jueves, 29 de marzo de 2012

La Hermana. (1946) Sándor Márai (1900-1989)

MÁRAI, Sándor. La hermana. Barcelona: Salamandra, 2007.


 Con la delicadeza que caracteriza a Sándor Márai, esta obra indaga en el sufrimiento humano, el dolor y la enfermedad como viaje hacia uno mismo. La obra refleja el aislamiento provocado por el mal, que sumerge al protagonista en sí mismo, sus miedos y sus dilemas, como tan sólo un año después haría Camus en La Peste y años antes Thomas Mann en Muerte en Venecia (1914).

     Z. es un pianista de prestigio, un virtuoso, que viaja en tren a Florencia para ofrecer uno de sus conciertos. Durante el trayecto presiente que alguna enfermedad le aqueja. Es como si un veneno le hubiera sido inoculado, y tras la actuación ha de ser ingresado. Pasa tres meses en el hospital y a través de él vivimos el proceso de su enfermedad y todo lo que esta conlleva: la fragilidad, la dependencia, la obligada convivencia en aquel templo del dolor, la relación con médicos y enfermeras, la necesidad de sucumbir ante las drogas. Aquella prolongada convalecencia lleva a Z. a analizar su situación actual y también su vida anterior, preguntándose si algo en ella pudiera haber causado su mal. La conclusión no es evidente, pues la obra plantea más que sanciona, explora más que determina. Pero quizás la clave la encontramos en la ardiente defensa de la pasión que Z. expresa en sus escritos:

     “La razón no es nada. La pasión lo es todo.[...] El sentido de la vida es la pasión que reluce tras las formas”. (p.197).

     Y Z. ha perdido la pasión por la música. La vivió con intensidad, pero las largas horas de dedicación, la incansable búsqueda de la perfección en el detalle, lo llevaron a perderse en la técnica y a dejar de disfrutar la música para convertirse en mero transmisor de su belleza. La música “había perdido la esencia divina, su suprema vibración” (p.101).
   

DEGAS: L’attente

      Una voz en su interior le propone, y también alguno de sus médicos, que quizás la razón de aquella desazón que le invade tiene una causa concreta: E., la mujer a la que ama. Ella es inteligente, bella y sensual, pero incapaz de entregarse a los sentidos: es frígida. Casada y admirada por multitud de hombres, sólo Z. ha sabido hacerla vibrar, aunque tan sólo a través de su música. Z. la ama pero, postrado en su cama, reconoce que aquella relación tiene una carencia importante. Como la música que es tan sólo pura técnica.

     ¿Será que el ser humano pleno necesita algo más que la perfección formal, y sólo conjugando espíritu y pasión alcanza su plenitud? El sentido de la vida está en entregarse a ella sin reservas. E. es absolutamente hermosa, pero está enferma, su frigidez la incapacita para una vida armoniosa. Como ahora la vida de Z., carente de emoción, es una vida enferma e inválida. “Eso era la vida, un fenómeno sensual y carnal, apasionado y vulgar” (p.111), concluye Z. con cierta desazón. Algo quizás demasiado alejado de la vida que él conducía, entregada en exclusiva a la búsqueda de orden y destreza absolutos, puro espíritu, como aquello que le ofrecía su amada. Un amor y una vida cercenados, incompletos, como podría decir Nietzsche, carentes del obligado tributo a Dionisos, a la carnalidad y la banalidad que forman parte del ser humano.


Théodore Géricault (1791-1824) El beso 

     Entre los mejores pasajes del libro se encuentran aquellos que reflejan la relación de Z. con sus cuidadores, médicos y enfermeras, y, muy especialmente, con aquello que le proporciona alivio: las drogas. Compara la diaria inyección de morfina con una cita amorosa en la noche, un lujurioso encuentro ilícito, tanto más inmoral cuanto más deseado, que durante unas horas lo sustrae del mundo, del dolor y le proporciona un éxtasis como el que sólo otro ser humano puede proporcionar. Pero este placer es considerado una caída por Z., para quien “el placer irresponsable” es inadmisible (p.161). Sólo la conciencia plena puede ofrecernos alguna felicidad exenta de culpa (p.160), puntualiza. Su visión de la vida se caracteriza por un férreo orden moral, y la droga, como la enfermedad, son una suerte de desviación. Pero en ocasiones es inevitable dejarse caer para ver más allá. ¿La otra orilla que tanto menciona, quizás? Esta reflexión es la que plantea a Carissima, una de las monjas, que le niega una última inyección de morfina antes de abandonar el hospital, curado ya: ¿Que es pecado? ¿Acaso no da lo mismo?, replica Z. a la mujer moribunda, enferma de leucemia. ¿No vas a morir?, ¿no vamos a morir todos?, ¿no da todo igual?, ¿quién dice otra cosa?, parece insinuarle. Y ella asiente y le aplica una dosis casi mortal. Quizás presiente que Z. ya nunca se recuperará completamente, que en realidad le está ayudando como aquella voz de mujer que Z. escuchó en la noche pidiéndole que viviera, que no se dejara morir, que luchara.


Munch: El grito
  
     Este mismo consejo es el que le da el médico chamán con quien Z. mantiene una conversación infrecuente, más allá de “las convenciones sociales, al borde del abismo” (p.225), poco antes de abandonar el hospital. Es un médico guía, un nexo entre Dios y los humanos, dice él mismo. Su recomendación a Z. es luchar, enfrentarse, no entregarse ni a la enfermedad ni a los remedios, ni a las secuelas, ni a la recuperación. Tras la enfermedad que ha abierto aquel paréntesis de crisis y reflexión en su vida, es preciso seguir adelante. “Y luego, si la vida nos llama...” (p.252). Pero esto, quizás, no es para todos, no siempre se percibe la llamada de la vida:

     “Oh, vivir es una gran responsabilidad. Imagíneselo, vivir entre la gente... Muchos no lo soportan. ¡Cuántos intereses! El tedio, la vanidad, la ambición, los sentidos; y detrás de todo, la muerte... ¿Quién puede soportarlo sano siempre, durante toda una vida? Pocos, muy pocos” (p.250).

     La tendencia del ser humano es buscar el orden, poner armonía en el mundo, pero, quizás, el caos es demasiado grande y la tarea excesiva. Sólo en el acto de la creación puede el hombre emular a Dios, intentar equipararse a él y alcanzar la excelencia (p.105). Z. lo consiguió al acercarse a la esencia de la música pero, tras perder su hechizo, exhausto, sucumbe a la enfermedad y esta se convierte en un camino de dudas: la vida o la muerte, la lucidez o la locura de las drogas.

     “La vida es veneno si no creemos en ella, si ya no es más que un instrumento para colmar la vanidad, la ambición y la envidia. Entonces uno empieza a sentir náuseas” (p.179).


miércoles, 28 de marzo de 2012

D. H. Lawrence, el fénix o el puercoespín


LAWRENCE, D. H. Reflections on the Death of a Porcupine and other Essays. Bloomington: Indiana University Press, 1969.

Recuerdo la visita al cementerio de Père Lachaise: no encontramos la tumba de Benjamin Constant, a pesar de la amable disposición de un buscón, pero sí la aburrida lápida de Proust convenientemente engalanada con una magdalena. Poca cosa esta en comparación con el jardín botánico del panteón de Allan Kardec.


[La tumba de Kardec en Père Lachaise. La fotografía es de la Wikipedia. ¿He hecho bien la “attribution” y me libro de una denuncia por parte del artista?]

En Père Lachaise pude distinguir cuatro tipos de visitantes: los necroturistas, los buscones de placer, los necroturistas buscones de placer, y los devotos de Kardec. Hacía unos quince años que no me reencontraba con Kardec. Por supuesto, me refiero a su nombre. Por aquellos años andaba yo leyendo más que Cervantes, cualquier cosa: es lo que tiene la juventud: una salud carroñera. Hoy mi estómago, casi ya bovino libro, sólo me consiente rumiar dos o tres textos raídos y ablandados.

Kardec, Blavatsky... Cuando se inauguraban el positivismo, el culto al progreso, el materialismo y el imperialismo, en los Estados Unidos y en Europa había quien deseaba demostrar no sólo la existencia de lo sobrenatural, sino también su realidad nada irracional y, por lo tanto, su relación con los fenómenos de la Naturaleza empírica. A partir del magnetismo animal de Mesmer, comenzó la manía de hacer de lo sobrenatural algo natural. Al mismo tiempo, hubo quienes reducían lo espiritual a lo terrenal y lo racional a lo irracional, pero estos eran tipos como Nietzsche y Freud. Por otra parte, Blavatsky, por ejemplo, decía atenerse a la verdad, a toda la verdad y nada más que a la verdad. Como Freud, por ejemplo.


[La madre de Helena Blavatsky. Iba a poner a la hija, pero ¿han visto las fotografías?]

Tal vez el caso más memorable sea el de la relación entre Henry Slade y Zöllner. ¿Y no se dedicó Newton al estudio de la alquimia? Slade y Zöllner por lo menos se dedicaban a algo más serio: la cuarta dimensión. Y es la cuarta dimensión lo que he vuelto a encontrar esta semana mientras traducía “Reflections on the Death of a Porcupine”, de D. H. Lawrence. Ya sabía que eso de la cuarta dimensión había calado en el siglo XX: al último que se lo había oído mencionar fue a Duchamp, pero en esta ocasión, como todo que tiene que ver con Duchamp, la cosa era bastante más racional de lo que alguno pensaría: la cuarta dimensión tenía que ver más con Einstein y Poincaré que con el fantasma de Canterbury. Pero todavía en el primer tercio del siglo pasado la cuestión de la cuarta dimensión estaba de moda. En una entrevista concedida en 1946, Duchamp, hablando de la época de los ismos, dice: “There were discussions at the time of the fourth dimensión and of non-Euclidean geometry. But most views of it were amateurish” (SANOUILLET, Michel & PETERSON, Elmer (ed.). The Writtings of Marcel Duchamp. New York: Da Capo Press, p. 126).


En 1925, D. H. Lawrence publicó Reflections on the Death of a Porcupine and other Essays. Es en el ensayo que da título al volumen donde más insiste en la cuarta dimensión. Al enunciar la tercera de las inexorables leyes de la vida, escribe: “That is to say, the ultimate source of all vitality is in that other dimension, or region, where the dandelion blooms, and which men have called heaven, and which now them the fourth dimension: which is only a way of saying that it is not to be reckoned in terms of space and time” (LAWRENCE, ob. cit., p. 210).

En el ensayo “Him with his Tail in his Mouth”, afirma que “Creation is a fourth dimension, and in it there are all sorts of things, gods and what-not” (p. 135); “In the fourth dimension, in the creative world, we live in a pluralistic universe, full of gods and strange gods and unknown gods” (p. 137).

Me ha costado leer a Lawrence. No estoy acostumbrado a estos galimatías, a esta mezcla de cultura libresca, ocurrencias propias, cínico (y lúcido) sentido común y extravagancias pseudomísticas y pseudointelectuales. Lawrence igual se aferra a Nietzsche (al que todavía no se le tenía ningún respeto): “This we know, now, for good and all: that which is good, and moral, is that which brings into us a stronger, deeper flow of life and life-energy: evil is that which impairs the life-flow” (p. 130); que demuestra no solo no entender a Nietzsche, sino ser, además, la antítesis de la probidad intelectual que Nietzsche no se cansó de defender, como se puede comprobar en las dos primeras páginas del ensayo “Blessed are the Powerful”.

Entiendo mejor a Heidegger que las explicaciones de Lawrence sobre la existencia, el ser y sus relaciones. No entiendo casi nada de este libro porque sólo veo una lógica: aquella antifilosófica actitud que hace precisamente del quod nihil scitur el fundamento de un conocimiento. Así es como se habla de la existencia de algo “desconocido” en lugar de confesar la propia ignorancia y la propia incapacidad de pensar. La “lógica” sería la siguiente: “No sé, luego lo desconocido existe”. Y una vez que se “establece” la existencia (¿o era el ser?) de esto “desconocido” (¿o era la cuarta dimensión?), ya es posible cualquier desbarre.


[La ilusión de Zöllner. No sólo Zöllner tenía ilusiones, sino que además cuando miro durante mucho rato esta imagen entro en la cuarta dimensión del sueño]

Miedo me da pensar, ahora que está de moda la Física y ya vamos por las once dimensiones, las combinaciones que se pueden estar haciendo con el Espíritu Santo y la ley de la gravedad. Quiero imaginar que Lawrence tenía mucha pena por no ser hispanohablante, porque “puercoespín”, si se fijan, contiene en sí mismo un “spin”: de ahí a “reflexionar” sobre la duodécima dimensión, sólo hay un erizo.

sábado, 24 de marzo de 2012

Jigsaw puzzle (1)



viernes, 23 de marzo de 2012

La imposibilidad de una isla



No existe la posibilidad de una isla, y menos aún de una roca. Sólo  espejismos

Sé que no soy quien remueve tus entrañas, sólo quien las irrita.
Y luego está el espejo del mundo, que todo lo tergiversa, pero  ofrece su versión multiforme

Bien educado no es lo mismo que domado
Cuanto más digo, más me desdigo

Dios esclavo del placer
Todo depende de la capacidad de soportar la realidad. Pero, qué es todo? una angustia eterna?
El punto lo es todo, si no, es un punto y aparte

Rodilla en tierra y mano ofrecida para que la bese
Una genuflexión?

Qué más quisiera que  vivir en la inocencia

No eres difícil, eres complicado

Te deseo. Te anhelo
Con una fuerza descomunal
Ese delicioso néctar, esa ambrosía

Pero llega esta fina cuerda que nos tensa
Invisible y dura
Cruel egoísmo satisfecho, aquel de los que no carecen. Quinta columna? poesía? amor? 

Cierras tus puertas para mí

ya no me necesitas

Eres único, pero no el único.

martes, 20 de marzo de 2012

Ajedrez en las aulas




Tendría yo unos siete años cuando mi tío nos enseñó, a mi hermana y mí, a mover las piezas sobre el tablero. Sólo recuerdo una tarde, y haber llegado al mate pastor. A mi tío lo veíamos una vez a la semana y, ese día, durante poco tiempo. Mis padres tenían un juego de ajedrez, pero nunca los vi jugar ni jugaron con nosotros. Yo seguí con mi pelota y mis libros, y luego sólo con los libros. El ajedrez parecía haber desaparecido de mi vida. Casi con treinta años, una mañana me levanté y sentí la absoluta necesidad de comprar un juego de ajedrez. Yo vivía solo. Me dediqué a repasar los movimientos. Tenía el pequeño tablero magnético sobre la mesa, con las piezas en orden de salida. Todavía lo tengo, aquí, a mi lado. Cada vez que lo veía, sentía una extraña y tensa paz que ponía inmediatamente en movimiento caótico mis escasas neuronas. Todavía me pasa. Casi con cuarenta años me animé a recibir clases, y me federé, y participé en campeonatos. Era como si el ajedrez hubiese estado palpitando silenciosamente dentro de mí en estado de latencia durante veinte años.

Ni que decir tiene que juego muy mal. Y que la manía de pensar, leer y escribir siempre tiende a que reflexione más sobre el ajedrez mismo que sobre la técnica del juego, y a que lo busque por la Literatura, y a que lo emplee en mis escritos (El ajedrecista, Vidas y opiniones de los ajedrecistas ilustres, por ejemplo). Pero no sólo el ajedrez me hace ir más allá del ajedrez, sino que también me gusta el juego. Si me pregunto por qué el ajedrez se quedó en mí y no en mi hermana, la única respuesta que encuentro es porque el ajedrez y el juego mismo me reportan placer.

Muchos años después de haberme enseñado a mover las piezas, mi tío me contó que mientras estaba en la universidad había jugado bastante. Y también que finalmente dejó de jugar porque la mayoría de la gente se lo tomaba a la tremenda, tanto ganar como perder, y que sobre y alrededor del tablero se generaban casi tantas enemistades como amistades. Por lo visto, estaba en juego el orgullo, el orgullo y los golpes donde más duele: si el ajedrez es cuestión de inteligencia, el derrotado es más tonto que el vencedor. Es una manera de ver el juego, una manera de verlo muy extendida, creo. Siempre he pensado que a un hombre puedes llamarle ladrón, asesino o lo que sea, y que bien puede no inmutarse e incluso tenerlo a honra, pero si le llamas tonto se arma la de Dios es Cristo. De alguna manera, y aunque parezca lo contrario, todos saben qué es lo que hace que un hombre no sea ni un helecho ni un perro, y no es ni comer, ni beber, ni defecar, ni copular, ni tener dinero ni trabajo ni coche ni apartamento en la montaña.

Recuerdo mi primer campeonato. La sensación no se me olvidará, y en cada campeonato se repetía. El árbitro anuncia que se pueden poner en marcha los relojes. Y se hace el silencio. Y levantas la cabeza y ves a más de cien personas sentadas, calladas, concentradas, pensando. Durante horas. Nunca había visto nada semejante. Y mucho menos en un aula, y ni que decir tiene que tampoco en la biblioteca de una facultad universitaria; ni siquiera en época de exámenes. Con el tiempo fui viendo más cosas. Vi a niños de cinco años hacer trampas como inveterados tahúres; vi a niños no respetar el silencio, a los demás jugadores; vi a niños extremadamente legalistas abusando del reglamento (“¡Árbitro, ilegal!”), ajenos a la más mínima cortesía; vi a adultos romper planillas en las narices del vencedor; vi decenas de hábiles trampas en las partidas rápidas; vi juego psicológico sucio; vi envidia, rencor, animosidad; vi llorar a niños y vi a padres cabreados como monas; vi pedantería y soberbia; vi escandalosas faltas de educación; vi la política de los intereses entre bambalinas. Y, por supuesto, vi todo lo contrario.


[Problema para expertos en ajedrez: Mueven negras: ¿cómo es posible esta posición? El peón en b8 se mantuvo así hasta el final de la partida, que ganaron las blancas. Imagen extraída de una partida real entre Pilar, que jugaba con blancas, y una niña de seis años]

A mí el ajedrez me ayudó de dos maneras: ciertamente recuperé memoria y me dio la oportunidad de volver a ponerme en el lugar del ignorante, en clase, ante un profesor, con todo por aprender: por fin podía darle algo que morder a mi insaciable curiosidad y mi hambre por saber. Por lo demás, no me ayudó lo más mínimo a asimilar la frustración de la derrota: me tragaba el cabreo con toda educación, claro, e incluso eso no me impedía ver y apreciar de viva voz la mayor calidad del juego de mis rivales. Pero eso siempre había sido así. Desde muy pronto vi en el juego no un uno contra uno, sino un juego entre dos que tratan de hacer los movimientos más hermosos, que son los que llevan a la victoria: no está en juego el orgullo de la inteligencia, sino el ánimo de hacer una partida hermosa. Otros, la mayoría, lo ven de otra manera. Pero esta visión del ajedrez ya era mi visión general de las cosas.

Por lo visto, el Parlamento Europeo ha propuesto el ajedrez como asignatura en los colegios. Por lo visto, el ajedrez “puede ayudar a los niños a desarrollar el sentido de la creatividad, la intuición y la memoria […]El ajedrez enseña valores como la determinación, la motivación y la deportividad y es accesible para los niños de cualquier grupo social, por lo que puede servir para mejorar la cohesión social y contribuir a objetivos políticos como la integración, la lucha contra la discriminación, la reducción de las tasas de delincuencia e, incluso, el combate contra diferentes adicciones”.



En diciembre de 2011, mi tío me envió un artículo de Álvaro Van der Brule (publicado en El Confidencial, 3 de diciembre de 2011) en el que el autor dice “Es triste y lamentable que este juego no forme parte de la formación […] En los niños, en particular, encauza la hostilidad de manera constructiva y creativa […] nos puede proporcionar una nueva luz para reestructurar nuestras vidas, reacciones, visión personal sobre el mundo y la humanidad […] el ajedrez educa para solventar con elegancia y corrección, y con alta observación y precisión quirúrgica, aquellas situaciones que se nos presentan resolviéndolas con técnicas extrapolables a la vida cotidiana”.

Creo que ha quedado claro mi amor al ajedrez. Pero de lo que ahora se trata no es del ajedrez, sino de la formación en los centros educativos. Supongo que muchos amigos del ajedrez estarán contentos, o incluso entusiasmados, con la propuesta en el Parlamento Europeo. Yo, no. Yo no entiendo esa actitud que mendiga relaciones para dar prestigio a algo. El ajedrez no lo necesita. Y, por otra parte, no veo cómo puede aportar prestigio la relación con la política. Porque aquí estamos ante la política, no ante la educación. Y este es el problema. El problema de siempre: la falta de seriedad absoluta de los políticos; y soy generoso y no digo falta de buena voluntad o falta de la mínima sustancia gris.

Tampoco me interesa el punto de vista científico-económico, que podría resumirse en esta pregunta: “¿Realmente la ciencia ha demostrado las ventajas del ajedrez hasta el punto de realizar una inversión millonaria?”. Sobre la ciencia también tengo mis opiniones (y mis conocimientos, escasos, sí), y la perspectiva crematística ni la contemplo. Quiero hablar de educación. Y mi pregunta es: ¿Por qué el ajedrez y no el judo o el yoga? Y la pregunta no está dirigida contra el ajedrez, por supuesto. Pero el judo y el yoga también “pueden” fomentar la creatividad, la intuición, la memoria, el autocontrol, la convivencia… Pero es que todo eso, y más, ya lo fomentan y explotan la Literatura, la gramática, las Matemáticas, la Física, la Filosofía… O, mejor dicho, “pueden” hacerlo.


[Problema para expertos en ajedrez: Mueven negras: ¿cómo es posible que las negras tarden más de media hora en abandonar? Imagen de una partida real que jugué, con blancas, contra una niña de doce años]

Yo puedo memorizar diez aperturas y otras tantas defensas, y puedo memorizarlas sin entenderlas o entendiéndolas. Puedo memorizar diez poemas y diez fórmulas de química, y puedo memorizarlas sin entenderlas o entendiéndolas. Puedo recoger, al final de una partida, las piezas con el mayor silencio después de dar la mano y felicitar a quien me ha ganado, o puedo hacer todo lo contrario. Puedo terminar un examen y hacer ruido, y puedo copiar durante el examen, y puedo echarle la culpa de mi fracaso al profesor, a mi familia, a la sociedad y al ser o a la nada o al devenir. Puedo pensar que este jugador es tonto y puedo pensar que mi compañero de clase es tonto. Puedo aprender a pensar y a convivir a través del ajedrez y del judo y del yoga y de la Literatura y de las Matemáticas.

¿Ajedrez en las aulas? Entonces yo me pregunto: ¿Por qué se ha dejado de estudiar lógica; por qué se ha dejado de estudiar latín y griego; por qué se ha dejado de estudiar Filosofía? ¿Por qué una nueva actividad: acaso la Literatura, la gramática, las Matemáticas y la Filosofía son incapaces de enseñar a pensar, a autocontrolarse y a convivir? ¿Se ha demostrado que esas asignaturas son un fracaso? ¿O qué ha fracasado para sentir la necesidad de incluir una actividad que “puede” fomentar la memoria, la concentración, la reflexión y la convivencia?

Escribe Daniel Pennac: “Su profesor de matemáticas y yo les habíamos enseñado también a jugar al ajedrez. Y no lo hacían tan mal, ¡palabra! Habíamos fabricado un gran tablero mural que me regalaron cuando me marché (“Ya haremos otro”) y que conservo piadosamente. Sus proezas en ese juego considerado difícil – era la época del famoso campeonato Spassky-Fischer -, la confianza que habían adquirido al derrotar a algunas clases del instituto vecino (“¡Hemos ganado a los latinistas, señor!”), no fueron ciertamente ajenos a sus progresos en mates aquel año, ni a su obtención del certificado de estudios primarios” (PENNAC, Daniel. Mal de escuela. Barcelona: Debolsillo, 2009, p. 140. Traducción de Manuel Serrat Crespo). Años setenta, un centro educativo con chavales conflictivos. Pennac habla de ganar confianza derrotando a otros. No me gusta este punto de vista. Tampoco me gusta que pase por alto el papel que jugó el ajedrez durante la Guerra Fría por culpa de su relación con la política.


Si pienso en el ajedrez, prefiero que no pase a las aulas a través de la política. De hecho, me consta que en muchos colegios ya se enseña a los niños a jugar al ajedrez, y tienen clubes de ajedrez, y organizan campeonatos de ajedrez. ¿Qué necesidad hay de la mediación política, institucional? Pienso que liarse con la política lo único que conseguirá será enlodar el ajedrez.

Pero no pienso en el ajedrez. Pienso en que he visto a niños de seis años entrenados por sus profesores de ajedrez para hacer trampas, para abusar de las normas; y que he visto a niños maleducados que no respetaban a sus compañeros de juego; y que he visto a padres animar a sus hijos para que sean hienas sobre el tablero; y que he visto a adultos que sólo sabían jugar al ajedrez (como aquel pobre tan pobre tan pobre que sólo tenía dinero); y que he visto a adultos, excelentes jugadores de ajedrez, que por lo demás eran unos catetos y unas bestias pardas.

Yo creo que casi todo puede casi todo dentro de los límites de cada cosa. Y creo que la Literatura, la lógica, las Matemáticas, la gramática, el latín y la Filosofía no son los que han fracasado, y, por lo tanto, no necesitan ni sustitutos ni refuerzos. Se puede enseñar a jugar al ajedrez de muchas maneras: y, al fin y al cabo, se trata de desarrollar una habilidad a través del estudio y la práctica. Se puede enseñar Literatura de muchas maneras: y, al fin y al cabo, se trata de desarrollar una habilidad a través del estudio y la práctica.

Prefiero quedarme con esto otro que escribió Pennac al recordar a los profesores que le ayudaron a salir de su estado de zoquete: “Sin duda tenían otros intereses, una gran curiosidad, que debían de alimentar su fuerza, lo que explicaba entre otras cosas la densidad de su presencia en clase […] Esos profesores no compartían con nosotros solo su saber, sino el propio deseo de saber. Y me comunicaron el gusto por su transmisión” (PENNAC, ob. cit., p. 221).

Comunicar el deseo de saber y el gusto por su comunicación a través de la comunicación del saber. Profesores, padres, y no sólo profesores y padres: yo, por ejemplo, no soy ni padre ni profesor. ¿Qué falla? Literatura, Matemáticas, Filosofía, judo, yoga, ajedrez. ¿De verdad no sabemos qué falla?

jueves, 15 de marzo de 2012

Nietzsche. Correspondencia. Volumen VI (octubre 1887-enero 1889)



NIETZSCHE, Friedrich. Correspondencia. Volumen VI (octubre 1887-enero 1889). Madrid: Trotta, 2012. Traducción, introducción, notas y apéndices de Joan B. Llinares.

Sabía que iba a ser una tristeza. Tenía el libro sobre la mesa y me resistía a abrirlo. Me decía que sería una pena empezarlo. Y así fue.

Y así fue porque estamos hablando del último volumen de la correspondencia de Nietzsche, y una vez que se acaba de leer el libro, una vez que se cierra, uno vuelve a quedarse solo. Puedes no empezar a leer; puedes dejar los libros en la estantería. Pero no puedes, claro. Y entonces empiezas, abres el libro, y ya no puedes soltarlo, y en un par de días lo cierras, se cierra, y te quedas solo.

Todo empieza bien: con la introducción de Joan R. Llinares. Y sigue igual de bien, o mejor. Trotta cierra la ejemplar edición de la correspondencia de Nietzsche con un trabajo inmaculado, casi perfecto (los dos o tres deslices no merecen la pena ser reseñados). Estamos ante un trabajo de traducción y edición que dignifica el proyecto y lo redime de lapsus quizás inevitables en una obra de estas dimensiones.

Me gusta la introducción de Llinares (las expectativas puestas en él no me han defraudado ni un ápice: Llinares no tenía que demostrar nada, por otra parte) porque el experto epítome introductorio no solo está escrito en una prosa clara, sin pretensiones ni alardes de especialista, sino que además da cabida a un tono emotivo que me consta muchos lectores experimentamos cuando leemos a Nietzsche. Por supuesto, esto está de más, es decir: incluso puede parecer ocioso, superfluo e incluso despreciable en un trabajo “serio” sobre Nietzsche; y, sin embargo, ¿por qué no el cariño, cuando no ofusca la objetividad; por qué esa presunta “objetividad” a todo pasto que más bien es la máscara disparatada para disparates particulares?

“Pues tengo la suerte de que mis seguidores me quieran” (NIETSCHE, ob. cit., p. 364; carta del 30 de diciembre de 1888 a Andreas Heusler).

Imagino que los lectores que estén inmersos en la lectura de este volumen han leído los anteriores. Y quizás estos mismos lectores sean los mismos que ya han leído la obra completa de Nietzsche. En cualquier caso, y arriesgándome a resultar baladí, invito a los lectores a que compaginen la lectura de este libro con el último volumen que Tecnos publicó de los fragmentos póstumos (una obra, y en especial este tomo, que uno jamás se cansa de releer): NIETZSCHE, Friedrich. Fragmentos Póstumos. Volumen IV (1885-1889). Madrid: Tecnos, 2008. Traducción de Juan Luis Vermal y Joan B. Llinares. No les importe si todavía no han leído los fragmentos previos: de la misma forma que Jünger comenzó a leer a Nietzsche “por el final”:

“Busco alivio en Nietzsche, cuya edición en quince tomos (Colli y Montinari) empiezo por el final, con los Fragmentos Póstumos. Ya en las primeras páginas, un hallazgo”[1].


De esa misma forma no perderá nada, sino que más bien lo ganará todo, si acepta la invitación que le ofrezco.

Además de la erudición y el tacto demostrados, Joan B. Llinares ejecuta como un intérprete excepcionalmente dotado una maravillosa partitura, una traducción ejemplar. Nietzsche (su probidad intelectual y su estilo) no merece menos. Sigue, así, no ya la senda del maestro Andrés Sánchez Pascual (mi objeción, admirado maestro, es por qué traducir el tercer “Hat man mich verstanden?” de la última sección de Ecce homo, “Por qué soy un destino”, como “¿Se me ha comprendido”?[2]), sino, también, la de aquel “Juan Fernández” (¿José de Caso y Blanco?[3]) que inició, de manera brillante, la traslación al español de las obras de Nietzsche, una tradición que merece la pena respetar escrupulosamente.

A este respecto, Llinares dice que las cartas intercambiadas entre Nietzsche y Brandes merecerían, por sí mismas, un volumen aparte. Esta es otra prueba de la necesidad de esta correspondencia completa. En NIETZSCHE, Friedrich. Correspondencia. Madrid: Aguilar, 1989 (traducción de Felipe González Vicen), encontramos dos cartas (del 23 de mayo de 1888, y del 4 de enero de 1889 (pp. 423-4 y p. 444  respectivamente) en esta dirección. Y en NIETZSCHE, Friedrich. Epistolario. Madrid: Biblioteca Nueva, 1999 (traducción de Jacobo Muñoz) podemos leer la misma del 23 de mayo de 1888 (pp. 225-7) y otra de noviembre de 1888 (pp. 241-2; una carta que por desgracia no sólo estaba incompleta, sino que además traducía “Soy una fatalidad” por “Soy un destino”). Pero me llama la atención que Llinares no se haga eco ni en su bibliografía ni en la introducción de la siguiente obra: BRANDES, Georg. Nietzsche. Un ensayo sobre el radicalismo aristocrático. Madrid: Sexto Piso, 2008. Traducción: José Liebermann. Libro que también recomiendo y del que escribí un sucinto comentario en http://loefimeroylahibernacion.blogspot.com/2011/10/georges-brandes-testigo-y-ejemplo.html.

Me llama la atención que no se dé cuenta de esta edición (por muy criticable que sea) cuando sí se menciona OVERBECK, Franz. La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche. Madrid: Errata naturae, 2009. Traducción e introducción: Iván de los Ríos. Obra que por supuesto también recomiendo y de la que dejé escrita otra mínima impresión: http://loefimeroylahibernacion.blogspot.com/2011/10/el-amigo-overbeck.html. Y digo “impresión” porque mi punto de vista sobre Overbeck parece que disiente diametralmente del de los demás. No importa.


[Franz Overbeck]

Para terminar con la cuestión editorial, he de añadir que los apéndices están mimados de igual manera que la introducción y el cuerpo del volumen. Así, por ejemplo, en la nota 846, p. 421, se nos obsequia con una “segunda nota de la locura” a Jean Bourdeau. También se nos regala, como es habitual en la edición de Trotta, un anexo con cartas “conservadas solo en la transcripción de Elisabeth Nietzsche y de dudosa autenticidad”. Aunque sólo sea como anécdota y curiosidad, me gustaría que le echasen un vistazo a las impresiones que Thomas Mann y el conde Harry Kessler reflejan de esta mujer en sus diarios.

Si en las cartas anteriores ya se nos ponía delante un Nietzsche casi al desnudo, ahora es casi imposible dejar de ver al hombre, y esto es lo que nos emociona y también es lo que supone el punto de partida de mi reflexión a raíz de la lectura de este volumen, y por dos motivos.

En primer lugar, estremece ser testigo del derrumbe de un hombre que con el tiempo demostró estar en lo cierto en prácticamente todo lo que dijo. No era Nietzsche un profeta, y él insistió en que no lo era: simplemente era un hombre que estaba lo bastante solo (y quizás no era lo bastante solitario) como para dar rienda suelta a su extrema lucidez, una lucidez tan apasionada como para no perder ese contacto con el suelo que no es nada más que tener ilusiones. Nietzsche se lamenta de su soledad, de no ser comprendido, de su vulnerabilidad. No puedo dejar de recordar a Kierkegaard(/Sherezade) cuando en sus diarios[4] afirmaba:

“Ésa es mi vida: ¡eterna incomprensión! No comprenden mis sufrimientos y me pagan con odio” (KIERKEGAARD, ob. cit., p. 204).

Y también:

“Además, yo también soy un hombre, también a mí me gustaría una vida feliz en esta tierra” (KIERKEGAARD, ob. cit., p. 283).

Sentencia esta que no deja de evocar otra del final de René[5]: “Pues la felicidad no existe fuera de los senderos comunes”.

Algo de eso sabía Nietzsche, quien en innumerables ocasiones nos parece una verdadera alma cándida, semejante a aquellos inexpugnables soldados rusos del zar Alejandro que en marzo de 1814 entraron en París: “Soldados rusos de la guardia, de seis pies de alto, eran guiados por las calles por pilletes franceses que se burlaban de ellos, como si fueran títeres y máscaras de carnaval”[6].

Se diría que los últimos excesos de Nietzsche son la inevitable (y equilibrada) compensación de un espíritu elevado que ha sufrido demasiado e injustamente sin reaccionar más allá del umbral de la cortesía. Y todo tiene un límite.


[Georg Brandes]

Pero Nietzsche tenía un extraño recurso: su enfermedad. Decía Kierkegaard en su diario:

“La salud física y el bienestar físico inmediato son un peligro mucho mayor que las riquezas, que el poder y la reputación…” (KIERKEGAARD, ob. cit., p. 285).

La segunda reflexión que me suscita la lectura de estas cartas tiene que ver con una obra que ¿increíblemente? todavía no está traducida al castellano: NORRIS, Margot. Beasts of the Modern Imagination. Baltimore: The John Hopkins University Press, 1985.

Esta obra, de inestimable valor dialéctico, establece una presunta “tradición biocéntrica” y para ello nos habla de sus representantes: Darwin, Nietzsche, Kafka, Max Ernst y D. H. Lawrence. A Margot Norris, hablando de Kafka, ya la hemos mencionado en este blog, y en breve aparecerá otro artículo, Succedoque oneri, en el que también se tendrá presente su excelente análisis The Decentered Universe of Finnegans (Wake. Baltimore: The John Hopkins University Press, 1976).

Pues bien, opino que el corazón del libro de Margot Norris es el ensayo “Nietzsche’s Ecce Homo: Behold the Beast” (ob. cit., pp. 73-100). Merece la pena dialogar con Norris, porque en todas sus obras pone en la palestra la radical cuestión de la comunicación: es decir, de la mera posibilidad de la lectura: es decir, de la absoluta posibilidad de la crítica y la hermenéutica. Su tesis radica en la realidad de una producción, a través del arte, de un lenguaje no lingüístico, no mimético, sino gestual: animal. Un lenguaje en el que sólo es posible “comunicar” ciertos mensajes y que sólo resulta comprensible si nos valemos del mismo “lenguaje” (un asunto central, por supuesto, también en su trabajo sobre el Finnegans Wake). Para Margot Norris, Ecce homo es “his [de Nietzsche] ontological gesture” (NORRIS, ob. cit., p. 95).

¿Cuál es el problema? El que ella misma identifica cuando llega a “Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos” (NIETZSCHE, Ecce homo, ed. cit., p. 55). Para salvar este obstáculo argumenta:

“Here, in Ecce Homo, he resists his proleptic ontological extrusion by restoring, at least literally, the excess of himself to his writing” (NORRIS, ob. cit., p. 95).

Pero no convence. Y no convence aunque veamos que Nietzsche pasa de tildarse planta exótica a mero animal para afianzarse en su “Dein altes Geschöpf” a su madre y en sus finales auto denominaciones como “Das Unthier”. Planta-animal-criatura-monstruo. Sí. Pero hay más:

Aunque el 3 de enero de 1889 diga a Cosima Wagner: “Es un prejuicio que yo sea un ser humano” (NIETZSCHE, Correspondencia VI, ob. cit., p. 372), en la ya citada carta a Heusler se denomina a sí mismo “el animal más rico de espíritu”. Pero esto no es todo. En un borrador de carta a Meta von Salis (8 de diciembre de 1888; p. 320), afirma ser “el primer ser humano de todos los milenios”. Al hablar sobre El crepúsculo de los ídolos, dice Nietzsche (en carta del 25 de noviembre de 1888; pp. .302-3), que se ha colocado “por encima de la humanidad […] con toda violencia yo me presento como el tipo antitético de la especie de ser humano que ha sido venerada hasta ahora”. Fijémonos en que precisa “el tipo”. Para concluir, quiero citar una carta a Overbeck del 13 de noviembre de 1888, cuando los síntomas de enajenación mental aún no se habían manifestado, y hablando de Ecce Homo: “El tono del escrito es sereno y lleno de fatalidad, como todo lo que yo escribo” (p. 288).

En cualquier caso, Margot Norris introduce una línea interpretativa que se aleja del “logocentrismo” (lo del “falo” ya no me lo tomo ni en serio ni a chirigota, me perdonarán que no le dedique ni un segundo más que este recordatorio) tan de moda en las lecturas digamos que “postmodernas”. Así: “Ecce Homo is Nietzsche’s assertion of the health and power behind his ‘wisdom’, ‘cleverness’, and ‘ability to write such good books’” (NORRIS, ob. cit., p. 78).

Parece que volvemos a Kierkegaard y a su argumento el problema no es la razón, sino la salud. Y, en este sentido, también nos viene a la mente otro libro ¿increíblemente? no traducido al español: el de David Farrel Krell Infectious Nietzsche (Bloomington: Indiana University Press, 1996)[7].

En su conclusión y post scríptum dice:

“2. The biopositive effects of infection may be an invention of hokey medicine, but that invention will haunt those of us who know that in order to do good work you just about have to kill yourself. […] 3. ‘The great health’ is both parodic and tragic. It expresses a double-bind in our reading and writing, including the ecce: infectious rhetoric is as unreadable as illness and health “in themselves” are undecidable – at least until death do us part […] The death of God never troubled us, because we believed that God died so that Eros might live. Now that Eros is in its final throes, not merely poisoned by the culture of Christendom but in our own secular and infectious age administered the lethal dose, one wonders what could possibly keep Thanatos at bay a while longer […]” (KRELL, ob. cit., p. 211-2).


Habría que poner a dialogar a Margot Norris con David Krell y con los casi infinitos discursos de la postmodernidad. Para esto, como para tantos otros gruesos y delicados matices, nos vale Paul de Man[8]:

Para el caso del estructuralismo de Margot Norris: “All structures are, in a sense, equally fallacious and are therefore called myths” (de MAN, ob. cit., p. 10).

Y para el del neo-vitalismo postmoderno: “Is not this sense of the unity of forms being supported by the large metaphor of the analogy between language and a living organism, a metaphor that shapes a great deal of nineteenth-century poetry and thought?” (de MAN, ob. cit., p. 27).

Yo, señores, me quedo con el que fue, para mí, uno de los hombres más inteligentes, junto con Robert Musil, del siglo pasado:

 “Cuando Nietzsche dice: ‘pues todo placer pide eternidad’, eso es una apreciación titánica: los titanes son amos del tiempo y gozan de él. Pero en el fondo, el placer no pide eternidad sino destrucción del tiempo y atemporalidad” (JÜNGER, ob. cit., p. 235).



[1] JÜNGER, Ernst. Pasados los setenta III. Diarios (1981-1985). Barcelona: Tusquets, 2007, p. 200. Traducción de Carmen Gauger.
[2] NIETZSCHE, Friedrich. Ecce homo. Madrid: Alianza, 1989, p. 132. Traducción de Andrés Sánchez Pascual.
[3] SOBEJANO, Gonzalo. Nietzsche en España (1890-1970). Madrid: Gredos, 2004. Véase “Traducciones españolas de Nietzsche durante el período 1900-1910”, pp. 67-82. Huelga decir que poco o nada puede entender de cómo se ha llegado a editar, últimamente, la correspondencia (Trotta), los fragmentos póstumos y la obra completa (Tecnos) de Nietzsche en español, quien no haya leído esta soberana muestra de trabajo intelectual.
[4] KIERKEGAARD, Sören. Diario íntimo. Barcelona: Planeta, 1993. Traducción de María Angélica Bosco.
[5] CHATEAUBRIAND, François de. René. Atala. Madrid: Cátedra, 1989, p. 136. Traducción de Patricia Martínez.
[6] CHATEAUBRIAND, François de. Memorias de ultratumba.  Barcelona: Acantilado, 2007, p. 1162. Traducción de José Ramón Monreal.
[7] Por si Krell necesita presentación, diremos que es el responsable de la excelente traducción al inglés (¿tal vez siguiendo la estela de Walter Kaufmann?) del Nietzsche de Heidegger. ¿Y qué sucede con el Nietzsche de Jaspers? No me consta que esté traducido al español (quizás me equivoco); sí al inglés por Charles F. Wallraff y Frederick J. Schmitz, gracias a los que he leído el libro. Lo mismo sucede con el Nietzsche de Walter Kaufmann, por otra parte.
[8] de MAN, Paul: Blindness & Insight. London: Routledge, 1993.

sábado, 10 de marzo de 2012

Esperé un dios en mis días. Luis Cernuda. PODCAST






Esperé un dios en mis días
para crear mi vida a su imagen,
mas el amor, como un agua,
arrastra afanes al paso.

Me he olvidado a mí mismo en sus ondas;
vacío el cuerpo, doy contra las luces;
vivo y no vivo, muerto y no muerto;
ni tierra ni cielo, ni cuerpo ni espíritu.

Soy eco de algo;
lo estrechan mis brazos siendo aire,
lo miran mis ojos siendo sombra,
lo besan mis labios siendo sueño.

He amado, ya no amo más;
he reído, tampoco río.


Chess & Brod



[John Cage. Chess pieces]

In Max Brod’s novel The Kingdom of Love (London: Martin Secker, 1930. Translated by Eric Sutton), chess is mentioned three times:


In the so-called Unicorn Bar the chess players sat on undisturbed. The ladies in their deck-chairs lay, enveloped in their plaid rugs, immovable in a sort of lizard- like petrifaction. The white-haired Don Juan was staring calmly into his coffee-cup” (op. cit., p. 9).

And now, - it seemed uncommonly as though he lay, check-mated, on the barbed wire” (op. cit., p. 204).

This started one of those arguments that are like the conventional moves in the opening of a game chess. No surprises are possible. The rules are always kept” (op. cit., p. 243).

Ajedrez – Pizarnik


AJEDREZ

todavía la enclítica no destruye
los peones reverentes ante él
millares de montañas
revientan exquisitas
delante del sol rojo
(no sol amarillo)
pensar innato en moldeadas rejas
torta trashumeante de vela sin fogón
quisiera ser masa lingüística
para cortarle la barba
ondas en preciosa lumbre
alzar bandera gratuita
kilómetros de nueces
y golpes en relevante torniquete


(La tierra más lejana.  Publicado en 1955. PIZARNIK, Alejandra. Poesía completa. Barcelona: Lumen, 2011, p. 26)


___

PIZARNIK, Alejandra. Diarios. Barcelona: Lumen, 2003.


Disponer los días como frente a un tablero de ajedrez”.

(Entrada  de los diarios del 26 de julio de 1955, en ob. cit., p. 40).


Los poemas de [tachado] me sugieren a un señor que está jugando una infinita partida de ajedrez y que, como no puede fumar, para colmar su hastío escribe poemas”.

(Entrada de los diarios del 21 de noviembre de 1957, en ob. cit., p. 90).

miércoles, 7 de marzo de 2012

Am I my brother’s keeper?


    Titian’s Cain and Abel
          
                 One of the most prominent aspects in Dostoyevsky’s The Brothers Karamazov is that every one of its pages displays his unrelenting love for mankind. Allow me to remind you of the fine sensibility with which he portrays Russian peasants, servants, men of law, criminals, religious fanatics, stray characters, dim-witted women, alcoholics (why so many of them?!) and so on. Not many writers have been able to create such a wide diversity of characters in such depth. Very few of these, if any, could be classified as “good” by today’s strict standards of morality. However, Dostoyevsky manages to make them all believable, absolutely real and multidimensional. And even lovable in spite of all their shortcomings.  

               Dostoyevsky’s vision of the world had a religious basis: he was a believer, but not one full of bigotry or fanaticism. He was much too intelligent for that and loved life too deeply. He didn’t want to annihilate but to entice. All throughout his book one can feel his devotion for life and his desire to tell the truth: life must be accepted as is, in spite of all its hardship. Nietzsche would also write about this some years later: he called it amor fati (after Marcus Aurelius). This doesn’t mean resignation; humans are definitely not “designed” for resignation, not thorough human beings, anyway, just as they are not made for shallow enjoyment. Amor fati means acceptance of facts, of reality as is. Denying it won’t change it a bit. Setting our goals of happiness in another life after death means denying the world, would say Nietzsche, whose views against religion and moral rules were firm. Dostoyevsky did have faith.  So, how can it be understood that Nietzsche admired him so much and was so greatly influenced by him?
            
                                            
  
                The answer can only lie in the fact that Dostoyevsky’s proposals are overwhelmingly believable. He is not playing with truth, he is not disguising it, either, he is just exposing it, all its crudity as well as all its beauty.  And he transmits us his thirst for life, for that is what we have: an immensity of joy and pain, of ugliness and perfection. Life is multiform and complex, just like Dostoyevsky‘s characters. Why not learn to love it?

                Neither Dostoyevsky’s nor Nietzsche’s views were romantic. Dostoyevsky goes as far as to ask us to love pain and suffering, simply because they are part of life. Nietzsche didn’t believe in god, but his passion for life was unrivalled, and even braver, we dare say, as he expected no divine reward afterwards. But both shared the same sincere vision of life and unequalled honesty to describe it.

                After giving it a lot of thought so many questions arise, and perhaps the first one is: one can accept all the above intellectually, certainly, but how to accept the existence of evil? How to deal with it? This is precisely Ivan Karamazov’s main preoccupation, the reason why he had lost all faith in god and life. He kept wondering why children had to suffer, innocent of all mischief as they are since they haven’t tasted the fatal apple and therefore cannot tell good from evil. How could anyone stand the suffering of one single child, even if it was the condition to save the whole mankind? Why such suffering, why such evil? Who is responsible for that? Some fathers are not good fathers, that is for sure. Ivan knew that well, for he had been abandoned by his own father. Did he have to feel guilty for not loving him? Was he guilty for not believing in god?


  Snowstorm by Turner
   
                 But he didn’t kill his father, or… did he? Everybody knew the tragedy was imminent. There was too much hatred with such a depraved father as head of the family. Dimitri, his elder brother, was evidently going to kill him soon, so full of rage as he was. What did Ivan do about it? He fled away. Perhaps he thought: “Am I my brother’s keeper?”, as the Bible reads. Why should I feel responsible for his actions?

                Dostoyevsky doesn’t condemn him, but he shows us that Ivan could certainly have, at least, tried to prevent the crime. His intelligence, sensibility and education were superior to his brothers’. And he was well aware of Dimitri’s wild unbridled character and the rivalry between him and their father.

                Ivan left and an obscure Karamazov force, Smerdyakov, Fyodor Karamazov’s illegitimate son, committed the announced crime out of bitterness and resentment.

                The question “Am I his keeper?” appears several times throughout the book. And one other idea is equally recurrent: everyone is responsible for everybody else’s sins. Could this mean for Dostoyevsky that, all of us sharing the same conscience, we know better and cannot just look the other way? Isn’t the actual murderer as guilty as the person who allows the crime? Talking, as Dimitri used to do, is not killing. Not acting is the same as acting when a benefit is involved. And Ivan left. He hated his father as everyone else did. Not everything is licit, whether god exists or not. Ivan realizes this much too late, after a life’s struggle between faith and freedom. Where does the difference lie?, seems to be Dostoyevsky’s answer.

                             
 Cain kills Abel by Gustave Doré