martes, 20 de marzo de 2012

Ajedrez en las aulas




Tendría yo unos siete años cuando mi tío nos enseñó, a mi hermana y mí, a mover las piezas sobre el tablero. Sólo recuerdo una tarde, y haber llegado al mate pastor. A mi tío lo veíamos una vez a la semana y, ese día, durante poco tiempo. Mis padres tenían un juego de ajedrez, pero nunca los vi jugar ni jugaron con nosotros. Yo seguí con mi pelota y mis libros, y luego sólo con los libros. El ajedrez parecía haber desaparecido de mi vida. Casi con treinta años, una mañana me levanté y sentí la absoluta necesidad de comprar un juego de ajedrez. Yo vivía solo. Me dediqué a repasar los movimientos. Tenía el pequeño tablero magnético sobre la mesa, con las piezas en orden de salida. Todavía lo tengo, aquí, a mi lado. Cada vez que lo veía, sentía una extraña y tensa paz que ponía inmediatamente en movimiento caótico mis escasas neuronas. Todavía me pasa. Casi con cuarenta años me animé a recibir clases, y me federé, y participé en campeonatos. Era como si el ajedrez hubiese estado palpitando silenciosamente dentro de mí en estado de latencia durante veinte años.

Ni que decir tiene que juego muy mal. Y que la manía de pensar, leer y escribir siempre tiende a que reflexione más sobre el ajedrez mismo que sobre la técnica del juego, y a que lo busque por la Literatura, y a que lo emplee en mis escritos (El ajedrecista, Vidas y opiniones de los ajedrecistas ilustres, por ejemplo). Pero no sólo el ajedrez me hace ir más allá del ajedrez, sino que también me gusta el juego. Si me pregunto por qué el ajedrez se quedó en mí y no en mi hermana, la única respuesta que encuentro es porque el ajedrez y el juego mismo me reportan placer.

Muchos años después de haberme enseñado a mover las piezas, mi tío me contó que mientras estaba en la universidad había jugado bastante. Y también que finalmente dejó de jugar porque la mayoría de la gente se lo tomaba a la tremenda, tanto ganar como perder, y que sobre y alrededor del tablero se generaban casi tantas enemistades como amistades. Por lo visto, estaba en juego el orgullo, el orgullo y los golpes donde más duele: si el ajedrez es cuestión de inteligencia, el derrotado es más tonto que el vencedor. Es una manera de ver el juego, una manera de verlo muy extendida, creo. Siempre he pensado que a un hombre puedes llamarle ladrón, asesino o lo que sea, y que bien puede no inmutarse e incluso tenerlo a honra, pero si le llamas tonto se arma la de Dios es Cristo. De alguna manera, y aunque parezca lo contrario, todos saben qué es lo que hace que un hombre no sea ni un helecho ni un perro, y no es ni comer, ni beber, ni defecar, ni copular, ni tener dinero ni trabajo ni coche ni apartamento en la montaña.

Recuerdo mi primer campeonato. La sensación no se me olvidará, y en cada campeonato se repetía. El árbitro anuncia que se pueden poner en marcha los relojes. Y se hace el silencio. Y levantas la cabeza y ves a más de cien personas sentadas, calladas, concentradas, pensando. Durante horas. Nunca había visto nada semejante. Y mucho menos en un aula, y ni que decir tiene que tampoco en la biblioteca de una facultad universitaria; ni siquiera en época de exámenes. Con el tiempo fui viendo más cosas. Vi a niños de cinco años hacer trampas como inveterados tahúres; vi a niños no respetar el silencio, a los demás jugadores; vi a niños extremadamente legalistas abusando del reglamento (“¡Árbitro, ilegal!”), ajenos a la más mínima cortesía; vi a adultos romper planillas en las narices del vencedor; vi decenas de hábiles trampas en las partidas rápidas; vi juego psicológico sucio; vi envidia, rencor, animosidad; vi llorar a niños y vi a padres cabreados como monas; vi pedantería y soberbia; vi escandalosas faltas de educación; vi la política de los intereses entre bambalinas. Y, por supuesto, vi todo lo contrario.


[Problema para expertos en ajedrez: Mueven negras: ¿cómo es posible esta posición? El peón en b8 se mantuvo así hasta el final de la partida, que ganaron las blancas. Imagen extraída de una partida real entre Pilar, que jugaba con blancas, y una niña de seis años]

A mí el ajedrez me ayudó de dos maneras: ciertamente recuperé memoria y me dio la oportunidad de volver a ponerme en el lugar del ignorante, en clase, ante un profesor, con todo por aprender: por fin podía darle algo que morder a mi insaciable curiosidad y mi hambre por saber. Por lo demás, no me ayudó lo más mínimo a asimilar la frustración de la derrota: me tragaba el cabreo con toda educación, claro, e incluso eso no me impedía ver y apreciar de viva voz la mayor calidad del juego de mis rivales. Pero eso siempre había sido así. Desde muy pronto vi en el juego no un uno contra uno, sino un juego entre dos que tratan de hacer los movimientos más hermosos, que son los que llevan a la victoria: no está en juego el orgullo de la inteligencia, sino el ánimo de hacer una partida hermosa. Otros, la mayoría, lo ven de otra manera. Pero esta visión del ajedrez ya era mi visión general de las cosas.

Por lo visto, el Parlamento Europeo ha propuesto el ajedrez como asignatura en los colegios. Por lo visto, el ajedrez “puede ayudar a los niños a desarrollar el sentido de la creatividad, la intuición y la memoria […]El ajedrez enseña valores como la determinación, la motivación y la deportividad y es accesible para los niños de cualquier grupo social, por lo que puede servir para mejorar la cohesión social y contribuir a objetivos políticos como la integración, la lucha contra la discriminación, la reducción de las tasas de delincuencia e, incluso, el combate contra diferentes adicciones”.



En diciembre de 2011, mi tío me envió un artículo de Álvaro Van der Brule (publicado en El Confidencial, 3 de diciembre de 2011) en el que el autor dice “Es triste y lamentable que este juego no forme parte de la formación […] En los niños, en particular, encauza la hostilidad de manera constructiva y creativa […] nos puede proporcionar una nueva luz para reestructurar nuestras vidas, reacciones, visión personal sobre el mundo y la humanidad […] el ajedrez educa para solventar con elegancia y corrección, y con alta observación y precisión quirúrgica, aquellas situaciones que se nos presentan resolviéndolas con técnicas extrapolables a la vida cotidiana”.

Creo que ha quedado claro mi amor al ajedrez. Pero de lo que ahora se trata no es del ajedrez, sino de la formación en los centros educativos. Supongo que muchos amigos del ajedrez estarán contentos, o incluso entusiasmados, con la propuesta en el Parlamento Europeo. Yo, no. Yo no entiendo esa actitud que mendiga relaciones para dar prestigio a algo. El ajedrez no lo necesita. Y, por otra parte, no veo cómo puede aportar prestigio la relación con la política. Porque aquí estamos ante la política, no ante la educación. Y este es el problema. El problema de siempre: la falta de seriedad absoluta de los políticos; y soy generoso y no digo falta de buena voluntad o falta de la mínima sustancia gris.

Tampoco me interesa el punto de vista científico-económico, que podría resumirse en esta pregunta: “¿Realmente la ciencia ha demostrado las ventajas del ajedrez hasta el punto de realizar una inversión millonaria?”. Sobre la ciencia también tengo mis opiniones (y mis conocimientos, escasos, sí), y la perspectiva crematística ni la contemplo. Quiero hablar de educación. Y mi pregunta es: ¿Por qué el ajedrez y no el judo o el yoga? Y la pregunta no está dirigida contra el ajedrez, por supuesto. Pero el judo y el yoga también “pueden” fomentar la creatividad, la intuición, la memoria, el autocontrol, la convivencia… Pero es que todo eso, y más, ya lo fomentan y explotan la Literatura, la gramática, las Matemáticas, la Física, la Filosofía… O, mejor dicho, “pueden” hacerlo.


[Problema para expertos en ajedrez: Mueven negras: ¿cómo es posible que las negras tarden más de media hora en abandonar? Imagen de una partida real que jugué, con blancas, contra una niña de doce años]

Yo puedo memorizar diez aperturas y otras tantas defensas, y puedo memorizarlas sin entenderlas o entendiéndolas. Puedo memorizar diez poemas y diez fórmulas de química, y puedo memorizarlas sin entenderlas o entendiéndolas. Puedo recoger, al final de una partida, las piezas con el mayor silencio después de dar la mano y felicitar a quien me ha ganado, o puedo hacer todo lo contrario. Puedo terminar un examen y hacer ruido, y puedo copiar durante el examen, y puedo echarle la culpa de mi fracaso al profesor, a mi familia, a la sociedad y al ser o a la nada o al devenir. Puedo pensar que este jugador es tonto y puedo pensar que mi compañero de clase es tonto. Puedo aprender a pensar y a convivir a través del ajedrez y del judo y del yoga y de la Literatura y de las Matemáticas.

¿Ajedrez en las aulas? Entonces yo me pregunto: ¿Por qué se ha dejado de estudiar lógica; por qué se ha dejado de estudiar latín y griego; por qué se ha dejado de estudiar Filosofía? ¿Por qué una nueva actividad: acaso la Literatura, la gramática, las Matemáticas y la Filosofía son incapaces de enseñar a pensar, a autocontrolarse y a convivir? ¿Se ha demostrado que esas asignaturas son un fracaso? ¿O qué ha fracasado para sentir la necesidad de incluir una actividad que “puede” fomentar la memoria, la concentración, la reflexión y la convivencia?

Escribe Daniel Pennac: “Su profesor de matemáticas y yo les habíamos enseñado también a jugar al ajedrez. Y no lo hacían tan mal, ¡palabra! Habíamos fabricado un gran tablero mural que me regalaron cuando me marché (“Ya haremos otro”) y que conservo piadosamente. Sus proezas en ese juego considerado difícil – era la época del famoso campeonato Spassky-Fischer -, la confianza que habían adquirido al derrotar a algunas clases del instituto vecino (“¡Hemos ganado a los latinistas, señor!”), no fueron ciertamente ajenos a sus progresos en mates aquel año, ni a su obtención del certificado de estudios primarios” (PENNAC, Daniel. Mal de escuela. Barcelona: Debolsillo, 2009, p. 140. Traducción de Manuel Serrat Crespo). Años setenta, un centro educativo con chavales conflictivos. Pennac habla de ganar confianza derrotando a otros. No me gusta este punto de vista. Tampoco me gusta que pase por alto el papel que jugó el ajedrez durante la Guerra Fría por culpa de su relación con la política.


Si pienso en el ajedrez, prefiero que no pase a las aulas a través de la política. De hecho, me consta que en muchos colegios ya se enseña a los niños a jugar al ajedrez, y tienen clubes de ajedrez, y organizan campeonatos de ajedrez. ¿Qué necesidad hay de la mediación política, institucional? Pienso que liarse con la política lo único que conseguirá será enlodar el ajedrez.

Pero no pienso en el ajedrez. Pienso en que he visto a niños de seis años entrenados por sus profesores de ajedrez para hacer trampas, para abusar de las normas; y que he visto a niños maleducados que no respetaban a sus compañeros de juego; y que he visto a padres animar a sus hijos para que sean hienas sobre el tablero; y que he visto a adultos que sólo sabían jugar al ajedrez (como aquel pobre tan pobre tan pobre que sólo tenía dinero); y que he visto a adultos, excelentes jugadores de ajedrez, que por lo demás eran unos catetos y unas bestias pardas.

Yo creo que casi todo puede casi todo dentro de los límites de cada cosa. Y creo que la Literatura, la lógica, las Matemáticas, la gramática, el latín y la Filosofía no son los que han fracasado, y, por lo tanto, no necesitan ni sustitutos ni refuerzos. Se puede enseñar a jugar al ajedrez de muchas maneras: y, al fin y al cabo, se trata de desarrollar una habilidad a través del estudio y la práctica. Se puede enseñar Literatura de muchas maneras: y, al fin y al cabo, se trata de desarrollar una habilidad a través del estudio y la práctica.

Prefiero quedarme con esto otro que escribió Pennac al recordar a los profesores que le ayudaron a salir de su estado de zoquete: “Sin duda tenían otros intereses, una gran curiosidad, que debían de alimentar su fuerza, lo que explicaba entre otras cosas la densidad de su presencia en clase […] Esos profesores no compartían con nosotros solo su saber, sino el propio deseo de saber. Y me comunicaron el gusto por su transmisión” (PENNAC, ob. cit., p. 221).

Comunicar el deseo de saber y el gusto por su comunicación a través de la comunicación del saber. Profesores, padres, y no sólo profesores y padres: yo, por ejemplo, no soy ni padre ni profesor. ¿Qué falla? Literatura, Matemáticas, Filosofía, judo, yoga, ajedrez. ¿De verdad no sabemos qué falla?

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