RUSSELL, Bertrand. Por qué no soy
cristiano. Barcelona: Edhasa, 1979. Traducido por Josefina Martínez Alinari.
Si he anotado bien, el texto
más antiguo que recoge este volumen es de 1899 (para atacar la filosofía
hegeliana, no podía ser de otra manera en aquella época y por parte de un
anglosajón cientificista; lo mismo hizo en su momento William James, pero también
es cierto que a este la manía se le pasó, de manera bastante hilarante, con el
gas de la risa, u óxido nitroso, si bien James fue presidente de la Society for
Psychical Research, lo que a algunos les puede mover como mínimo a la sonrisa
pero que a la Blavatsky la movió al descrédito, o bien podría haberlo hecho si
sus seguidores hiciesen el más mínimo caso a lo que dicen los amigos del método
empírico), y el último data de 1954.
Recordemos, grosso modo, lo
que sucedió en Occidente durante ese medio siglo: una guerra mundial (la
primera científica, a pesar de lo que dice Milton en El Paraíso perdido); derrumbe del mito del progreso en función de
la ciencia como razón de la razón y de la razón como método para alcanzar la “felicidad”;
surgimiento de la sinrazón en el arte; otra guerra mundial (más el invento del
matadero a escala industrial); advenimiento de la aculturización al ser los
Estados Unidos el nuevo centro del mundo; guerra fría (es decir, amenaza de
aniquilación total vía bomba atómica). Un panorama idílico. Y se supone que
nosotros, los que padecemos la Historia, hemos de reconocer humildemente que
somos enanos y con todo el orgullo que eso da tenemos que buscar siempre a los
gigantes a cuyos hombros subirnos.
En Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell se declara agnóstico (en
relación, por supuesto, a todo lo que no puede pesar, medir y contar la
ciencia o bien por ahora o probablemente nunca, según los límites que él
pensaba eran los de la ciencia, límites que además de ser agnóstico le obligan a
confesar una y otra vez su ignorancia o su incomprensión acerca de casi todo) y
racionalista a ultranza. Él está convencido de que con inteligencia y bondad, y
a través de la educación, el mundo podría ser (casi) paradisíaco. Según Russell,
el único problema es la irracionalidad y su correlato práctico: la ortodoxia,
también llamada intolerancia. Bertrand Russell, de hecho, parece hacer de la
bondad el sinónimo de la inteligencia (entendida como razón que trabaja lo más
aproximadamente posible como el método científico). Según el eminente lógico, las
cuestiones morales (qué está bien y qué está mal), son cuestión de sentimiento,
un sentimiento que, por lo visto, es una reacción contextual e inmediata a un cálculo
rapidísimo de beneficios que posibilitan beneficios (algo así, digo yo, como la
“moral provisional” de Descartes). Tiene claro que “La inteligencia, hay que
decirlo, ha causado nuestros males; pero la falta de inteligencia no los curará.
Sólo una inteligencia mayor y más prudente puede hacer más feliz al mundo” (p. 214).
Ni Habermas podría haber enunciado con mayor concisión este credo del fanatismo
racionalista.
Porque ¿se puede hablar de
inteligencia ortodoxa, de dogmático fanatismo de la razón? Al leer los monólogos
de Bertrand Russell, el humor que pone en ellos nos ablanda, nos hace
benevolentes, pero no nos impide ver que el lógico lo que demuestra es ser un
maestro de la retórica. ¿Y dónde queda esto evidenciado? Pues en “La existencia
de Dios. Un debate entre Bertrand Russell y el Padre F. C. Copleston, S. J.” (pp.
176-203).
¿Por qué? Porque el diálogo arroja
tres conclusiones: una, que Russell no deja de contradecirse (la razón por
encima de todo, pero en cuestiones morales se aferra a los sentimientos; la
verdad por delante y fuera el criterio pragmático, pero en la cuestión del bien
y el mal lo que prima es un cálculo de beneficios; el conocimiento lo es todo,
pero con el método científico una y otra vez uno ha de declarar su ignorancia o
empeñarse en decir que no entiende lo que sin el dogma del método se entiende
perfectamente; tontería es empeñarse en las religiones porque se ha demostrado
que son nocivas debido a que son dogmáticas y oscurantistas, pero él se empeña
en la ciencia y el método científico a pesar de que se ha demostrado que ha aportado
los medios para las mismas salvajadas que el oscurantismo religioso),
contradicciones que dejan al aire que su lógica es pura retórica o declaración
de buenas intenciones dogmáticas; dos, que no existe diálogo cuando se parte de
premisas mutuamente contradictorias (y, de hecho, ambos tienen que terminar
monologando recapitulaciones); y, tres, que donde esté un diálogo entre hombres
de carne y hueso que se quiten (al menos durante un rato) los monólogos corales
de Platón.
Imagino que la rabia
racionalista de Russell es una reacción tan lógica como ilógica al colapso del
racionalismo como ideología tras las dos guerras mundiales. El sueño de la razón
produce monstruos, sin duda, y esta anfibología nos da la clave de la
monstruosidad: monstruos cuando la razón se pone a soñar, y monstruos cuando se
adormece la razón. Y la razón calcula, nada más, y casi siempre se equivoca; y
la ciencia pesa, mide y cuenta bastantes pocas cosas, si somos sinceros (y no
nos dejemos embaucar por los artilugios con que nos hace la vida “más cómoda” a
través de la tecnología); y todo método empleado fuera de su campo de acción es
o metáfora inane o metáfora nociva. Y, en resumen, también existe el dogmatismo
ortodoxo, intolerante, oscurantista y dañino de la razón (como lo hay del
sentimiento, de la estupidez, de la fe, de la maternidad o de ser bípedo
implume y con uñas). Pero eso no es racionalismo (porque poco tiene que ver con
la razón, y habría que cambiarle el nombre a ese credo), y nada tiene que ver con la inteligencia que
algunos fanáticos tratan de monopolizar.
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