Para algunos, lo único que
salva a Rousseau de más de un descrédito fue su voluntad de rechazar herencias,
como si le diese asco que la pena por el ser querido se viese ensuciada por la
alegría de un alimento ascendido, cual maná inverso, de un cuerpo en
descomposición.
En Pierre y Jean, Maupassant hace de una herencia el comienzo de la
descomposición, una descomposición larvada en el secreto de la corrupción,
secreto que mantenía el cadáver de la familia en casi perfecto estado de salud.
La herencia llega para ponerle a cada miembro su máscara trágica: la extrema
justicia se revela extrema injusticia, y las dormidas iniquidades despiertan
para que se restablezca el orden.
Una vez que se abandona el
orden, transgresión que viene a restablecer el orden desordenado por una
coincidencia no caótica sino calculada, toda medida es un exceso: la lucidez se
convierte en locura, el amor, en daño y desvergüenza, y el bien, en vitriolo.
Maupassant le da la palabra a los cadáveres enterrados en la fosa, en las
conciencias y en los cuerpos para que el temblor encuentre su salida del mundo
de fantasmas, que vegetaban ajenos al mecanismo de la herencia puesto en marcha
en el origen de su ser, y se manifieste en el desmedido castigo del inocente
culpable, especie de Caín muerto por Abel, de no ser el heredero sino del
prestar testimonio, con su sacrificio, del error que esencialmente es por haber
nacido.
[Firma de Maupassant. Origen de la imagen: http://www.deewhybooks.com.au/directory/signatures.cfm]
Así, Maupassant nos desvela el
bestial mecanismo de toda herencia, ese animalesco truco civilizado, y fallido,
que bajo la apariencia del legítimo interés (conservación y perpetuación)
deshace todo espejismo de solidez y deja en su lugar un temblor que afecta por
igual a la moral y al corazón, síntoma de originarios males que se remontan,
quizás, a la falta de ser.
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