Henry
and June (1931-1932). London: Penguin, 1990, 274 pp.
Incest
(1932-1934). New York:
Harcourt Brace & Company, 1992, 418 pp.
Fire
(1934-1937). New York: Harcourt
& Company, 1995, 434 pp.
Queridos amigos: no hace falta
que vayan a visitarme al hospital: no fue necesario mi ingreso. Quienes me
quieren (sí, los hay) me lo habían advertido: “No lo hagas, es una locura, va a
acabar contigo, es un suicidio, no sobrevivirás”. Yo no pensé aquello de que el
mundo es de los valientes, sino que me limité a seguir mi manía de no seguir
consejos y me zampé los tres volúmenes como el idiota que un mal día suelta en
voz alta: “A que me como doce guindillas”. He sobrevivido, sí, pero siento que
mi estómago literario tardará mucho en reponerse.
Ahora bien, a quienes les
gusten los parasitoides con habilidad para escribir, estos tres volúmenes de
los “diarios de amor” de Anaïs Nin los disfrutarán más que una bacanal. ¿Y qué
es un parasitoide? Pues un bicho (disculpen que emplee tecnicismos) que está
entre el parásito y el depredador: mientras es una larva, parasita; cuando deja
de ser una larva, abandona al hospedador y este muere; entonces se mueve por
ahí a su antojo – depredando.
Incluso creo que Anaïs Nin
estaría de acuerdo con esta descripción; bueno, lo estaría si hubiese empleado
términos como “amor”, “pasión”, “magia”, “sueño”, “totalidad”, “poesía”,
“creación”, “sentimiento”, “sensación”, “música” y, sobre todo, “vida”. Pero,
mala suerte, no lo hago.
Y no lo hago porque me resulta
imposible. Anaïs Nin miente, engaña, miente, se miente, manipula, miente,
utiliza, miente, finge, miente y, no sé si lo he dicho ya, miente. En
principio, esto no debería importarnos, ¿no? Ya estamos de vuelta de todo y
podemos colocarnos más allá del bien y del mal y pensar en un vitalismo que se
sostiene en una concepción estética del mundo. Lo malo es que ni con el sano
cinismo hay quien soporte a la Nin. Porque escribe mal y demasiado, y el
disgusto y el hartazgo, hasta donde alcanzo, no son sensaciones estéticas. Y
porque podemos recordar lo que alguien dijo: “Zuletzt kommt es darauf an, zu
welchem Zweck gelogen wird”.[1] Entonces, Nin tampoco se
salva, pues su finalidad es solamente una: hacer lo que le dé la santísima
gana, y si para eso tiene que mentirse, sea, y si tiene que no pensar, amén.
A pesar de las cientos de
páginas en las que menciona el sueño, la poesía, la creación, el misticismo, el
amor y el sentimiento, todo este escribir suyo resulta frío, estéril, sin
interés, como si lo hubiese inscrito un mono ciego y loco con un escalpelo, o
alguien con megalomanía y afán de impresionar, o quien necesita justificarse
constantemente, lo que conduce a un mentirse furioso y vertiginoso que siempre
termina igual: uno se da la razón a sí mismo y no sólo se perdona, sino que se
encuentra maravilloso. Y todo esto lo escribe quien no para de hablar del
psicoanálisis, quien, incluso, de hecho, trabajó como analista… Ay, Dios, y
cómo no iba a escribir Freud sobre el psicoanálisis silvestre…
Desde el punto de vista
intelectual, los diarios carecen del más mínimo valor. Aburre la falta de
cultura, inteligencia, ideas. ¿Y para qué escribir, entonces, aunque sea con el
supuesto fin de ensalzar el amor, los sentimientos y la vida? Yo no entiendo
nada. Desde el punto de vista literario, podrían dejar su lugar a los cómics de
Ibáñez: las estanterías saldrían ganando. Y hay otros puntos de vista, por
supuesto: el de aquel a quien le gusta leer la palabra follar, o el de quien
disfruta leyendo escenas eróticas, etc. En resumen, también están los puntos de
vista de quienes leen para tener reacciones fisiológicas, igual que hacen puenting o prueban la cocaína.
[Sí, ya sé que esta imagen no reproduce la portada de un libro, pero
sucede que mi edición de Henry & June
reproduce, gracias a ese imbatible instinto de los editores (instinto si no de
literato, sí de tendero), el cartel de la película que por aquel entonces se
llevó al cine sobre este libro]
¿Interesarían a alguien estos
diarios, llenos de frases estúpidas por parte de una mujer vanidosa hasta la
náusea, si en vez de Anaïs Nin, Otto Rank o Henry Miller nos encontrásemos con
una esposa cualquiera de treinta años que vive de su marido, vendedor de
seguros, mientras se la pega con el frutero y el butanero? Pues quizás tendría
su gracia durante cincuenta páginas, y eso si estuviesen bien escritas, claro.
Pero está Henry Miller, y eso es lo único por lo que se puede soportar la
ordalía de leer estos diarios, porque pone un poco de honestidad y sensatez,
como cuando le dice a una Anaïs ¡¡¡celosa!!!: “You pay the penalty for your
lies. It makes everything unreal”.[2]
Hay que leer las cartas
(¡porque es tan divina que incluye sus propias cartas!) a Otto Rank o a
Lawrence Durrell para sentir cómo el alma (que ya se te había caído a los pies
tras cientos y cientos de páginas leyendo lo estupenda que es Anaïs) empieza a
escarbar y se te hunde en un infierno de incredulidad y desesperación. Pero he aquí un breve ejemplo del
talento de esta mujer: “Marcel Duchamp passes by, looking like a man long
burried who plays chess instead of painting because that is the nearest to
complete immobility, the best pose for a dead man. Eyes of glass and skin of
wax”.[3]
Duchamp, un hombre muerto… Lástima que cuando ni Cristo (ni las feministas)
se acuerde ya de Anaïs Nin en este mundo, siga vivo y bien sujeto al suelo el
perchero de Duchamp. Y es que mientras unos presumen de vivir y dar la vida y
engendrar creaciones, otros no presumen: lo hacen.
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