Kleist no deja claro si la
mendiga de Locarno está viva o muerta. Por lo que cuenta en el relato homónimo,
lo más probable es que esté muerta: la mendiga era vieja y pasaron muchos años
desde que el Marqués la obligara a abandonar su rincón para que se ocultase
detrás de la estufa. El tiempo suele matar a la gente.
Así que podemos pensar que la
mendiga murió y que era su cadáver el que a las doce de la noche, haciendo
ruido sobre la paja, y entre lamentos, se movía para volver de la estufa al
rincón en el que la compasiva ama de llaves la había alojado. “Era su cadáver”
es tanto como decir que era su fantasma, quizás la esencia de la mendiga, y
quién abandona jamás su naturaleza menesterosa.
El Marqués quería vender el
castillo. El comprador salió huyendo porque dijo que había fantasmas. La gente
empezó a hablar de fantasmas. Sólo el interés, esa trampa mortal disfrazada de
seguro de vida, pudo conseguir que el Marqués y su esposa encontrasen el valor
necesario para afrontar su miedo. La Marquesa huyó a las doce de la noche. El
Marqués prendió fuego al castillo: estaba cansado de vivir.
Vivir cansa, eso es un hecho.
Y vivir cansado es vivir como un fantasma, un fantasma inverso, opuesto a aquel
fantasma que es la esencia de lo vivo: queda la tan imprescindible como
superflua carcasa que va devorando el tiempo. Entonces, el Marqués ya estaba
muerto, era un cadáver que duraba, y la mendiga seguía viva porque si fue al
castillo en busca de auxilio eso significa que quería seguir con vida, que
todavía no estaba cansada de vivir. Al Marqués le venció el cansancio cuando no
pudo seguir negando que su memoria era el mundo en el que habitaba el fantasma
de su víctima.
Y es que se trata de un
verdugo muy débil, de esos que no mueren a tiempo, justo con su víctima, y se
empeñan en esa negación que es el olvido y que no es otra cosa que el
cementerio de la memoria, el fértil campo de la perenne vida de los fantasmas
más vivos que los que se dicen vivos.