viernes, 11 de mayo de 2012

Bertrand Russell. ¿Inteligencia ortodoxa? ¿Dogmatismo de la razón?


RUSSELL, Bertrand. Por qué no soy cristiano. Barcelona: Edhasa, 1979. Traducido por Josefina Martínez Alinari.


Si he anotado bien, el texto más antiguo que recoge este volumen es de 1899 (para atacar la filosofía hegeliana, no podía ser de otra manera en aquella época y por parte de un anglosajón cientificista; lo mismo hizo en su momento William James, pero también es cierto que a este la manía se le pasó, de manera bastante hilarante, con el gas de la risa, u óxido nitroso, si bien James fue presidente de la Society for Psychical Research, lo que a algunos les puede mover como mínimo a la sonrisa pero que a la Blavatsky la movió al descrédito, o bien podría haberlo hecho si sus seguidores hiciesen el más mínimo caso a lo que dicen los amigos del método empírico), y el último data de 1954.

Recordemos, grosso modo, lo que sucedió en Occidente durante ese medio siglo: una guerra mundial (la primera científica, a pesar de lo que dice Milton en El Paraíso perdido); derrumbe del mito del progreso en función de la ciencia como razón de la razón y de la razón como método para alcanzar la “felicidad”; surgimiento de la sinrazón en el arte; otra guerra mundial (más el invento del matadero a escala industrial); advenimiento de la aculturización al ser los Estados Unidos el nuevo centro del mundo; guerra fría (es decir, amenaza de aniquilación total vía bomba atómica). Un panorama idílico. Y se supone que nosotros, los que padecemos la Historia, hemos de reconocer humildemente que somos enanos y con todo el orgullo que eso da tenemos que buscar siempre a los gigantes a cuyos hombros subirnos.

En Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell se declara agnóstico (en relación, por supuesto, a todo lo que no puede pesar, medir y contar la ciencia o bien por ahora o probablemente nunca, según los límites que él pensaba eran los de la ciencia, límites que además de ser agnóstico le obligan a confesar una y otra vez su ignorancia o su incomprensión acerca de casi todo) y racionalista a ultranza. Él está convencido de que con inteligencia y bondad, y a través de la educación, el mundo podría ser (casi) paradisíaco. Según Russell, el único problema es la irracionalidad y su correlato práctico: la ortodoxia, también llamada intolerancia. Bertrand Russell, de hecho, parece hacer de la bondad el sinónimo de la inteligencia (entendida como razón que trabaja lo más aproximadamente posible como el método científico). Según el eminente lógico, las cuestiones morales (qué está bien y qué está mal), son cuestión de sentimiento, un sentimiento que, por lo visto, es una reacción contextual e inmediata a un cálculo rapidísimo de beneficios que posibilitan beneficios (algo así, digo yo, como la “moral provisional” de Descartes). Tiene claro que “La inteligencia, hay que decirlo, ha causado nuestros males; pero la falta de inteligencia no los curará. Sólo una inteligencia mayor y más prudente puede hacer más feliz al mundo” (p. 214). Ni Habermas podría haber enunciado con mayor concisión este credo del fanatismo racionalista.


Porque ¿se puede hablar de inteligencia ortodoxa, de dogmático fanatismo de la razón? Al leer los monólogos de Bertrand Russell, el humor que pone en ellos nos ablanda, nos hace benevolentes, pero no nos impide ver que el lógico lo que demuestra es ser un maestro de la retórica. ¿Y dónde queda esto evidenciado? Pues en “La existencia de Dios. Un debate entre Bertrand Russell y el Padre F. C. Copleston, S. J.” (pp. 176-203).

¿Por qué? Porque el diálogo arroja tres conclusiones: una, que Russell no deja de contradecirse (la razón por encima de todo, pero en cuestiones morales se aferra a los sentimientos; la verdad por delante y fuera el criterio pragmático, pero en la cuestión del bien y el mal lo que prima es un cálculo de beneficios; el conocimiento lo es todo, pero con el método científico una y otra vez uno ha de declarar su ignorancia o empeñarse en decir que no entiende lo que sin el dogma del método se entiende perfectamente; tontería es empeñarse en las religiones porque se ha demostrado que son nocivas debido a que son dogmáticas y oscurantistas, pero él se empeña en la ciencia y el método científico a pesar de que se ha demostrado que ha aportado los medios para las mismas salvajadas que el oscurantismo religioso), contradicciones que dejan al aire que su lógica es pura retórica o declaración de buenas intenciones dogmáticas; dos, que no existe diálogo cuando se parte de premisas mutuamente contradictorias (y, de hecho, ambos tienen que terminar monologando recapitulaciones); y, tres, que donde esté un diálogo entre hombres de carne y hueso que se quiten (al menos durante un rato) los monólogos corales de Platón.

Imagino que la rabia racionalista de Russell es una reacción tan lógica como ilógica al colapso del racionalismo como ideología tras las dos guerras mundiales. El sueño de la razón produce monstruos, sin duda, y esta anfibología nos da la clave de la monstruosidad: monstruos cuando la razón se pone a soñar, y monstruos cuando se adormece la razón. Y la razón calcula, nada más, y casi siempre se equivoca; y la ciencia pesa, mide y cuenta bastantes pocas cosas, si somos sinceros (y no nos dejemos embaucar por los artilugios con que nos hace la vida “más cómoda” a través de la tecnología); y todo método empleado fuera de su campo de acción es o metáfora inane o metáfora nociva. Y, en resumen, también existe el dogmatismo ortodoxo, intolerante, oscurantista y dañino de la razón (como lo hay del sentimiento, de la estupidez, de la fe, de la maternidad o de ser bípedo implume y con uñas). Pero eso no es racionalismo (porque poco tiene que ver con la razón, y habría que cambiarle el nombre a ese credo),  y nada tiene que ver con la inteligencia que algunos fanáticos tratan de monopolizar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario