Con
la delicadeza que caracteriza a Sándor Márai, esta obra indaga en el
sufrimiento humano, el dolor y la enfermedad como viaje hacia uno mismo. La
obra refleja el aislamiento provocado por el mal, que sumerge al protagonista
en sí mismo, sus miedos y sus dilemas, como tan sólo un año después haría Camus
en La Peste y años antes Thomas Mann en Muerte en Venecia (1914).
Z.
es un pianista de prestigio, un virtuoso, que viaja en tren a Florencia para
ofrecer uno de sus conciertos. Durante el trayecto presiente que alguna
enfermedad le aqueja. Es como si un veneno le hubiera sido inoculado, y tras la
actuación ha de ser ingresado. Pasa tres meses en el hospital y a través de él
vivimos el proceso de su enfermedad y todo lo que esta conlleva: la fragilidad,
la dependencia, la obligada convivencia en aquel templo del dolor, la relación
con médicos y enfermeras, la necesidad de sucumbir ante las drogas. Aquella
prolongada convalecencia lleva a Z. a analizar su situación actual y también su
vida anterior, preguntándose si algo en ella pudiera haber causado su mal. La
conclusión no es evidente, pues la obra plantea más que sanciona, explora más
que determina. Pero quizás la clave la encontramos en la ardiente defensa de la
pasión que Z. expresa en sus escritos:
“La
razón no es nada. La pasión lo es todo.[...] El sentido de la vida es la pasión
que reluce tras las formas”. (p.197).
Y
Z. ha perdido la pasión por la música. La vivió con intensidad, pero las largas
horas de dedicación, la incansable búsqueda de la perfección en el detalle, lo
llevaron a perderse en la técnica y a dejar de disfrutar la música para
convertirse en mero transmisor de su belleza. La música “había perdido la
esencia divina, su suprema vibración” (p.101).
DEGAS: L’attente
¿Será
que el ser humano pleno necesita algo más que la perfección formal, y sólo
conjugando espíritu y pasión alcanza su plenitud? El sentido de la vida está en
entregarse a ella sin reservas. E. es absolutamente hermosa, pero está enferma,
su frigidez la incapacita para una vida armoniosa. Como ahora la vida de Z.,
carente de emoción, es una vida enferma e inválida. “Eso era la vida, un
fenómeno sensual y carnal, apasionado y vulgar” (p.111), concluye Z. con cierta
desazón. Algo quizás demasiado alejado de la vida que él conducía, entregada en
exclusiva a la búsqueda de orden y destreza absolutos, puro espíritu, como
aquello que le ofrecía su amada. Un amor y una vida cercenados, incompletos,
como podría decir Nietzsche, carentes del obligado tributo a Dionisos, a la
carnalidad y la banalidad que forman parte del ser humano.
Entre
los mejores pasajes del libro se encuentran aquellos que reflejan la relación
de Z. con sus cuidadores, médicos y enfermeras, y, muy especialmente, con
aquello que le proporciona alivio: las drogas. Compara la diaria inyección de
morfina con una cita amorosa en la noche, un lujurioso encuentro ilícito, tanto
más inmoral cuanto más deseado, que durante unas horas lo sustrae del mundo,
del dolor y le proporciona un éxtasis como el que sólo otro ser humano puede
proporcionar. Pero este placer es considerado una caída por Z., para quien “el
placer irresponsable” es inadmisible (p.161). Sólo la conciencia plena puede
ofrecernos alguna felicidad exenta de culpa (p.160), puntualiza. Su visión de
la vida se caracteriza por un férreo orden moral, y la droga, como la
enfermedad, son una suerte de desviación. Pero en ocasiones es inevitable dejarse
caer para ver más allá. ¿La otra orilla que tanto menciona, quizás? Esta
reflexión es la que plantea a Carissima, una de las monjas, que le niega una
última inyección de morfina antes de abandonar el hospital, curado ya: ¿Que es
pecado? ¿Acaso no da lo mismo?, replica Z. a la mujer moribunda, enferma de
leucemia. ¿No vas a morir?, ¿no vamos a morir todos?, ¿no da todo igual?,
¿quién dice otra cosa?, parece insinuarle. Y ella asiente y le aplica una dosis
casi mortal. Quizás presiente que Z. ya nunca se recuperará completamente, que
en realidad le está ayudando como aquella voz de mujer que Z. escuchó en la
noche pidiéndole que viviera, que no se dejara morir, que luchara.
Munch: El
grito
Este
mismo consejo es el que le da el médico chamán con quien Z. mantiene una
conversación infrecuente, más allá de “las convenciones sociales, al borde del
abismo” (p.225), poco antes de abandonar el hospital. Es un médico guía, un
nexo entre Dios y los humanos, dice él mismo. Su recomendación a Z. es luchar,
enfrentarse, no entregarse ni a la enfermedad ni a los remedios, ni a las
secuelas, ni a la recuperación. Tras la enfermedad que ha abierto aquel
paréntesis de crisis y reflexión en su vida, es preciso seguir adelante. “Y
luego, si la vida nos llama...” (p.252). Pero esto, quizás, no es para todos,
no siempre se percibe la llamada de la vida:
“Oh,
vivir es una gran responsabilidad. Imagíneselo, vivir entre la gente... Muchos
no lo soportan. ¡Cuántos intereses! El tedio, la vanidad, la ambición, los
sentidos; y detrás de todo, la muerte... ¿Quién puede soportarlo sano siempre,
durante toda una vida? Pocos, muy pocos” (p.250).
La tendencia del ser humano es buscar el
orden, poner armonía en el mundo, pero, quizás, el caos es demasiado grande y
la tarea excesiva. Sólo en el acto de la creación puede el hombre emular a
Dios, intentar equipararse a él y alcanzar la excelencia (p.105). Z. lo
consiguió al acercarse a la esencia de la música pero, tras perder su hechizo,
exhausto, sucumbe a la enfermedad y esta se convierte en un camino de dudas: la
vida o la muerte, la lucidez o la locura de las drogas.
“La
vida es veneno si no creemos en ella, si ya no es más que un instrumento para
colmar la vanidad, la ambición y la envidia. Entonces uno empieza a sentir
náuseas” (p.179).
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