O “Elige con cuidado la
metáfora”, aunque, en cualquier caso, da igual.
Imaginemos que quieres
escribir y escribes. Imaginemos que quieres que te publiquen. Imaginemos que te
dicen que el camino es largo y que para llegar a la meta hay que ir metro a
metro pasando por cada etapa y dejando atrás jalones. Imaginemos que te dicen
que hay que empezar desde la salida, de cero. Imaginemos que se te nota el
desaliento incluso antes de empezar la carrera y te dicen que cambies lo horizontal
por lo vertical y que para levantar un edificio y terminar en el tejado hay que
empezar en los cimientos, desde abajo.
Imaginemos que ves cómo en un
lugar los que escriben se reparten el territorio: en el subsuelo están los que
se autoeditan y los que pagan el timo al intermediario o ladrón legal con la
esperanza de que publiciten y distribuyan la obra; en el suelo están los que se
dedican a vender cursos-taller de escritura y literatura en centros culturales y
consiguen que una minúscula editorial les publique una obrita a cuya
presentación acuden sus contactos de las redes sociales y un nutrido grupo de
amas de casa; un poco más arriba, un poco por delante están los que han
publicado en una editorial pequeña pero solvente y trabajan para ella o para cualquier
otra como traductores; luego vienen aquellos a los que han publicado más de
tres libros y han ganado algún concurso, no tienen que hacer el cretino en las
redes sociales ni desplazarse de barrio en barrio para dar los cursos-taller
porque les ponen el chiringuito el Motel Joyce de turno, y esto mientras
esperan tan agazapados como conchabados en su corrillo a dar el último paso
hacia la meta; en la meta están los envidiados, los que viven del cuento sin
necesidad de cursos-taller y cuyos libros se exponen en las secciones de
perfumería y complementos de los grandes almacenes, ajenos a la Literatura.
Imaginemos que nada de todo
esto tiene que ver con la Literatura, que todos estos de los que hablamos son
en esencia iguales. Imaginemos que tenemos la pésima idea de aconsejar a un
joven que quiere escribir, escribe, quiere que le publiquen y desea vivir de la
escritura. Imaginemos que le hablamos de la salida, la carrera, el camino, el
metro a metro, la meta. Imaginemos que le hablamos de cimientos, suelo, pisos y
tejado. Imaginemos que lo invitamos a que sea como los demás y a que se olvide
de la Literatura. Imaginemos que lo invitamos a que se suicide lentamente para
llegar a ser un animal que calcula y camina con los pies y las manos
embadurnadas de mierda.
E imaginemos que si ese joven va
a emplear la metáfora de la carrera, le decimos que sencillamente no participe,
que no parta de la salida, que no vaya metro a metro, que se salga del circuito
y se aposte, desde el principio, en la meta. Imaginemos que si va a emplear la
metáfora de la construcción le decimos que si de verdad quiere llegar al
tejado, que no pierda más tiempo y se ponga a fabricarlo.
Pero imaginemos que le
describimos la realidad como Dante hizo con el infierno, y se la pintamos tal cual
es, con su buen consejo de perder toda esperanza y su estructura en círculos
concéntricos. Y que si necesita una metáfora, que utilice esta de la diana,
porque si quiere dar en el centro, ha de apuntar precisamente al centro de la
diana, y si la diana está a cierta distancia, ha de seguir apuntando a su
centro pero con cuidado de que la flecha trace una parábola en el aire, de
manera que siempre ha de ir en línea recta o apuntar alto y, en cualquier caso,
sin esperanza alguna, es decir, con plena libertad creativa, es decir, sin
mezclar el estómago y el mismísimo respirar con la Literatura, porque así dará
en el blanco de la diana sin perder tiempo y verá, sin perder tiempo, que para
escribir Literatura no hacía falta recorrer los círculos que rodean el centro,
y que se puede acertar en el centro sin más consecuencias que dar de lleno en
la Literatura para morir después de haber vivido.
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