Entre los criterios que
definen una teoría científica, Einstein incluía la belleza. Una teoría física
tiene su correlato en una fórmula matemática, en una ecuación. Tras preguntar a
científicos y matemáticos, LiveScience
ha confeccionado una lista con las once ecuaciones más hermosas:
Si se ponen en columna, bien
podrían parecer un caligrama, cuando no un galimatías. Pero a un neófito de la
música o el ajedrez, una partitura o una planilla también podrían parecerle cosas abstrusas de las que sería absurdo preguntarse por su belleza. Sucede lo
mismo, en definitiva, con las palabras: hay quien se pone delante de un poema
como si se pusiese ante una ecuación, un pentagrama o una partida en notación
algebraica.
No es esto lo que importa (ni
mucho menos molesta). Lo importante es que no parece que exista ningún
conocimiento que rozando (cuando no penetrando en) la creación esté exento de
belleza. Lo que molesta es el desprecio de la ignorancia ante la posibilidad de
servirse de la belleza como umbral hacia lo hallado/creado, pues niega la
probablemente única realidad que sin esfuerzo nos conduce a la verdad (dicho
esto a riesgo de parecer platónico, es decir, carca y lelo).
De entre las ecuaciones que
recoge LiveScience, la que a mí más
me hipnotiza es esta:
1 =
0,9999999999999…
El matemático Steven Strogatz,
de la Universidad de Cornell, dice de ella: “Me encanta por su sencillez – todo
el mundo entiende lo que dice – y, al mismo tiempo, por lo provocativa que es.
Mucha gente no entiende que pueda ser verdad. Además, está bellamente
equilibrada. El lado izquierdo representa el comienzo de las matemáticas; el
lado derecho representa los misterios del infinito”.
No creo que exista una mejor
expresión de la naturaleza del conocimiento que el final de lo dicho por Steven
Strogatz. Y, al mismo tiempo, no creo que exista un paralelismo más fiel de los
misterios del infinito que la belleza como misterio de lo finito.
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