Anteayer tuve una pesadilla… Acudía
al Auditorio Nacional de Música… Y la pesadilla era la realidad.
No era suficiente con que en lugar
de la Pasión según San Mateo se interpretase
la Pasión según San Juan. No era suficiente
con que en vez de una interpretación aquello fuese una parodia de lo que Bach
quería que se interpretase. No era suficiente con que el piano eléctrico estuviese
prácticamente muerto y lo único que colease fuese el cable, serpenteando sobre
el escenario, que lo unía al enchufe. No era suficiente con que a la cellista
se le desafinase una cuerda. No era suficiente con que el nutrido coro tuviese
menos fuerza sonora que mi vecina cuando berrea por la ventana del patio
interior. No era suficiente con que las voces solistas estuviesen representando
a san Juan o a Jesús con el mismo pathos
con el que podrían llevar a escena la compra de un destornillador en una
ferretería.
Para que Bach fuese
completamente moderno, nada de esto habría sido suficiente. Hacía falta el público.
Puedo soportar un serrucho y un helicóptero si forman parte de la obra, incluso
puedo soportar que un Clavinova sustituya a un órgano o a un clave. Pero
reconozco que me cuesta horrores soportar la participación espontánea del público
cuando ni se espera ni se le pide.
[Tenía que haber sospechado que la publicidad me enviaba un mensaje
acerca de la falta de salud de lo que iba a presenciar]
Porque hubo aplausos durante
la mínima primera pausa; hubo aplausos al terminar el último coro, antes de la
coral con la que termina la obra; hubo aplausos cuando todavía resonaba la última
nota; hubo aplausos durante no sé cuántos minutos (yo ya estaba fuera fumando)
cuando por fin todos se dieron cuenta de que ahora sí había terminado el
concierto. Y yo me pregunto para qué esa crueldad del público con unos músicos
que lo más probable es que no diesen crédito a lo que habían estado padeciendo
durante las más de dos horas de trabajo: al principio, y desde el principio,
toses durante cada recitativo; luego, toses durante las arias; al final, toses
en todo momento. Aquello, créanme, no parecía un auditorio, sino un centro de
salud. Y los aplausos a destiempo y las toses perennes tuvieron su
acompañamiento de móviles: si no sonaron cinco, sonaron siete: perdí la cuenta.
Y daba gusto ver a la gente con el WhatsApp parapetado tras el libreto como
aquel que está leyendo, quizá en el original alemán.
Y es que da igual que uno vaya
preparado para estar más de dos horas sentado, inmóvil, sin emitir el menor ruido o
sonido, con la inofensiva intención para el prójimo de disfrutar de la música. Y
da igual que estés en un lugar rimbombante y mayúsculamente llamado Auditorio
Nacional de Música. Todo da igual porque hay un sentido de la frase “Yo soy yo
y tus circunstancias” que me obliga a no ser yo no por no poder serlo, sino por
ser ese otro yo que se confunde con las limitaciones ajenas.
Sigo pensando que nada mejor
que los músicos callejeros para conseguir que odies la música. Ahora, además,
pienso que nada mejor que el público para lograr perfeccionar ese odio. Eso sí,
luego uno se vuelve misántropo y solipsista y lo tachan de cínico e incapaz…
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