jueves, 30 de mayo de 2013

Fin de "Sin embargo"

Agradecemos a visitantes y lectores su compañía durante el tiempo de creación de Sin embargo y esperamos que sigan disfrutando de lo ya hecho.

Odio. El ángel sin alas

[Texto de Pilar M. Originalmente publicado en http://goldandgraywilde.blogspot.com.es/2013/05/odio.html]

He conocido el odio más puro, el ODIO con mayúsculas, la crueldad más obscena. El odio que se transmite aún desde otra vida. El que inocula quien no puede ocultarlo, la ira del que re-siente, de quien es preferible no rozar, porque halla ofensa en la caricia.

El odio que se aferra a las entrañas de quien arrulla el dolor, de quien posee una memoria infernal, de aquel que parece disfrutar con la angustia ajena como si, compartida, la propia fuera más leve.

Odia quien no es capaz de pasar página sin ajustar cuentas con la anterior, que tenía una errata de fábrica. Odio pueril y mezquino del niño que no obtiene su capricho, porque nada le satisface, y precisa encontrar culpables para su desazón.

Ese odio visceral que el viento no arrastra, no lava el agua, el que no hay distancia que ataje ni siglos que alivien. El que impregna el alma, y ni la dicha diluye. Ese odio que alimenta.

El que solo la venganza sacia, una venganza infinita, eterna. Lamentarás haber nacido, es su lema, como si pudiera ser de otro modo.

Odio destructivo que se alimenta de rencor y se extiende como una mancha de crudo en el mar, aniquilando toda vida que halla a su paso.

El odio que nace de la soberbia incólume, ajena a la plebe que sale de casa cada día sin otro fin que joder al prójimo. Se diría de un ángel etéreo que sobrevuela el mundo sin desplegar sus alas, sin rozarlo.



He palpado ese odio. No era un espíritu celestial.



viernes, 24 de mayo de 2013

La muerte le sienta bien a la belleza

[Texto y fotografías, exceptuando la imagen de La matanza de los inocentes, de Roberto Vivero]


Decía Chateaubriand que la vida le sentaba mal. Esto es comprensible desde el momento en que no todo es para todos y hay a quien le sienta mal la vida, a quien le sienta mal la muerte e, incluso, a quien no le sienta bien ni la vida ni la muerte.

A lo que parece que sí le sienta bien la muerte es a la belleza: no solo le sienta bien estar rodeada de muerte, sino también estar muerta, inerte desde su origen, como si la belleza, para ser, necesitase de un origen preñado de perpetuidad, y no de devenir, y, así, delatara la fealdad de ese sobrevalorado proceso de putrefacción llamado vida, y mostrase la verdadera tarea de lo vivo: lo inerte como vía hacia la belleza.

Claro que siempre hay quien se despista, como en el caso de este cazador, que bien podría ser un cazador de experiencias, es decir, un turista o simple ser vivo.


El despiste de este hombre es garrafal: pierde la mirada a lo lejos mientras tiene la belleza a sus pies, y la belleza escribe el comienzo de su fin.

Ni siquiera los animales se libran de esta dura y fina ley. Por ejemplo: si hablase, a este gato, cínico y sibarita,


no le quedaría más remedio que reconocer su irredimible fealdad en comparación con la sobria, sólida y fiel belleza de este perro:


Alguien poco avezado en la belleza no dejará de encontrar en los cementerios llamativas representaciones tétricas,


o lacrimosas


de la muerte, y quizá, como en este último ejemplo, sienta una especie de contrasentido estético que no pueda resolver por la vía de la sinceridad, que es la de la sensualidad, para llegar a la belleza.

Desde luego, este personaje no tendrá problema en solazarse en esos otros cementerios llamados museos, y podrá deleitarse en la consentida contemplación de hermosos traseros


y lánguidos y poderosos cuerpos yacentes:


En el cementerio del museo, el arte prodiga la mentira necesaria para hacer de lo inerte algo vivo y facilitar, por lo tanto, un acceso a la belleza tan falaz como libre de culpa y con el encanto de lo aparentemente transgresor.

El visitante lego en belleza será, por lo tanto, ese turista a lo Flaubert en su viaje a Oriente que se regodeaba en la visión de y en el contacto con tersos senos de piedra. Pero ¿sentirá en mitad del cementerio el cosquilleo de este desnudo?


¿El intranquilizador prurito ante esta joven?


¿La tensión del brazo que sin aviso tiende hacia esta boca?


No parece probable. El arte es lo más mentiroso que existe y solo así logra su objetivo: comunicar con lo inerte, con su verdad y su belleza. Lo inerte, entonces, mendiga el favor del genio para que lo haga saber:


La muerte, en definitiva, le sienta bien a la belleza, y el arte trabaja a favor de lo inerte a través de la vida para hacer sentir la belleza. Es así como uno ve de lejos el cuadro atribuido a Lucas van Valckenborch I, La matanza de los inocentes, y comienza a acercarse a él atraído por la bucólica e inquietante dulzura del paisaje invernal para, ya a unos centímetros del óleo, comprobar que la nieve es el sudario sobre el que se celebra el triunfo de la muerte.


[Origen de la imagen: http://www.museothyssen.org/]

La mirada ha de atravesar la dura piel de la piedra para descubrir bajo la lápida la tersura, por ejemplo, de una belleza como la de madame Récamier.


domingo, 19 de mayo de 2013

La paz en el infierno es el absurdo. Sobre el dogma científico aplicado a la vida


Nada hay más tranquilizador que el dogma del azar introducido por la ciencia como explicación de lo que no puede explicar y como sustituto de la confesión de ignorancia. Este dogma, que desde hace casi doscientos años se ha convertido en materia de fe, es decir, en una estructura gnoseológica que de manera acrítica se aplica a los fenómenos para no pensar sobre ellos (como durante siglos en Occidente funcionó el dogma religioso), que no es otra cosa que el dogma del sinsentido, del absurdo, cumple una función vital: da paz a las conciencias, las tranquiliza y, en última instancia, hace tan soportable la vida como el dogma religioso que, al contrario que este, dotaba a la vida de sentido y la hacía igual de soportable. A la postre, tanto la solución del absurdo científico como la del sentido religioso provocan las mismas consecuencias y, me atrevería a decir, estadísticamente en la misma proporción.

Desde el momento en que la vida del hombre es, básicamente, tiempo, conocimiento y el otro(yo), no queda más remedio que concluir que la vida se compone de destrucción, inutilidad y estupidez. El tiempo nos estructura en fragmentos: una vez en el tiempo, estamos rotos en pasado, presente y futuro. Y no solo aparecemos ya en la ruptura, sino que vamos siendo inexorablemente destruidos. La vida del hombre, así, no encuentra otro quehacer esencial que vérselas constantemente con su sustancia como ignorancia acerca del pasado, el presente y el futuro: la estructura del tiempo lo condena a la memoria y a la predicción como inevitables modos de vivir la vida en cuanto que conocimiento y, paradójicamente, salida de la ignorancia que es. El conocimiento es inútil como solución al tiempo porque reproduce, con su estructura interna de no saber-saber, la estructura del tiempo. Por su parte, el otro no deja de estar ahí esencialmente como uno mismo: si uno nunca sabe quién es y aplica el pensamiento para tratar de saberse, el otro es la proyección de la propia conciencia, es otro yo del que se sabe que piensa pero se ignora qué piensa. Al otro solo se le puede tratar como a uno mismo: se le intenta conocer y en la mayor parte de los casos se acaba sabiendo que su ignorancia no solo es imponderable, sino que está enferma del mal de la falta de lucidez.

Por lo tanto, la vida es destrucción, inutilidad y estupidez. Y si es esto, la vida es el infierno, pues no parece imaginable una tortura semejante ni más cruel que este nacer roto para ser destruido en medio de estúpidos sin llegar a nada porque lo único que se puede saber es que nada se sabe y ese conocimiento es inútil para hacer de la vida algo que no sea un infierno. Y esta es la cuestión. Si uno fuese religioso, tendría que ser budista, pues no hay infierno peor que la vida y el mundo, así que la amenaza de un tormento eterno en la otra vida sería un castigo risible, pues el mero hecho de ser eterno eliminaría el tiempo y la tortura sería menor. Pero si es budista tendría que admitir que este infierno sigue un orden moral, tendría un sentido, y es precisamente este estar dotada de sentido la realidad lo que convierte la vida en un infierno. En el fondo, la religión impide que la conciencia se tranquilice con facilidad porque el infierno ha sido creado y tiene sentido. Y esto es bastante molesto.

Así pues, solo la ciencia con su dogma del azar y el absurdo consiguiente aporta paz y tranquilidad a las conciencias: el mundo carece de órdenes inherentes, tanto físicos como morales, y, por consiguiente, es solo un juego de formas regido por aleatorios choques de fuerzas. La conciencia diseñada por la ciencia, igual que la diseñada por la religión, puede decirse: “Esto es así. No hay nada más que pensar. La vida se vive”. La conciencia queda adormecida por una solución que no soluciona nada, como cerrar los ojos no elimina lo horrible pero consigue que lo horrible no moleste a los sentidos.

Sin embargo, decir que la vida (se) vive es incompleto: la vida (se) vive y (se) piensa. Es esto último lo que establece órdenes de valor que, por mucho que se cierren los ojos y se mienta, obran de manera implacable como pesadillas que de vez en cuando aparecen para recordarnos qué es el infierno. El papel que juega el otro(yo) en todo esto no es más que el de catalizador de posibilidades del pensar, pues no es cierto que la felicidad haga que no se piense y que la vida se viva en una especie de flujo “natural” y paradisíaco, sino que hace que se piensen posibilidades que no se piensan cuando el otro(yo) hace que nos enfrentemos constantemente con el infierno a través de su estupidez.

Que la ciencia, como nueva religión, es decir, como la última fábrica conocida de consuelo, aporte paz al mundo a través del sinsentido, es algo que se les pasó por alto a los existencialistas, pues no hay nada más alejado del absurdo que la angustia. De ahí que haya que revisar buena parte de la filosofía desde Kierkegaard hasta el presente para librar de conclusiones erróneas a las conciencias que hoy en día las heredan y manejan como dogmas que les impiden dormir hasta el coma absoluto.

martes, 14 de mayo de 2013

Wittgenstein en su línea


WITTGENSTEIN, Ludwig. Aforismos. Madrid: Austral, 2013. Traducción de Elsa Cecilia Frost.

George Henrik von Wright afirma haber dejado fuera de esta selección de aforismos (1914-1951) aquellos de índole puramente personal, privada. Afortunadamente, la poda se hizo con buena mano, pues quedan aquellos en los que Wittgenstein se describe en relación al filosofar, y esto no resulta baladí cuando él mismo insiste en la intimidad que guarda la manera de ser (temperamento, ánimo, carácter, talento, genio, instinto) con la filosofía. Más que para conocer mejor al filósofo, que también, sirven estos aforismo para entender mejor su filosofía.

Así, Wittgenstein se nos presenta como alguien que no se deja influir con facilidad (p. 33) y que tampoco desea ni ser imitado ni dejar una escuela (p. 117). El filósofo, por lo tanto, busca la originalidad como naturalidad (“¡No te dejes llevar por el ejemplo de los otros, sino por la naturaleza!”, p. 91), como ahondamiento en sí mismo. Y este filósofo en particular (tan influido y, pensamos, en cuanto que judío y homosexual, castigado por Weininger), duda de su genio y se declara un mal pintor (p. 148), un pensador inconstante (pp. 72-3) y débil (p. 13), alguien que se dedica a “balbucear” (p. 58) y a realizar una tarea, que se presenta como modesta pero imprescindible, de aclarado (p. 59): se buscan las metáforas que adviertan de las trampas en el camino. En cada frase, se juega el todo (p. 42).

El filósofo, como todos, está en constante lucha con el lenguaje (p. 48), un lenguaje que permanece idéntico a sí mismo “y nos desvía siempre hacia las mismas preguntas” (p. 53), hacia “la inmensa red de caminos equivocados transitables” (p. 57). En este sentido, el lenguaje filosófico “está ya, por así decirlo, deformado por zapatos demasiado estrechos” (p. 91). La solución será lo más difícil: “asentar la nueva manera de pensar. Una vez que esta queda asentada, desaparecen los viejos problemas, y hasta resulta difícil volver a aprehenderlos. Pues residen en la forma de expresión” (p. 100).

Si el lenguaje nos engaña, y si se acaban haciendo trucos con la lógica (p. 67), entonces “El pensamiento está ya agotado y no puede utilizarse más” (p. 56). ¿Qué se puede hacer, entonces: qué decir y cómo decirlo, si es que decir algo tiene más sentido y es más valioso que guardar silencio? Aunque Wittgenstein reniege del Tractatus, cambie el espacio lógico por los juegos del lenguaje, afirme que palabras son hechos (p. 97) y que el lenguaje no es más que una reacción (p. 76-7), una recreación, no hay recreación tan simple que no sea, a la postre, una creación.

¿Se habla sobre el silencio? “Lo inefable […] proporciona quizá el trasfondo sobre el cual adquiere significado lo que yo pudiera expresar” (p. 55). ¿Y qué expresar? Porque “En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada” (p. 64). Si incluso la reflexión filosófica más profunda y sofisticada descansa sobre una base instintiva (p. 135), entonces “El trabajo filosófico […] consiste, fundamentalmente, en trabajar sobre uno mismo” (p. 55). Y este trabajo sobre la propia comprensión hacia un nuevo pensar que no caiga en las trampas del lenguaje no es otra cosa que la creación, el poetizar: “Creo haber resumido mi posición con respecto a la filosofía al decir: de hecho, sólo se debería poetizar la filosofía” (p. 66).

Es este poetizar lo que se ha olvidado en la actualidad, desde hace mucho tiempo: “Los hombres de hoy creen que los científicos están ahí para enseñarlos, los poetas y los músicos para alegrarlos. Que estos tengan algo que enseñarles es algo que no se les ocurre” (p. 85). Seguir utilizando el lenguaje heredado y manoseado impide ver claro y llegar al fundamento, a la oscuridad, y, así, da igual hablar de Dios que de los objetos (p. 153): arañamos superficies que ni son lo que parecen ni parecen lo que son.

El filósofo ha de ir al fundamento de lo real y del lenguaje para no tropezar constantemente consigo mismo, con el viejo “yo”, con su ceguera. “Continuamente se olvida el ir al fundamento. No se pone el signo de interrogación lo bastante profundo” (p. 120). Así que no queda otra opción: “Al filosofar hay que bajar al viejo caos y sentirse a gusto en él” (p. 123). Y no es otra cosa lo que Wittgenstein llevaba haciendo desde el principio, lo que supone su filosofía como fundamento de los títulos y puntos de vista de sus obras: “Para mí, por el contrario, la claridad, la transparencia es una fin en sí. No me interesa levantar una construcción, sino tener ante mí, transparentes, las bases de las construcciones posible” (p. 42).

Wittgenstein, que ya había sido consciente de la “extraña semejanza de una investigación filosófica […] con una estética” (p. 68), confiesa, cerca del fin, que “Los problemas científicos pueden interesarme, pero nunca apresarme realmente. Esto lo hacen sólo los problemas conceptuales y estéticos” (p. 144). El genio, a pesar de sus dudas, reconoce al instante la necesidad de ir al fundamento y dónde se encuentra este fundamento: si lo que es está viciado por cómo se piensa y se dice, habrá que ir a la posibilidad de todo ser, y si lo que explora lo posible es el poetizar no como acto comprensivo y aprehensivo, sino como realización de lo posible que trae al ser y sobre lo que, a posteriori, se puede intentar reflexionar (como se puede pensar en los sueños y en los juegos de los niños aunque lo único verdadero y con sentido sea soñar y jugar como un niño), entonces el método del filósofo ha de parecerse lo más posible (si no puede llegar a serlo) al poetizar, de ahí que se afirme que “Nada es más importante que la formación de conceptos ficticios, que nos enseñarán a entender los nuestros” (p. 137), y que “Sólo cuando se piensa mucho más locamente que los filósofos se pueden resolver los problemas” (p. 139).

Todo esto nos lleva a recordar el giro dado por el “segundo” Heidegger tras su declaración del final de la filosofía y de la necesidad de un nuevo pensar. Y, sobre todo, nos lleva a recordar a Nietzsche, a quien Wittgenstein no cuenta entre los que más le influyeron y que, sin embargo, parece estar riéndose escondido detrás de cada frase del filósofo, como un irónico anciano que observa divertido cómo un niño juega muy serio con los viejos objetos que él hace tiempo usó para llegar a cosas más nuevas. Y, aunque parezca marginal, a este respecto hay que decir que apenas hay aforismos en esta recopilación, sino, más bien, pensamientos expresados con brevedad (lo que no es lo mismo), y que ninguno alcanza, ni de lejos, la calidad de los aforismos del viejo Nietzsche.

Wittgenstein pensaba que no se ve lo que se es, sino lo que se tiene, y que, por lo tanto, lo que se tiene sería una metáfora de lo que se es, y si se llega al conocimiento de lo que se es, sería a través de una metáfora, lo que representa su completa filosofía desde el Tractatus hasta las Investigaciones, a pesar de lo superficial de la idea o de su falta de trascendencia y, sobre todo, a pesar de las apariencias, es decir, de lo visto al detenerse el filósofo a explorar y agotar una perspectiva concreta. Al final, es imposible no buscar el fundamento, salirse del origen, remontar el caos de lo posible si no es no ya pensando, sino creando. De uno a otro Wittgenstein hay un filósofo que le y nos recuerda: “El saludo de los filósofos entre sí debería ser: «¡Date tiempo!»” (p. 145).

domingo, 12 de mayo de 2013

Nietzsche, humillado: Ecce homo.


Hay que proteger a los mejores: en cuanto que excepciones, siempre están en peligro de extinción tanto porque son menos como porque están demasiado ocupados creando como para pensar en sí mismos y cuidarse. Y entre los mejores, hay que proteger especialmente, es decir, de manera implacable, a los más susceptibles de ser utilizados por la mayoría, que son los peores, y, así, de sufrir la lenta extinción de la humillación.

No sé de ninguno de los pertenecientes a este grupo más necesitado de protección que Nietzsche. La verdad es que no sé qué ha hecho el bueno de Nietzsche para merecer este destino: un hombre que escribía con claridad y precisión y que gritaba que por favor no se le confundiese con nadie y no dejaba de preguntar “¿Se me entiende?”.

Pues no, se ve que no se le ha entendido. A mí lo de la manipulación de los nazis me parece casi un cuento de risa comparada con bestialidades de este calibre:


Y la palabra bestialidad me parece suave para describir lo de “NÍETZSCHE PARA LOS POBRES”. Si el pensador levantase la cabeza, volvería a volverse loco con tal de no verse en las garras de semejantes alimañas.

Pero ¿es tan difícil leer? ¿Es tan difícil comprender?

Hace más de diez años guardé esta publicidad de la tónica Schweppes:


Es triste ser devorado por la publicidad, pero ahora esto, que en su momento me pareció una barrabasada, se me antoja hasta de mediano buen gusto, al menos por el realismo de la imagen: la moza tiene cara de no entender nada de nada, pero ahí está con el libro de diseño en la mano antes de colocarlo, seguro, sobre la mesa del salón como pieza decorativa.

Por desgracia, hay quien decora su cabeza con Nietzsche y su cabeza es tan plana como el “muro” de su Facebook, muro de las lamentaciones donde humillan al hombre.

(Por cierto, me he enterado de que han hecho un cómic de Así habló Zaratustra... Cuando algo falla, es que falla todo. Y cuando falla todo, ¿qué hacer?).

viernes, 10 de mayo de 2013

Ironía e ingenio. Sobre la incapacidad contemporánea


La creación reducida a arte y el arte reducido a diseño terminan no ya en arte-factos, sino en meras cosas que impactan la sensibilidad a través de la risa y la sorpresa para llamar y mantener la atención del gusto.

La fórmula es, pues, atraer la atención mediante la sorpresa y mantenerla mediante el humor: de la ya vieja categoría estética de lo interesante se ha pasado a la contemporánea de lo agradable, de lo agradable para un tipo de gusto: el de quien tiene interés en esa producción de cosas llamada cultura y posee el dinero suficiente para adquirirlas.

A este tipo de consumidor no le gusta ser confundido con los que no consumen cultura y, al mismo tiempo, durante unos instantes suelen ser conscientes de lo ridículo de su pose respecto al lugar que ocupan sus cosas diseñadas en relación con la vieja tradición cultural y con la atemporal creación . Por lo tanto, este gusto necesita la sofisticación como contraste con lo último en aparecer (es decir, como ingenio), y el grano de sal de la autocrítica como “fina” ironía que se aplica como una sanguijuela sobre la propia pose.

Caduca la noción de novedad, esta, inevitable en el proceso de venta de la producción de cultura, ha de publicitarse con la ironía picoteando sobre el ingenio. Por lo tanto, el humor pasa a delatar no ya la falta de seriedad, sino la incapacidad para la seriedad, y esto, a su vez, delata tanto la conciencia de los propios límites como la imposibilidad de abandonar la pose que se sostiene sobre el siguiente argumento: “Me gusta esta cosa. Ya sé que es una cosa y sé qué significa, ¿y qué? Podría no gustarme y podría no saberlo, y eso sería peor. En realidad, no hay otra posibilidad, ¿verdad?”.

Ahora bien, nada de todo esto decreta el fin y la muerte ni de la tradición ni de las realidades y categorías que la definen. Más bien, no dice nada de todo eso porque se queda infinitamente lejos por mera impotencia, como alguien que hace maquetas de trenes se queda infinitamente lejos de conducir una locomotora.

En esencia, lo que sucede es que la cosa ingeniosa e irónica ocupa el espacio que ha abierto el “sensacionismo” de la ciencia como espurio criterio de inteligencia cuando falta la inteligencia. En un tiempo y un lugar en el que no brilla la inteligencia que dice no lo que es ni lo que fue, sino lo que será, queda la ciencia con sus descripciones de lo que es disfrazadas de fórmulas que predicen qué sucederá. A la sombra de esta sombra, el Zeitgeist da a luz cosas que no llegan ni a antítesis de arte ni mucho menos de creación.

jueves, 2 de mayo de 2013

Empanada filosófica


En una de las entradas de su blog (http://www.preposterousuniverse.com/blog/2013/04/29/what-do-philosophers-believe/), Sean Carroll recoge los resultados de una encuesta.

Carroll titula su entrada “What do Philosophers Believe?”. Pero a poco que leamos, vemos que los 931 de los 1972 a los que se les pasó el cuestionario no eran filósofos, sino profesores de filosofía. A partir de ahí, poco importa que la mayor parte de las universidades a las que se había recurrido fuesen de países de habla inglesa (y entonces, como apunta Sean Carroll, los resultados sufran un sesgo hacia la filosofía analítica y anglocéntrica), pues todo el mundo sabe que para saber lo que piensan y dicen (porque ¿qué importa lo que crean o en lo que crean?) los filósofos, basta con leer a Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger, y que los profesores de filosofía no son filósofos, sino profesores que enseñan historia de la filosofía y que ayudan a los alumnos a entender los textos de los filósofos.

Pero no deja de ser curioso ver qué creen algunos profesores de filosofía de los países de habla inglesa. Copio y pego los porcentajes tal y como aparecen (es decir, en inglés) en el blog de Carroll:

1. A priori knowledge: yes 71.1%; no 18.4%; other 10.5%.
2. Abstract objects: Platonism 39.3%; nominalism 37.7%; other 23.0%.
3. Aesthetic value: objective 41.0%; subjective 34.5%; other 24.5%.
4. Analytic-synthetic distinction: yes 64.9%; no 27.1%; other 8.1%.
5. Epistemic justi
cation: externalism 42.7%; internalism 26.4%; other 30.8%.
6. External world: non-skeptical realism 81.6%; skepticism 4.8%; idealism 4.3%; other 9.2%.
7. Free will: compatibilism 59.1%; libertarianism 13.7%; no free will 12.2%; other 14.9%.
8. God: atheism 72.8%; theism 14.6%; other 12.6%.
9. Knowledge claims: contextualism 40.1%; invariantism 31.1%; relativism 2.9%; other 25.9%.
10. Knowledge: empiricism 35.0%; rationalism 27.8%; other 37.2%.
11. Laws of nature: non-Humean 57.1%; Humean 24.7%; other 18.2%.
12. Logic: classical 51.6%; non-classical 15.4%; other 33.1%.
13. Mental content: externalism 51.1%; internalism 20.0%; other 28.9%.
14. Meta-ethics: moral realism 56.4%; moral anti-realism 27.7%; other 15.9%.
15. Metaphilosophy: naturalism 49.8%; non-naturalism 25.9%; other 24.3%.
16. Mind: physicalism 56.5%; non-physicalism 27.1%; other 16.4%.
17. Moral judgment: cognitivism 65.7%; non-cognitivism 17.0%; other 17.3%.
18. Moral motivation: internalism 34.9%; externalism 29.8%; other 35.3%.
19. Newcomb’s problem: two boxes 31.4%; one box 21.3%; other 47.4%.
20. Normative ethics: deontology 25.9%; consequentialism 23.6%; virtue ethics 18.2%; other 32.3%.
21. Perceptual experience: representationalism 31.5%; qualia theory 12.2%; disjunctivism 11.0%; sense-datum theory 3.1%; other 42.2%.
22. Personal identity: psychological view 33.6%; biological view 16.9%; further-fact view 12.2%; other 37.3%.
23. Politics: egalitarianism 34.8%; communitarianism 14.3%; libertarianism 9.9%; other 41.0%.
24. Proper names: Millian 34.5%; Fregean 28.7%; other 36.8%.
25. Science: scienti
c realism 75.1%; scientic anti-realism 11.6%; other 13.3%.
26. Teletransporter: survival 36.2%; death 31.1%; other 32.7%.
27. Time: B-theory 26.3%; A-theory 15.5%; other 58.2%.
28. Trolley problem: switch 68.2%; don’t switch 7.6%; other 24.2%.
29. Truth: correspondence 50.8%; de
ationary 24.8%; epistemic 6.9%; other 17.5%.
30. Zombies: conceivable but not metaphysically possible 35.6%; metaphysically possible 23.3%; inconceivable 16.0%; other 25.1%.

No sé ustedes qué conclusiones extraerán, pero a mí me parece que estos señores o bien están un poco lejos de la filosofía, o bien tienen una empanada filosófica, lo que, por lo demás, no me extraña tratándose de filosofía y anglosajones. Porque a mí no dejan de extrañarme los datos de 5, 6, 10, (incluso) 12, 25 y 29, junto con las respuestas a 1, 2, 3 y 11.

Pienso que el empirismo está como estaba: condenado al idealismo en la cárcel de una subjetividad sin sujeto en un mundo irreal por inalcanzable bajo un dios del que no se puede hablar salvo como los que hablan de él, es decir, en términos de fe y no fe. Como si el empirista hubiese empezado, muy filosóficamente, por el escepticismo y la duda y no sabiendo salir de ahí y seguir igual de filosóficamente, hubiese empezado a jugar con lo que tenía a mano, es decir, con las sensaciones y ese pensar propio de los que no hacen filosofía que es el sentido común. Como si el empirista, en una palabra, no hubiese sabido callar a tiempo, igual que un niño que no sabe qué más decir y comienza a soltar todo lo que se le viene a la boca.

Porque cualquier empirista me parece un niño al lado de, por ejemplo, Descartes. Y bien podría ser que el empirismo, a la luz de las respuestas al punto 23, no sea más que una forma de seguir prendidos en la teología de la gramática, parafraseando a Nietzsche, es decir: una forma de filosofía para el pueblo.