su vida interior era la del pequeño burgués. Lo que quizá poseía de corazón se había empolvado hacía tiempo y no consistía más que en un vago y tradicional sentido de la familia, un orgullo por su hijo, y un ocasional impulso de socorrer a los pobres. Sus facultades intelectuales no iban más allá de una innata y rigurosamente delimitada astucia y habilidad en las cuentas. Su lectura se reducía al periódico y, para satisfacer sus necesidades culturales, bastaban la representación anual de aficionados a cargo del “Círculo” y, de vez en cuando, la visita a un circo” (p. 8).



[La danza. Matisse]     


En tan desolador panorama y de manera inexplicable nace Hans, un niño delicado, de gran inteligencia y de aspecto distinguido. Huérfano de madre, es el orgullo de su padre, que invierte en él sus esperanzas de prosperidad. El niño tiene curiosidad intelectual y se prepara a fondo para ingresar en el prestigioso seminario de Tübingen, que cada año acoge a la flor y nata de la joven inteligencia del país, treinta o cuarenta niños que serán formados a conciencia a cargo del Estado, al que habrán de pagar el favor durante el resto de sus días.

Hans se presenta a una difícil prueba de selección junto a docenas de muchachos inteligentes: es el Landexamen, que supera con el segundo puesto. Todo es alegría en su pueblo, todos se sienten orgullosos de él, saben que le espera un futuro envidiable. El niño sólo lamenta no haber obtenido el primer puesto. Observa a sus conciudadanos consciente de su superioridad y decidido a llegar a lo más alto, a ser el primero.



[Seminario de Tubinga]


Tras el examen llegan las vacaciones. Hans se deleita paseando en soledad por los bosques, nadando y pescando en el río, observando el cielo, las aves, las plantas (Hesse dedica amplios párrafos a describirlos). Lleva meses encerrado, estudiando. Está flaco y débil. Ahora tiene el verano por delante para disfrutar. Nunca tuvo muchos amigos, no siempre sabía disfrutar de sus juegos, pero sí de la Naturaleza, los paseos, los relatos de la vieja Liese en la misteriosa fábrica de curtidos, el miserable ambiente de la calle Falkengasse (próxima a Gerbergasse, de ambiente selecto, donde habitaban “los probos y sólidos ciudadanos”, p.136, y el propio Hans), donde Hans acudía, a pesar de la prohibición paterna, atraído por aquel otro mundo inquietante de delincuencia, pilluelos, alcoholismo y, sin embargo, no exento de seres bondadosos (pp. 140-141).



[La alegre comitiva. Franz Hals]


Mas no podrá Hans disfrutar de todos estos placeres, quizás los últimos de su infancia. El director del colegio, el cura, su padre, todos, en definitiva, le proponen que siga estudiando, que avance en las nuevas materias, el latín, el hebreo, el estudio de Homero y las Escrituras. Todo es poco para ir bien preparado. Hans no sabe decir que no, consciente de su responsabilidad y ante tal presión. Sólo el zapatero Flaig le previene.

Así, Hans pasa el verano dedicado al estudio hora tras hora y sin apenas tiempo para reponerse, coger fuerzas y disfrutar.

Ya en el imponente y hermoso seminario, Hans es alojado en el dormitorio Hellas junto a otros nueve chicos. Entre ellos destaca Hermann Heilner, alumno brillante aunque poco esforzado, poeta y esteta, con un espíritu lleno de sentimentalismo y ligereza, despierto y en pos de un camino propio, independiente.

Entre ellos se inicia una relación, difícil al principio, que poco a poco se va consolidando. Esta amistad no es del agrado del director, que observa cómo su mejor alumno de hebreo, Hans, va desatendiendo su trabajo por dedicar tiempo al amigo, Heilner, que, inquieto e indómito, se ha metido ya en más de un problema y ha tenido que ser sancionado. Hans es consciente de las dificultades que puede acarrearle aquella relación, que por otra parte le abre una nueva perspectiva antes desconocida: un espíritu amante de la belleza, gentil y espiritual, melancólico pero capaz de disfrutar de la tristeza, crítico y libre (pp.79-80).

La tensión va en aumento y, finalmente, Heilner es expulsado del seminario por su actitud firme y desafiante ante el director tras desaparecer del centro durante varios días. Hans, por su parte, cae en una desidia y debilidad crecientes que le impiden concentrarse en el trabajo. Ha pasado de ser el mejor alumno, el empollón, a suspender. Tras una crisis, es enviado a casa con el diagnóstico de padecer una enfermedad nerviosa.



[El sueño de la razón produce monstruos. Grabado de Goya]


Todo ha terminado. Vuelve a casa y sólo percibe desinterés por parte de todos aquellos que antes lo admiraban. Su propio padre lo observa con desconfianza. Intenta volver a disfrutar de los placeres de su niñez, de los paseos y los paisajes, pero ve que se le escapan. Ya no es igual, ya no es un niño. Sólo brevemente consigue alguien sacarlo de su abstracción: una joven hermosa y risueña que le sonríe y coquetea con él, que lo acaricia y se hace acariciar y despierta en él una inquietud nunca antes conocida por el muchacho, mezcla de dulzura y amargura, pero placentera.



[The Couple, de Karl Kasten. 1993]


Pero Hans ha de buscarse una ocupación, no puede estar todo el día mano sobre mano, le recuerda su padre. Y entra a trabajar como mecánico, la más elevada casta de artesanos del pueblo. No le resulta fácil a causa de su debilidad y es consciente de que su caída a aquellos niveles provoca risitas burlonas. Pero hace todo lo que está en su mano. Incluso se apunta a la consagrada juerga cervecera de sus compañeros, donde entre risotadas se cuentan una y otra vez las mismas historias jactanciosas. También Hans bebe cerveza tras cerveza hasta que, mareado, emprende el camino de vuelta al pueblo, donde iracundo le espera su padre, vara en mano, por haberse retrasado. Incluso ha echado el candado a la puerta. Pero Hans no ha de llegar. Flota en el río donde solía disfrutar, arrastrado por la corriente.

Con su muerte, ha conseguido volver a ser el centro de atención y todos están en su entierro. Lamentan la pérdida de un muchacho que tenía tantas posibilidades, el pobre. Siempre se van los mejores. Ay... Nadie ve más allá, ni piensa por un momento qué parte de responsabilidad le corresponde por aquella pérdida. Sólo el zapatero Flaig ve en todos ellos a los responsables de la muerte del joven, y consuela al doliente padre.

Se refiere, en especial, a los profesores. Y es que esta obra es una crítica implacable contra el sistema educativo y los docentes, que sólo fomentan la docilidad, persiguen limar y eliminar todo lo que destaque como extraordinario, desean exprimir y no potenciar o estimular, fomentan lo más árido del conocimiento sin tener atisbo ni transmitir auténtica profundidad de espíritu. Se limitan, en definitiva, a fagocitar y regurgitar conocimientos hueros, a presión y sin alma, y cercenan de raíz todo lo que muestre síntomas de ser excepcional, genuino e innovador. Ni el propio Nietzsche lo habría descrito mejor. O sí:

La educación: un sistema de medios para arruinar las excepciones a favor de la regla. La formación: un sistema de medios para dirigir el gusto contra la excepción a favor de los mediocres”.


(NIETZSCHE, Friedrich. Fragmentos póstumos IV. Madrid: Tecnos, 2008, p. 672. Traducción de Juan Luis Vermal y Joan B. Llinares).


 


[Si sabrá más el discípulo. Grabado de Goya]


Sólo un botón, como muestra:

“Desde tiempos remotos se ha venido consolidando un profundo abismo entre el gremio de profesores y el genio. Cualquier atisbo de que éste aparezca en un colegio les resulta a los profesores de antemano odioso. Para ellos los geniales son esos chicos traviesos que les faltan al respeto, que empiezan a fumar a las catorce años, se enamoran con quince, van a las tabernas con dieciséis, leen libros prohibidos, escriben redacciones insolentes, miran de vez en cuando al profesor con sorna y acaban en el libro de clase como rebeldes y candidatos a un arresto. Un maestro de escuela prefiere unos cuantos burros en su clase a un solo chico genial. Y en el fondo tiene razón, porque su deber no es formar espíritus extravagantes, sino buenos latinistas, matemáticos y hombres de provecho [...] Así se repite, de colegio en colegio, el espectáculo de la lucha entre sistema y espíritu. Una y otra vez vemos al Estado y al sistema educativo empeñados con saña en arrancar ya de raíz los pocos espíritus profundos y valiosos que aparecen cada año” (p. 104).



sábado, 14 de abril de 2012

Hannah Arendt, Martin Heidegger y un palimpsesto



ETTINGER, Elżbieta. Hannah Arendt / Martin Heidegger. New Haven: Yale University Press, 1995.


Elżbieta Ettinger fue una superviviente del gueto de Varsovia (su novela Kindergarten parte de esta experiencia) y luchó en la resistencia polaca haciéndose pasar por católica. Antes de la publicación del libro que ahora nos ocupa, Ettinger era relativamente conocida por su biografía de Rosa Luxemburg. Nuestra autora murió a los ochenta años, en 2005, mientras trabajaba en una nueva biografía, en esta ocasión sobre Hannah Arendt.

Y fue durante el proceso de recopilación de información para esta biografía cuando Ettinger, a la luz de los hallazgos a partir de la lectura de la correspondencia de Hannah Arendt, decidió que merecería la pena escribir un volumen exclusivamente acerca de la relación entre la autora de Los orígenes del totalitarismo y Martin Heidegger. El libro se publicó en 1995 y causó cierto revuelo. ¿Por qué?

En primer lugar, revelaba datos desconocidos hasta la fecha acerca de la duración y el tipo de relación que mantuvieron Heidegger y Arendt. Por lo visto, la relación había sido más prolongada, apasionada y compleja de lo que se había creído.

En segundo lugar, y debido a lo anterior, estalló un pequeño escándalo editorial, pues Arendt había pedido que sus cartas fuesen a parar a Alemania, y el hijo de Heidegger, Hermann, había puesto un veto de cuarenta años desde la muerte de su padre para su publicación. Sucedió que en los Estados Unidos habían hecho copias de las cartas (lo que nos recuerda el caso de los diarios de Kafka y la jugarreta que Schocken le jugó a Max Brod) y para acceder a ellas tan solo habían impuesto un plazo de cinco años desde la muerte de los protagonistas. Ettinger pudo esquivar los problemas legales parafraseando, y no citando, partes de la correspondencia.

En tercer lugar, se abrieron tres líneas de polémica y debate: si la imagen de Hannah Arendt quedaba manchada debido a su perdurable relación con y su persistente apoyo a Heidegger a sabiendas de su adhesión al partido nacionalsocialista; si había que abrir la vieja cuestión de contar a Heidegger entre los filósofos toda vez que jamás se retractó, ni se arrepintió, ni siquiera reconoció haber cometido un error al haberse afiliado al partido nazi; y si era legítimo y tenía algún valor hacer públicos asuntos de estricta índole privada.

La primera cuestión se solventó, como siempre, con un intercambio de opiniones que no llegó a ninguna solución. Para unos, Hannah Arendt quedaba desacreditada como autoridad ética y moral; para otros, Arendt había sido coherente con las ideas expresadas en sus obras acerca del genio, la amistad y el perdón; hubo quien a partir de las obras de Arendt alcanzó la conclusión opuesta y recalcó la incoherencia entre su vida y su obra, y para eso recordaron lo que en carta a Jaspers decía de Heidegger, tildándolo de “asesino en potencia” debido al trato que le había infligido a Husserl, y se acordaron, también, de sus palabras sobre el juicio contra Adolf Eichmann, haciendo responsables a algunos judíos de su propia destrucción.


[Elżbieta Ettinger]

La segunda cuestión concentró más cerebros y más esfuerzos, y no fue difícil mostrar, una vez más, que llamar nazi a Heidegger y mucho más tener a su obra por ideología nazi, era un error mayúsculo cuando no una malintencionada, interesada y estúpida simplificación que, eso sí, vendía mucho y bien.

Para la cuestión ética sobre la publicación de información sobre la vida privada se intercambiaron argumentos más o menos cretinos y todos estériles cuya única utilidad radicaba en que conducen a la reflexión (nietzscheana) acerca de la relación entre filosofía y filósofo.

Y, en cuarto lugar, se produjo, cómo no, la andanada de críticas y comentarios al libro en sí mismo. Y aquí entra en escena el palimpsesto, porque yo tengo un palimpsesto de la obra.

Sí, porque compré un ejemplar de segunda mano y su anterior dueño, alguien que al menos entonces vivía en Ann Arbor, Michigan, no solo había subrayado y comentado al margen el libro de cabo a rabo, sino que había dejado en su interior un par de artículos de prensa sobre la obra de Ettinger. A continuación, mi breve comentario también dará voz a este amigo insospechado.

Pues bien, aparte del valor o la utilidad de los nuevos datos hallados en la correspondencia, el libro de Ettinger es un eximio ejemplo de cómo no se debe escribir.

Cuando Hermann Heidegger leyó la edición alemana, dijo haber encontrado más de cincuenta errores. Como no los enumeró, no los puedo exponer aquí. Teniendo en cuenta que cuando se editó el libro las cartas no habían sido publicadas y, por lo tanto, prácticamente nadie conocía su contenido, desde mi punto de vista (y desde el de mi desconocido amigo), uno de los mayores errores consiste en no reproducir el original alemán.

Texts!”, “German!”, exclama y reclama mi amigo. Y todavía lo encuentro moderado y no reclama aparato de notas. En la página 30 escribe Ettinger: “Without the usual ‘your Hannah’ (Deine Hannah), she ended the letter: “’And with God’s will / I will love you more after death’” (Arendt’s quotes)”. Mi amigo se pregunta: “Rilke’s translation of the El. Browning sonnet? One need the German!”.

En efecto, amigo mío, donde Browning escribe

and, if God choose, / I shall but love thee better after death.

Rilke traduce

Und wenn Gott es giebt, / will ich dich besser lieben nach dem Tod.

Otro error, este garrafal y casi imperdonable, radica en que la autora, quien sabía que lo que escribiese iba a ser difícil de refutar porque al no poder acceder a los originales no se podía contrastar su trabajo, dedica más esfuerzo a ofrecer su interpretación que a establecer hechos y, si se quiere, a tratar de aventurar hipótesis y conclusiones de auténtico valor.

Mi amigo lector se desespera: “Wellll: too easy”, “Sloppy writing”, “Who says?”, “Take it on the author’s authority…”, “But how do you know?”, “Idiotic argument!”, “Idiotic”, “Really, now”, “Nonsense!”…


[Mi palimpsesto]

Desde luego, no parece que Ettinger fuese una erudita. Mi amigo también se da cuenta:

Escribe la autora en la página 64: “[‘one’, in German “man”, is an impersonal pronoun, here used to avoid the personal pronoun ‘I’]”. Y nuestro lector sigue desesperándose y anota: “Also a word of some importance in his philosophy – as the author seems blissfully unaware of!”.

Y nuestro lector no puede evitar pasar por encima de sarcasmos e ironías para ir al grano cuando en la página 121 lee: “The time of Sturm und Drang was over”. Estalla el amigo: “Stupid allusion – has no idea what it means”. Y yo apostaría a que tenía razón…

Y la nefasta, por no decir impía, manera que tiene la autora de ofrecer y disponer los datos y su interpretación, la convierten en sospechosa de haber abandonado la objetividad del historiador incluso antes, pero muchos años antes de haberse planteado este trabajo. Su pintura de Arendt y de Heidegger, la primera una heroína (mujer y judía) enamorada, el segundo un sádico (hombre y alemán) nazi, convierten el libro, como ya apuntaron comentaristas en aquel momento, en un tabloide sensacionalista, en una novela rosa, en una nueva versión de El portero de noche. Que Ettinger acuse y defienda, al tiempo que demuestra poca erudición, hace que el libro se te caiga de las manos.

Había sido (más que) suficiente con la publicación de las cartas en el original más su correspondiente traducción. A partir de ahí, los especialistas habrían podido empezar a pensar (y desbarrar) en serio. Pero el trabajo de Ettinger parece el de una modistilla amargada que se empeña en recomponer un tapiz que como le va demasiado grande termina por convertirlo en su propio mandil, pasto de comadres, editores y lectores emocionados.

Mi amigo desconocido termina así sus anotaciones:

Cheap and incompetent: and clearly one of the reasons why archives are trying to keep ‘scholars’ out – That is what might happen if they won’t”.

Pero amigo mío, no se trata de cultura, sino de negocio. La edición española se vende así:


“[…] este documento biográfico acerca de la relación amorosa de dos grandes filósofos de nuestro siglo, ella judía y él adscrito al nacionalsocialismo, no sólo revela la verdadera naturaleza de esta dramática historia de amor”.

Las negritas son de los tenderos. Sí, amigo, sí, lo que importa es vender.

Comprenderán que no he escrito esto por el libro, ni por Ettinger, ni por Arendt, ni siquiera por Heidegger. Lo he hecho para compartir con ustedes mi alegría al comprobar que todavía quedan lectores.

lunes, 9 de abril de 2012

Colleen Corby & Sid Vicious

Como ya soy viejo puedo reconocer sin temor a la verdad que incluso la memoria es una ficción, así que nada de lo que recuerde podrá sorprender ni escandalizar, de la misma manera que ni me sorprende ni me escandaliza a mí saber que me encuentro sin llegar a nada entre Colleen Corby y Sid Vicious. Así pues, ¿dónde están las bellezas de antaño? ¿Dónde están los eccehomos de antaño?

Esta es Colleen Corby, para quien no la conozca.





Y este es Sid Vicious.


Colleen Corby (1942) triunfó en los años sesenta como modelo, y su escaparate privilegiado fue la revista Seventeen, cuando las modelos trabajaban para adolescentes y no posaban para hombres en medios como Sports Illustrated.

¿Quién se acuerda hoy de mujeres Seventeen como Kiki Olsen?


¿O Terri Smith?


¿Y Moyra Swan?


¿Y Joan Delaney? Y eso que dio el salto al cine.


Tal vez recuerden mejor a Twiggy (1949).


O puede que se acuerden más y mejor de Jennifer O’Neill (1948).


Esta película nos recuerda Malizia.


Y nos recuerda a la inolvidable Laura Antonelli (1941) y al niño que éramos deseando ser seducidos, cual Agostino de Moravia, por la mujer madura (que veíamos en Interviú).


Un momento, ¿por dónde anda Sid?


A pesar de esto, no nos olvidamos de Laura, ¿verdad? ¿La Laura de Annie Belle (1956)?



¿O la Laura de Dawn Dunlap (1962)?


David Hamilton y Un verano en Saint Tropez, ya que hemos recordado el verano del 42, y Bilitis, claro. Y de David Hamilton la memoria vuela a Tinto Brass, y de ahí, por ejemplo, a Stefania Sandrelli (1946). Quién la ha visto y quien siguió viéndola…


Y mientras atacaban suecas como Christina Lindberg (1950),


en París cantaba Françoise Hardy (1944)


y Anna Karina (1940), Roller Girl, enamoraba a Godard.



como a Lucian Freud lo enamoró Lady Caroline Blackwood (1931).



Musas peligrosas, como aquellas de las viejas novelas policiacas.


Pero no me olvido de David Hamilton, quien no sólo me lleva a Tinto Brass, sino al Cinema of Transgression, a Tessa Hughes-Freeland y especialmente a Richard Kern.


Y para que este salto de memoria no parezca estéticamente casi mortal, recordaré la Provocación de Erika Savastani


y Fabrizia Flanders.


[Aunque algunos no la reconozcan, he aquí a Fabrizia. Como en la vida misma, a veces hay que elegir entre el frente y la retaguardia]

¿Se acuerdan de La fuga de Logan? ¿Y de Jessica 6? Yo sí me acuerdo, cómo no hacerlo, de Jenny Agutter (1952).


¿Y qué es de Sid Vicious?


domingo, 8 de abril de 2012

I write because I have to. Kafka the Musical. BBC broadcast



Obsession, perfection

 Kafka calls Dora, Dora, my love, my life, where are you Dora?, take me out of here, take me away.

KNOCK, KNOCK
Kafka! Open the door, Kafka!

Who are you?
I’m your father, you lazy thing!
Get up and go to the theatre. Get a proper job. Play your part. Do as you’re told and stand up for yourself. Think of your poor mother.  You’re forty years old, do you know where I was at your age?

My sweet Dora, let’s go to Palestine.

Try and enjoy the show tonight, Mr. Kafka.

Consumption is very difficult to treat. It devours everything. It consumes from inside.

-          Only truth makes me happy, but truth is slippery and shy, disdainful of our efforts to catch it.
-          Truth is a savage beast.
-          Truth is in the eye of the victorious.

KNOCK, KNOCK
(two men come in the night, one for your body and one for your soul)

I got myself tangled in this wretched show, what a nightmare…

-          What’s more important, the show or your life?
-          The show, Milena, always the show.

KNOCK, KNOCK
yes, come in

(Afterthought post listening the BBC broadcast of Kafka the Musical by Murray Gold. Starring David Tennant as Kafka. One day, Franz Kafka finds he has been cast to play himself in a musical about his own life ).

jueves, 5 de abril de 2012

miércoles, 4 de abril de 2012

Napoleon: Chess and Victory


In his 1000 Most Famous Combinations, Igor Sukhin presents two combinations by Napoleon.

The first one was played in 1804, the year in which Napoleon was crowned Emperor. In Malmaison Castle, Napoleon plays white against Madame de Rémusat.




White to move and mate in three moves. Could you tell with which moves?


The second combination takes us to Saint Helena, the island Napoleon was deported to in the company of Montholon, Gourgaud, Las Cases and Bertrand.

It is 1818. Napoleon, white, plays against General Bertrand.



Checkmate in five: White to move and to win.

lunes, 2 de abril de 2012

English Stuff ESL



Hello my friends,

Here's a link to a new blog for those of you interested in learning or teaching English. 


http://englishstuffesl.blogspot.com.es/


You can download worsheets, listen to podcasts, watch videos and have access to lots of useful materials and references. 

Hope you like it.

jueves, 29 de marzo de 2012

La Hermana. (1946) Sándor Márai (1900-1989)

MÁRAI, Sándor. La hermana. Barcelona: Salamandra, 2007.


 Con la delicadeza que caracteriza a Sándor Márai, esta obra indaga en el sufrimiento humano, el dolor y la enfermedad como viaje hacia uno mismo. La obra refleja el aislamiento provocado por el mal, que sumerge al protagonista en sí mismo, sus miedos y sus dilemas, como tan sólo un año después haría Camus en La Peste y años antes Thomas Mann en Muerte en Venecia (1914).

     Z. es un pianista de prestigio, un virtuoso, que viaja en tren a Florencia para ofrecer uno de sus conciertos. Durante el trayecto presiente que alguna enfermedad le aqueja. Es como si un veneno le hubiera sido inoculado, y tras la actuación ha de ser ingresado. Pasa tres meses en el hospital y a través de él vivimos el proceso de su enfermedad y todo lo que esta conlleva: la fragilidad, la dependencia, la obligada convivencia en aquel templo del dolor, la relación con médicos y enfermeras, la necesidad de sucumbir ante las drogas. Aquella prolongada convalecencia lleva a Z. a analizar su situación actual y también su vida anterior, preguntándose si algo en ella pudiera haber causado su mal. La conclusión no es evidente, pues la obra plantea más que sanciona, explora más que determina. Pero quizás la clave la encontramos en la ardiente defensa de la pasión que Z. expresa en sus escritos:

     “La razón no es nada. La pasión lo es todo.[...] El sentido de la vida es la pasión que reluce tras las formas”. (p.197).

     Y Z. ha perdido la pasión por la música. La vivió con intensidad, pero las largas horas de dedicación, la incansable búsqueda de la perfección en el detalle, lo llevaron a perderse en la técnica y a dejar de disfrutar la música para convertirse en mero transmisor de su belleza. La música “había perdido la esencia divina, su suprema vibración” (p.101).
   

DEGAS: L’attente

      Una voz en su interior le propone, y también alguno de sus médicos, que quizás la razón de aquella desazón que le invade tiene una causa concreta: E., la mujer a la que ama. Ella es inteligente, bella y sensual, pero incapaz de entregarse a los sentidos: es frígida. Casada y admirada por multitud de hombres, sólo Z. ha sabido hacerla vibrar, aunque tan sólo a través de su música. Z. la ama pero, postrado en su cama, reconoce que aquella relación tiene una carencia importante. Como la música que es tan sólo pura técnica.

     ¿Será que el ser humano pleno necesita algo más que la perfección formal, y sólo conjugando espíritu y pasión alcanza su plenitud? El sentido de la vida está en entregarse a ella sin reservas. E. es absolutamente hermosa, pero está enferma, su frigidez la incapacita para una vida armoniosa. Como ahora la vida de Z., carente de emoción, es una vida enferma e inválida. “Eso era la vida, un fenómeno sensual y carnal, apasionado y vulgar” (p.111), concluye Z. con cierta desazón. Algo quizás demasiado alejado de la vida que él conducía, entregada en exclusiva a la búsqueda de orden y destreza absolutos, puro espíritu, como aquello que le ofrecía su amada. Un amor y una vida cercenados, incompletos, como podría decir Nietzsche, carentes del obligado tributo a Dionisos, a la carnalidad y la banalidad que forman parte del ser humano.


Théodore Géricault (1791-1824) El beso 

     Entre los mejores pasajes del libro se encuentran aquellos que reflejan la relación de Z. con sus cuidadores, médicos y enfermeras, y, muy especialmente, con aquello que le proporciona alivio: las drogas. Compara la diaria inyección de morfina con una cita amorosa en la noche, un lujurioso encuentro ilícito, tanto más inmoral cuanto más deseado, que durante unas horas lo sustrae del mundo, del dolor y le proporciona un éxtasis como el que sólo otro ser humano puede proporcionar. Pero este placer es considerado una caída por Z., para quien “el placer irresponsable” es inadmisible (p.161). Sólo la conciencia plena puede ofrecernos alguna felicidad exenta de culpa (p.160), puntualiza. Su visión de la vida se caracteriza por un férreo orden moral, y la droga, como la enfermedad, son una suerte de desviación. Pero en ocasiones es inevitable dejarse caer para ver más allá. ¿La otra orilla que tanto menciona, quizás? Esta reflexión es la que plantea a Carissima, una de las monjas, que le niega una última inyección de morfina antes de abandonar el hospital, curado ya: ¿Que es pecado? ¿Acaso no da lo mismo?, replica Z. a la mujer moribunda, enferma de leucemia. ¿No vas a morir?, ¿no vamos a morir todos?, ¿no da todo igual?, ¿quién dice otra cosa?, parece insinuarle. Y ella asiente y le aplica una dosis casi mortal. Quizás presiente que Z. ya nunca se recuperará completamente, que en realidad le está ayudando como aquella voz de mujer que Z. escuchó en la noche pidiéndole que viviera, que no se dejara morir, que luchara.


Munch: El grito
  
     Este mismo consejo es el que le da el médico chamán con quien Z. mantiene una conversación infrecuente, más allá de “las convenciones sociales, al borde del abismo” (p.225), poco antes de abandonar el hospital. Es un médico guía, un nexo entre Dios y los humanos, dice él mismo. Su recomendación a Z. es luchar, enfrentarse, no entregarse ni a la enfermedad ni a los remedios, ni a las secuelas, ni a la recuperación. Tras la enfermedad que ha abierto aquel paréntesis de crisis y reflexión en su vida, es preciso seguir adelante. “Y luego, si la vida nos llama...” (p.252). Pero esto, quizás, no es para todos, no siempre se percibe la llamada de la vida:

     “Oh, vivir es una gran responsabilidad. Imagíneselo, vivir entre la gente... Muchos no lo soportan. ¡Cuántos intereses! El tedio, la vanidad, la ambición, los sentidos; y detrás de todo, la muerte... ¿Quién puede soportarlo sano siempre, durante toda una vida? Pocos, muy pocos” (p.250).

     La tendencia del ser humano es buscar el orden, poner armonía en el mundo, pero, quizás, el caos es demasiado grande y la tarea excesiva. Sólo en el acto de la creación puede el hombre emular a Dios, intentar equipararse a él y alcanzar la excelencia (p.105). Z. lo consiguió al acercarse a la esencia de la música pero, tras perder su hechizo, exhausto, sucumbe a la enfermedad y esta se convierte en un camino de dudas: la vida o la muerte, la lucidez o la locura de las drogas.

     “La vida es veneno si no creemos en ella, si ya no es más que un instrumento para colmar la vanidad, la ambición y la envidia. Entonces uno empieza a sentir náuseas” (p.179).


miércoles, 28 de marzo de 2012

D. H. Lawrence, el fénix o el puercoespín


LAWRENCE, D. H. Reflections on the Death of a Porcupine and other Essays. Bloomington: Indiana University Press, 1969.

Recuerdo la visita al cementerio de Père Lachaise: no encontramos la tumba de Benjamin Constant, a pesar de la amable disposición de un buscón, pero sí la aburrida lápida de Proust convenientemente engalanada con una magdalena. Poca cosa esta en comparación con el jardín botánico del panteón de Allan Kardec.


[La tumba de Kardec en Père Lachaise. La fotografía es de la Wikipedia. ¿He hecho bien la “attribution” y me libro de una denuncia por parte del artista?]

En Père Lachaise pude distinguir cuatro tipos de visitantes: los necroturistas, los buscones de placer, los necroturistas buscones de placer, y los devotos de Kardec. Hacía unos quince años que no me reencontraba con Kardec. Por supuesto, me refiero a su nombre. Por aquellos años andaba yo leyendo más que Cervantes, cualquier cosa: es lo que tiene la juventud: una salud carroñera. Hoy mi estómago, casi ya bovino libro, sólo me consiente rumiar dos o tres textos raídos y ablandados.

Kardec, Blavatsky... Cuando se inauguraban el positivismo, el culto al progreso, el materialismo y el imperialismo, en los Estados Unidos y en Europa había quien deseaba demostrar no sólo la existencia de lo sobrenatural, sino también su realidad nada irracional y, por lo tanto, su relación con los fenómenos de la Naturaleza empírica. A partir del magnetismo animal de Mesmer, comenzó la manía de hacer de lo sobrenatural algo natural. Al mismo tiempo, hubo quienes reducían lo espiritual a lo terrenal y lo racional a lo irracional, pero estos eran tipos como Nietzsche y Freud. Por otra parte, Blavatsky, por ejemplo, decía atenerse a la verdad, a toda la verdad y nada más que a la verdad. Como Freud, por ejemplo.


[La madre de Helena Blavatsky. Iba a poner a la hija, pero ¿han visto las fotografías?]

Tal vez el caso más memorable sea el de la relación entre Henry Slade y Zöllner. ¿Y no se dedicó Newton al estudio de la alquimia? Slade y Zöllner por lo menos se dedicaban a algo más serio: la cuarta dimensión. Y es la cuarta dimensión lo que he vuelto a encontrar esta semana mientras traducía “Reflections on the Death of a Porcupine”, de D. H. Lawrence. Ya sabía que eso de la cuarta dimensión había calado en el siglo XX: al último que se lo había oído mencionar fue a Duchamp, pero en esta ocasión, como todo que tiene que ver con Duchamp, la cosa era bastante más racional de lo que alguno pensaría: la cuarta dimensión tenía que ver más con Einstein y Poincaré que con el fantasma de Canterbury. Pero todavía en el primer tercio del siglo pasado la cuestión de la cuarta dimensión estaba de moda. En una entrevista concedida en 1946, Duchamp, hablando de la época de los ismos, dice: “There were discussions at the time of the fourth dimensión and of non-Euclidean geometry. But most views of it were amateurish” (SANOUILLET, Michel & PETERSON, Elmer (ed.). The Writtings of Marcel Duchamp. New York: Da Capo Press, p. 126).


En 1925, D. H. Lawrence publicó Reflections on the Death of a Porcupine and other Essays. Es en el ensayo que da título al volumen donde más insiste en la cuarta dimensión. Al enunciar la tercera de las inexorables leyes de la vida, escribe: “That is to say, the ultimate source of all vitality is in that other dimension, or region, where the dandelion blooms, and which men have called heaven, and which now them the fourth dimension: which is only a way of saying that it is not to be reckoned in terms of space and time” (LAWRENCE, ob. cit., p. 210).

En el ensayo “Him with his Tail in his Mouth”, afirma que “Creation is a fourth dimension, and in it there are all sorts of things, gods and what-not” (p. 135); “In the fourth dimension, in the creative world, we live in a pluralistic universe, full of gods and strange gods and unknown gods” (p. 137).

Me ha costado leer a Lawrence. No estoy acostumbrado a estos galimatías, a esta mezcla de cultura libresca, ocurrencias propias, cínico (y lúcido) sentido común y extravagancias pseudomísticas y pseudointelectuales. Lawrence igual se aferra a Nietzsche (al que todavía no se le tenía ningún respeto): “This we know, now, for good and all: that which is good, and moral, is that which brings into us a stronger, deeper flow of life and life-energy: evil is that which impairs the life-flow” (p. 130); que demuestra no solo no entender a Nietzsche, sino ser, además, la antítesis de la probidad intelectual que Nietzsche no se cansó de defender, como se puede comprobar en las dos primeras páginas del ensayo “Blessed are the Powerful”.

Entiendo mejor a Heidegger que las explicaciones de Lawrence sobre la existencia, el ser y sus relaciones. No entiendo casi nada de este libro porque sólo veo una lógica: aquella antifilosófica actitud que hace precisamente del quod nihil scitur el fundamento de un conocimiento. Así es como se habla de la existencia de algo “desconocido” en lugar de confesar la propia ignorancia y la propia incapacidad de pensar. La “lógica” sería la siguiente: “No sé, luego lo desconocido existe”. Y una vez que se “establece” la existencia (¿o era el ser?) de esto “desconocido” (¿o era la cuarta dimensión?), ya es posible cualquier desbarre.


[La ilusión de Zöllner. No sólo Zöllner tenía ilusiones, sino que además cuando miro durante mucho rato esta imagen entro en la cuarta dimensión del sueño]

Miedo me da pensar, ahora que está de moda la Física y ya vamos por las once dimensiones, las combinaciones que se pueden estar haciendo con el Espíritu Santo y la ley de la gravedad. Quiero imaginar que Lawrence tenía mucha pena por no ser hispanohablante, porque “puercoespín”, si se fijan, contiene en sí mismo un “spin”: de ahí a “reflexionar” sobre la duodécima dimensión, sólo hay un erizo.