Me entero, como siempre de
casualidad, sin querer y tarde, de que el 1 de marzo el jurado del Premio
Internacional de Periodismo Miguel Hernández tomó la decisión de declararlo
desierto debido a la baja calidad de los quince artículos que optaban a los
ocho mil euros del premio.
A mí esto, qué quieren que les
diga, me sorprende y no me sorprende. Me sorprende que el jurado de un concurso
demuestre que el premio no estaba dado y, por lo tanto, era un auténtico concurso,
y que tenga el valor de fallar con acierto. Por otro parte, no me sorprende que
un concurso de escritura, especialmente de escritura periodística, quede
desierto. Y ahí voy.
Igual que hay quien pronuncia
muy bien para no decir nada, hay quien es capaz de redactar obviedades más o
menos ingeniosas respetando la ortografía y la gramática, y como el nivel de lo
publicado (aquello que reúne a los que escriben, a los que hacen negocio con lo
escrito, y a los lectores) es tan bajo, se confunde el subsuelo con el suelo,
por no decir con el edificio.
Hoy, basta con los rudimentos
de la redacción que se les exigen a los niños de Primaria para destacar y
deslumbrar. Quien no comete faltas ortográficas ni errores gramaticales, es
capaz de construir oraciones que no se ajusten al orden sujeto-verbo-predicado,
y emplea alguna que otra subordinada, ya es celebrado de genio para arriba por
tenderos y consumidores. Lo mínimo, que no es nada, se toma como si fuese lo máximo,
error del mismo calibre que el que consiste en no identificar lo mínimo con lo
imprescindible, o en equiparar lo necesario con lo suficiente. En arte solo hay
dos pecados: lo superfluo y lo insuficiente.
(En una nota a pie de página,
Gómez de la Serna exigía que no se echara a Cervantes a los pies de los
escritores como un tronco en medio del camino. Por lo visto, eran buenos
tiempos: los enemigos eran los cervantinos profesionales. Ahora, la censura la
ejercen los que no son capaces de escribir de manera libre y compleja, y los
que no son capaces de leer a Joyce, Proust o Beckett).
Y no hay más que ver quiénes
publican con mayor profusión, quiénes venden más, quiénes son más leídos (o
comprados): los periodistas, esos intermediarios que venden más porque salen
con mayor frecuencia en los medios de comunicación de masas y, por lo tanto,
son más o menos famosos, y no, casi nunca, por el valor literario (ni
intelectual) de lo que escriben.
(Un editor, con fama de digno
profesional, me confesó que él solo publicaba a gente que salía en la televisión
o en la radio. ¿Cuánta caja eres capaz de hacer? Este es el nivel, Maribel).
Cuando la hacen los
periodistas (y que vengan Larra o Azorín a rectificarme), y la leen los mismos
que se aferran al suplemento dominical, la Literatura está tan desierta como el
Premio Internacional Miguel Hernández.
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