No el erotismo, no, ni la
pornografía, tampoco; ni siquiera la Literatura erótica o pornográfica (si tal
cosa existe). La palabra y el cuerpo, la palabra-ojo, la palabra-mano: la
palabra-cuerpo y la Literatura ese espacio lleno de la piel que se extiende de
cuerpo a cuerpo en una inmediata impresión/expresión que en la oscuridad del
tacto con-funde tú y yo en un continuo material de intensidades que en la
duermevela de las sensaciones sin más disuelve la in-diferencia en un tú y en
un yo lúcida y abismalmente entregados, desde su tensa mismidad, a la mutua
imbricación en la membrana tersa y una, anfibológica y polisémica, de todo lo
que vibra y se estremece y así lo siente.
Eso es lo que hace Louis
Aragon en Las aventuras de Don Juan
Lapolla Tiesa y en El coño de Inés:
es igual la parodia; es igual la imaginería; como es igual la técnica, el
estilo, o la crítica, la filosofía y la poesía y el surrealismo. Da todo lo
mismo, al final: se diría que Aragon domina las palabras para dejarlas en plena
libertad, desencadenadas de la Literatura y sus eslabones de órdenes y
estructuras, como si la Literatura hiciese el amor consigo misma para
deshacerse en palabras que son sonidos que son contactos anteriores a la mínima
célula, al círculo ya de mera existencia mística que ahora queda pulverizado,
desnudo de conceptos y sueños, en los adimensionales sonidos que no nombran, no
designan, no metaforizan, no remiten, no llevan, no destinan, que son las
palabras que son las sensaciones que son las cosas. La palabra es la polla y la
palabra es el coño, y viciopluriversa la escritura, ese tocar(se) sobre el mudo
yunque del silencio vibrátil: la palabra-ojo de cerradura, y el ojo-mano, y el
trazo-éxtasis.
Se rozan aquí las pieles en su
ser concéntrica diana, cebolla siempre desnuda de núcleo, pleno centro por
doquier: el lóbulo frontal, una yema excitable; los labios, terminaciones
omnicomprensivas; las palabras, la densa noche del posible ser sentido posible,
de principio a fin, sin principio ni fin.
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