jueves, 24 de enero de 2013

Juan Luis Calbarro y César Vallejo



El escritor Juan Luis Calbarro acaba de publicar sus Apuntes sobre la ideología en la obra de César Vallejo (http://www.amazon.es/dp/1481934686/ref=tsm_1_fb_lk), oportunidad para leerlo a él y para volver y releer a Vallejo. Dice el autor de esta recopilación: “Cuando vuelvo a César Vallejo me pregunto por qué diablos dejé de releerlo para leer otros libros, otros autores que jamás se muestran capaces de devolverme a ese universo roto y doliente, pero completo y magnífico universo al fin, y un universo que me dice. Estos autores casi siempre me dejan alguna melancolía, la vaga sensación de haber perdido el tiempo desde la última relectura del peruano” (p. 45).

Volver a César Vallejo no necesita explicación alguna: quizá la explicación sería necesaria para entender cómo es posible que nos despistemos hasta el punto de no quedarnos en el autor de “Voy a hablar de la esperanza”. Calbarro nos muestra la ocasión de una aproximación al poeta de las, en principio, menos atractivas y más problemáticas. Poco atractivas para la mayoría de los lectores porque aquí se trata de un estudio que intenta arrojar luz,  por ejemplo, sobre la presencia y el valor del cristianismo (a través de las palabras y las imágenes que suelen convocarlo) en la obra del peruano, y sobre la función que desempeña un tecnicismo literario como es el personaje-tipo dentro de una lectura y una escritura en clave ideológica (que resulta más compleja desde el momento en que estamos hablando de un genio literario que se vale de un recurso tildado, casi siempre y casi siempre de manera irreflexiva, de torpe).

Lo problemático de la aproximación de Juan Luis Calbarro se relaciona con las posturas menos filológicas y hermenéuticas que cada vez que se topan con la palabra “ideología” ponen en marcha la maquinaria de los prejuicios y de los pre-juicios, por no decir de la estupidez. Y lo problemático, también y no en menor medida, radica en lo que para algunos puede parecer un franco anacronismo: qué sentido puede tener hoy en día hablar de ideología, marxismo, conciencia y lucha de clases, o de la relación entre intelectuales y pueblo cuando la posmodernidad se ha especializado en borrar los viejos problemas porque no podía resolverlos y con la excusa de estar borrando tan solo enunciados caducos, y en lugar de dejar el puro espacio vacío para la perplejidad que invita a pensarlo todo desde cero, sustituye los mitos (que por supuesto incluyen el logos) por las leyendas urbanas, la literatura (esa canónica exigencia de esfuerzo) por el microrrelato, y la cultura (medio humano por antonomasia en el que se manifiesta la inteligencia) por la cultura de la incultura. Baste esto, por mi parte, para hacer de estas algo más de cincuenta páginas algo lo bastante atractivo como para atraer a quienes las merecen porque se atreven a pensar, esa rareza.

Por lo demás, los que ya hemos leído a Calbarro reconocemos en este libro tanto su característica prosa de un castellano cristalino (más difícil y necesario en un texto de estas características, en el que la exégesis siempre amenaza de oscuridad tanto con la erudita prolijidad como con la parca precisión de los tecnicismos), como su buen hacer editorial (que ya había demostrado en su revista literaria Perenquén), algo que se agradece en una época en la que uno se cansa de leer armado de un lápiz para corregir erratas, errores y horrores.

Y para los que deseen disfrutar de sus críticas literarias, Libros que me gustaron (o no): http://librosquemegustaronono.blogspot.com.es/

miércoles, 16 de enero de 2013

Ajedrez ausente


1) Ajedrez del diablo

El único defecto que le encuentro al Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce es la falta de una definición de “ajedrez”. Claro que tenemos la lúcida malicia de Flaubert, pero ¿para qué resignarse con algo pudiendo tener más? Así pues, me invento que he encontrado un ejemplar de la obra de Bierce en el que aparece la definición de “ajedrez”. Y esta es:

AJEDREZ. 1. Deporte que consiste en estar sentado y levantar objetos que no pesan, y que termina cuando uno de los jugadores se cansa de sostener la cabeza entre sus manos. 2. Arte marcial del cerebro que fomenta las ganas de asesinar, la hipocresía y la idea de que ser tonto es lo contrario de ser humano. 3. Prueba del ocho por ocho de que se es tonto.


2) Ajedrez sin Maupassant o viceversa

Tengo en PDF las 1144 páginas de Maupassant Original Short Stories. Podría tener una tortuga o un cactus, lo sé, pero la cultura es barata, no hay que alimentarla ni regarla, y un PDF no ocupa lugar en el espacio. La cosa es que 1144 páginas son demasiadas para que no haya ni la frecuente referencia inútil al ajedrez, o eso me parece, y como no sé si esto supone un desprestigio para Maupassant o para el ajedrez, he decidido salir de dudas escribiendo el microcuento…


Mates del loco del pasillo

Habíamos terminado de fumar las pipas de crack. El edificio en construcción regurgitaba la noche. Hacía frío y las ratas no daban calor. Vimos cómo el loco venía arrastrándose por el pasillo, deslizándose sobre un vómito de ketamina. Sin mantener el equilibrio, nos levantamos y uno a uno le fuimos dando mate tras mate hasta que, aburridos, nos quedamos dormidos. Luego se hizo de día, y pisamos la acera, y compramos algo dulce.

sábado, 12 de enero de 2013

“Para que mi alma siempre triste huyera / antes de tiempo hacia vuestras sombras”


Como si mi alma estuviese hipotecada y la tristeza fuese su banco, me embarga esta cada vez que leo El Archipiélago de Hölderlin.[1]

Tanta luz y tanta sombra, tanta memoria y tanta añoranza, tanta fuerza y tanta desesperanza solo pueden mantenerse en la superficie de las profundidades. Si los griegos son la infancia de Europa, eran niños viejos y nosotros, viejos infantiloides.

Duele saber que los dioses cuidaban por igual de comerciantes y poetas. Duele saber que hay que acostumbrar el alma a que trate con los que se han olvidado de nosotros y permanecen inaccesibles a nuestro aliento. Duele saber que antes el sol del día era el que todo lo transfigura (p. 65) y que habrá que esperar un mañana que nunca ha de venir para que prevalezca sin miedo / el espíritu / sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca / dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses, / el cambio y el acontecer (p. 85).

 Duele saber que la ciudad era una obra del genio, creación soberana que gusta sujetarse / con vínculos de amor y cerrarse en grandes formas / que él mismo se fabrica, sin perder su eterna actividad (p. 75). Duele saber que la vida no se llenará de sentido divino, que no se recorrerán los senderos por donde antes, / dulcemente conducido por las esperanzas, subía el hombre / preguntando hacia la ciudad del veraz profeta (p. 79).

Duele saber que vivimos rodeados de edificios inteligentes, que vivimos sobre suelo inteligente,

Mas, ¡ay, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en
                el Orco,
sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda
                infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros (p. 81).





[1] HÖLDERLIN, Friedrich. El Archipiélago. Madrid: Alianza, 1985. Traducción de Manuel Díez del Corral.

miércoles, 9 de enero de 2013

Literatura barata


No hace mucho tuve que vérmelas con la constancia de mi estupidez. Y lo peor de la estupidez es que al pasar por el tamiz de la consciencia tan solo lo hace como estupidez decantada, así que tras haberme dado cuenta de que había dicho una frase tonta a rabiar, la tildé de literatura barata. Mal. Porque a mí solamente me gusta la literatura barata. Y además la considero la única buena, es decir, la única.

Heme aquí asomándome a los escaparates y estanterías de las librerías como quien se inclina sobre un abismo: o se es temerario o se es inteligente. Así que me encomiendo a mi buena suerte y dejo rodar la vista por el precipicio para precipitarme sobre angulosos volúmenes más o menos obesos de más de veinte euros: premiados, de periodistas, de pluriempleados en los medios de comunicación, fajados e, incluso, adosados a un regalo.

A falta de cabeza, me rasco el bolsillo, porque a falta de dinero puedo llegar al fondo del asunto: esta, desde luego, no es literatura barata; quizá solo se trate de libros caros. Le doy la espalda al escaparate con la pena de haber perdido, una vez más, el tiempo. De camino a casa sueño con librerías de viejo y PDFs de descarga gratuita.

El sueño es, de hecho, lo único que me puedo permitir, de forma que no tengo otra realidad que la literatura barata: Homero, Séneca, Cervantes, Quevedo, Descartes… Y antes de intentar dormir, sigo soñando:

¿Vuelven las grullas hacia ti?, ¿y dirigen de nuevo
hacia tus orillas su rumbo las naves?; ¿acarician
brisas propicias tus olas tranquilas?, ¿y solea el delfín
sus lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?[1]

Y así, hacia lo profundo, me voy durmiendo.




[1] HÖLDERLIN, Friedrich. El Archipiélago. Madrid: Alianza, 1985, p. 63. Traducción de Luis Díez del Corral.

lunes, 7 de enero de 2013

Fenomenología de Agatha Christie


CHRISTIE, Agatha. El asesinato de Rogelio Ackroyd. Barcelona: Editorial Molino, 1990. Traducción de G. Bernard de Ferrer.

Hacía más de veinte años que no leía a la Christie.

Atención a la frase. Es la que utilizan los acabados. Los acabados que van de guay. Porque no hay acabado que, estando todavía vivo, no vaya de guay. Los acabados son la ralea más asquerosa que soporta el mundo. Yo prefiero a un adolescente o a un yonqui, incluso a un yonqui adolescente. Sobre gustos no hay nada escrito, y sobre cansancio, por ahora, menos.

Me las doy de viejo cultureta. Ay que leí mucho hace mucho tiempo… Tiemblo de asco ante mi estupidez vomitiva, esta indecencia de incapacidad convertida en pseudo cultura.

Pues bien, después de veinte años vuelvo a leer a la Christie y hago fenomenología de la lectura. Y digo de la lectura. Así que el prólogo viene bien, ¿o me dirán que no? La paciencia que hay que tener con uno mismo para llegar a decir la verdad. (Porque para llegar a la verdad no hace falta nada).

¿Por qué elegí El asesinato de Rogelio Ackroyd? Fácil. 1) Porque no tenía a mano ningún libro más interesante; 2) porque siempre puedo decir que me consta que los únicos buenos de Agatha Christie, según la crítica, son este y Asesinato en el Orient Express; y 3) porque en su momento lo disfruté, incluso me pareció bueno, y ahora no recordaba el final.

Antes de abrir el libro me digo que el asesino es el primero en llegar a la escena del crimen. Esto mismo dice uno de los personajes en la novela. Todo el mundo lo sabe, hasta los personajes de las obras detectivescas. Por lo tanto, me pongo en guardia contra este pre-juicio y ya estoy preparado para equivocarme y disfrutar de lo bueno del volumen. (Otros libros no poseen este encanto, digo el de la fisiológica emoción de la expectación, como les sucede a las pobres Odisea e Ilíada).


Lo siguiente es leer la “Guía del lector”. Imprescindible hacerse un lío innecesario con los personajes. Esta lectura me recuerda que aparecerá la cocaína, una mujer madura que todavía conserva cierta belleza y que parece guardar un secreto, y una joven pareja que por amor es capaz de cometer locuras del tamaño de un matrimonio desigual. Por último, me recuerdo a mí mismo que estos libros ponen el arte tan solo en la dosificación de la información para mantener la atención y la intriga. Así que cuento con la información superflua, la información superflua dada para despistar (cual falsa pista), la información relevante que se me pasará inadvertida, la información que los personajes (todos sospechosos) ocultan hasta el final, la información que el detective oculta hasta el final (y que es imposible que el lector deduzca a partir de lo leído), y la información que el autor esconde hasta que llega la hora de conocer la verdad. En resumen, me digo que como falle la ecuación “culpable=primero en llegar a la escena del crimen”, estoy perdido. Me preparo, entonces, para intentar descubrir los pequeños crímenes y los trapos sucios del resto de personajes.

Y ya estoy leyendo. Y, por supuesto, como viejo lector dotado de una estupidez que ha sobrevivido al hecho de no haberse matado a tiempo, pienso de inmediato que no solamente cualquier podría escribir un libro como los de la Christie, sino que yo mismo podría hacerlo y, además, mucho mejor. Y la prueba es que tras apenas tres páginas tengo una idea genial: estoy completamente convencido de que se me acaba de ocurrir una trama y un final tan excepcionales que a la pobre Agatha no se le habrán pasado por el caletre ni en sueños.

En efecto, ¿no sería un golpe de ingenio que el narrador, el doctor Sheppard, fuese el asesino? Ah, eso sería metaliteratura de la buena: el autor como dios jugando con el narrador como demiurgo para urdir una trama técnica acerca de la técnica de tramar: es decir, sería la escritura de la dosificación de la información sobre la escritura de la dosificación de la información. Amigos míos, para esto hace falta leer mucho nouveau roman, y dudo que la buena señora Christie haya tenido la mala suerte de padecer tanto. Por otra parte, esta brillante idea no traicionaría la tradicional ecuación.

Soy feliz y cometo el error de seguir leyendo. Debido a este imprudente acto de soberbia, mi felicidad disminuye al tiempo que los personajes, incluido el narrador, van dando pistas acerca del culpable. Angustiado porque me estrangula el orgullo, a falta de veintiocho páginas del final, intento agarrarme a esto:

“Poirot leyó una lista con tono importante:
-La señora Ackroyd, la señorita Flora Ackroyd, el mayor Blunt, el señor Geoffrey Raymond, la señora de Ralph Paton, John Parker, Elizabeth Russell.
  Dejó el papel en la mesa.
-¿Qué significa todo esto? – empezó Raymond.
-La lista que acabo de leer – dijo Poirot – incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que están presentes tuvo la oportunidad de matar al señor Ackroyd”.

¡Muy bien!, me digo como el moribundo se dice que todavía sigue respirando cuando ya estira la pata. Porque me doy cuenta de que se habla de sospechosos, pero no se dice que entre los de la lista se encuentre el culpable…

Me quedaban el pueril orgullo de haber coincidido con la gran Agatha Christie – cuando la había tachado de incapaz y cretina, y el nouveau roman. Nueva chapuza. Dice el narrador:

“Me siento orgulloso de mi capacidad de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases siguientes?:
«Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si olvidaba algo.»
  Todo era cierto… Pero suponed que pusiera una línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien lo que ocurrió en aquellos diez minutos?” (p. 237).

El mensaje era claro: la Christie me estaba diciendo: “Pequeño, sigues siendo menos astuto que yo”.

Por lo demás no siento demasiado haberles revelado la identidad del asesino. ¿Qué importa el final si el libro es Literatura? Todos conocemos cómo terminan la Odisea y la Ilíada y los seguimos leyendo y releyendo, ¿no es así?

miércoles, 2 de enero de 2013

Razón y pasión: sobre la doma


STENDHAL. Ernestina o el nacimiento del amor. Madrid: Alianza Editorial, 1994. Traducción de Fundación Consuelo Berges.

La mujer muy inteligente y de cierta experiencia que relata la historia de la jovencita que se enamora del hombre maduro a fin de ejemplificar las fases del amor bien podría ser esa tierna postadolescente que miente y se miente para evitar los obstáculos físicos y mentales que la separan de la consumación de su deseo, pues la narradora, oculta tras el “me dijo” del narrador,  también miente de lo lindo a la hora de explicar las razones que la movieron en la dirección del amado.

Tras leer el texto de Stendhal, se diría no sólo que las fases del amor son ni más ni menos que las estrategias del mentir, sino que la narración de historias de amor tampoco es otra cosa que una relación de mentiras. Intento recordar en qué novelas el amor y la exposición del amor me parecieron más que verosímiles posibilitados a la experiencia a través de las palabras como umbrales, y, sinceramente, me cuesta decir un solo título. (¿El Adolfo, quizás?).

Hay una escena en El monje de la que sí me acuerdo sin esfuerzo. La muchacha pierde la virginidad como quien pierde el monedero, así como por despiste, sin querer ni apenas darse cuenta de lo que pasa. Se trata de una hábil y breve descripción en la que el narrador se alía con la víctima del acto torpe para condensar todas las mentiras en el mínimo espacio: se lucha contra la mala educación recibida (la sociedad, a través de la familia, impide el razonable acceso a las pasiones al negar la existencia de estas o al estigmatizarlas como satánicas o enfermizas) mediante la lucha contra los propios temores y escrúpulos.

Lo cierto es que en el caso de Ernestina o el nacimiento del amor nos queda Stendhal. Y, al final, el ventrílocuo traiciona a sus voces narradoras al añadir, tras la tragicomedia de sentimientos y justicias poético-divinas, estas palabras acerca de Ernestina: “Al año siguiente la casaron con un viejo teniente general muy rico y caballero de varias órdenes” (p. 61). Y así acaba el vetusto y lelo asunto de la relación entre razón y pasión vía doma y sus consecuencias biográficas: mientras se puede, la pasión doma a la razón; cuando no se puede, la razón doma a la pasión. Esta es la lección falsa. En realidad, lo único que doma, tanto a la pasión como a la razón, es el interés. Pero ya sabemos que Stendhal leía el Código Civil; quizás eso le ayudaba a conocer a los hombres, a mentir y a decir la verdad.