LAWRENCE,
D. H. Reflections on the Death of a
Porcupine and other Essays. Bloomington: Indiana University Press, 1969.
Recuerdo la visita al
cementerio de Père Lachaise: no encontramos la tumba de Benjamin Constant, a
pesar de la amable disposición de un buscón, pero sí la aburrida lápida de
Proust convenientemente engalanada con una magdalena. Poca cosa esta en
comparación con el jardín botánico del panteón de Allan Kardec.
[La tumba de Kardec en Père Lachaise. La fotografía es de la Wikipedia.
¿He hecho bien la “attribution” y me libro de una denuncia por parte del
artista?]
En Père Lachaise pude
distinguir cuatro tipos de visitantes: los necroturistas, los buscones de
placer, los necroturistas buscones de placer, y los devotos de Kardec. Hacía
unos quince años que no me reencontraba con Kardec. Por supuesto, me refiero a
su nombre. Por aquellos años andaba yo leyendo más que Cervantes, cualquier
cosa: es lo que tiene la juventud: una salud carroñera. Hoy mi estómago, casi
ya bovino libro, sólo me consiente rumiar dos o tres textos raídos y ablandados.
Kardec, Blavatsky... Cuando se
inauguraban el positivismo, el culto al progreso, el materialismo y el
imperialismo, en los Estados Unidos y en Europa había quien deseaba demostrar
no sólo la existencia de lo sobrenatural, sino también su realidad nada
irracional y, por lo tanto, su relación con los fenómenos de la Naturaleza
empírica. A partir del magnetismo animal de Mesmer, comenzó la manía de hacer
de lo sobrenatural algo natural. Al mismo tiempo, hubo quienes reducían lo
espiritual a lo terrenal y lo racional a lo irracional, pero estos eran tipos
como Nietzsche y Freud. Por otra parte, Blavatsky, por ejemplo, decía atenerse
a la verdad, a toda la verdad y nada más que a la verdad. Como Freud, por
ejemplo.
[La madre de Helena Blavatsky. Iba a poner a la hija, pero ¿han visto
las fotografías?]
Tal vez el caso más memorable
sea el de la relación entre Henry Slade y Zöllner. ¿Y no se dedicó Newton al estudio
de la alquimia? Slade y Zöllner por lo menos se dedicaban a algo más serio: la
cuarta dimensión. Y es la cuarta dimensión lo que he vuelto a encontrar esta
semana mientras traducía “Reflections on the Death of a Porcupine”, de D. H.
Lawrence. Ya sabía que eso de la cuarta dimensión había calado en el siglo XX:
al último que se lo había oído mencionar fue a Duchamp, pero en esta ocasión,
como todo que tiene que ver con Duchamp, la cosa era bastante más racional de
lo que alguno pensaría: la cuarta dimensión tenía que ver más con Einstein y
Poincaré que con el fantasma de Canterbury. Pero todavía en el primer tercio
del siglo pasado la cuestión de la cuarta dimensión estaba de moda. En una
entrevista concedida en 1946, Duchamp, hablando de la época de los ismos, dice:
“There were discussions at the time of the fourth dimensión and of
non-Euclidean geometry. But
most views of it were amateurish” (SANOUILLET, Michel & PETERSON, Elmer
(ed.). The Writtings of Marcel Duchamp.
New York: Da Capo Press, p. 126).
En 1925, D. H. Lawrence publicó Reflections on the Death of a Porcupine and
other Essays. Es en el ensayo que da título al volumen donde más
insiste en la cuarta dimensión. Al
enunciar la tercera de las inexorables leyes de la vida, escribe: “That is to say,
the ultimate source of all vitality is in that other dimension, or region,
where the dandelion blooms, and which men have called heaven, and which now
them the fourth dimension: which is only a way of saying that it is not to be
reckoned in terms of space and time” (LAWRENCE, ob. cit., p. 210).
En el ensayo “Him with his Tail in his Mouth”,
afirma que “Creation is a fourth dimension, and in it there are all sorts of
things, gods and what-not” (p. 135); “In the fourth dimension, in the creative
world, we live in a pluralistic universe, full of gods and strange gods and
unknown gods” (p. 137).
Me ha costado leer a Lawrence.
No estoy acostumbrado a estos galimatías, a esta mezcla de cultura libresca,
ocurrencias propias, cínico (y lúcido) sentido común y extravagancias
pseudomísticas y pseudointelectuales. Lawrence igual se aferra a Nietzsche (al
que todavía no se le tenía ningún respeto): “This we know, now, for good and
all: that which is good, and moral, is that which brings into us a stronger,
deeper flow of life and life-energy: evil is that which impairs the life-flow”
(p. 130); que demuestra no solo no entender a Nietzsche, sino ser, además, la
antítesis de la probidad intelectual que Nietzsche no se cansó de defender,
como se puede comprobar en las dos primeras páginas del ensayo “Blessed are the
Powerful”.
Entiendo mejor a Heidegger que
las explicaciones de Lawrence sobre la existencia, el ser y sus relaciones. No
entiendo casi nada de este libro porque sólo veo una lógica: aquella antifilosófica
actitud que hace precisamente del quod
nihil scitur el fundamento de un conocimiento. Así es como se habla de la
existencia de algo “desconocido” en lugar de confesar la propia ignorancia y la
propia incapacidad de pensar. La “lógica” sería la siguiente: “No sé, luego lo
desconocido existe”. Y una vez que se “establece” la existencia (¿o era el
ser?) de esto “desconocido” (¿o era la cuarta dimensión?), ya es posible
cualquier desbarre.
[La ilusión de Zöllner. No sólo Zöllner tenía ilusiones, sino que
además cuando miro durante mucho rato esta imagen entro en la cuarta dimensión
del sueño]
Miedo me da pensar, ahora que
está de moda la Física y ya vamos por las once dimensiones, las combinaciones
que se pueden estar haciendo con el Espíritu Santo y la ley de la gravedad.
Quiero imaginar que Lawrence tenía mucha pena por no ser hispanohablante,
porque “puercoespín”, si se fijan, contiene en sí mismo un “spin”: de ahí a
“reflexionar” sobre la duodécima dimensión, sólo hay un erizo.
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