A escasos dos metros del
escenario, puede verse cómo parpadean los actores y casi se nota su aliento en
la cara. Esto es lo que ocurre en la Sala de la Princesa del Teatro María
Guerrero. Esto es lo que ocurre desde el 15 de marzo hasta el 28 de abril:
Kafka (Jesús Noguero) se debate entre Felice (Beatriz Argüello) y la escritura
con Max Brod (Chema Ruiz) como testigo.
Luis Araújo, autor de la obra,
afirma que “El texto que van a ver representado es una versión reducida
adaptada a las necesidades de duración del espectáculo y fruto del trabajo
colectivo con todo el equipo de montaje”. No he leído el texto original, pero
después de haber presenciado la presente versión, apostaría a que aunque lo
breve, dos veces bueno, no puede alejarse de la calidad de su adaptación.
En efecto, la representación no
solo se apoya sobre la vívida actuación del trío de actores y una puesta en
escena tan sobria como expresiva, sino, y yo diría que especialmente, en un
texto que respira por la boca del propio Kafka al sustentarse de y en escritos
como las cartas, los diarios y los Cuadernos en Octavo (y también, nos
aventuramos a pensar, en “El otro proceso” de Canetti).
Además de conocer la obra de
Kafka, son necesarias altas dosis de talento para reconocer los fragmentos
esenciales y, entre estos, seleccionar los imprescindibles en función de las
limitaciones de la representación teatral y para que el espectador no versado
en Kafka llegue a comprender en toda su amplitud el dilema y la experiencia de
Kafka así como los afectos y pensamientos de Felice y Max Brod. Y, sobre todo,
es necesario entender la seriedad y trascendencia de este capítulo de la vida
de Franz Kafka, en quien es casi imposible deslindar lo universal del genio, de
lo característico de un hijo de su tiempo y de lo peculiar de ese hijo de su padre
y de su madre.
La obra no solo se mantiene,
así, fiel a los hechos y a las palabas de sus protagonistas: además juega con
la posibilidad de la interpretación (inevitable siempre que se trata de Kafka,
tanto de su obra como de su vida), con la posibilidad del riesgo creativo. Un
ejemplo podemos encontrarlo en el encuentro sobre las tablas entre Kafka y
Grete Bloch (representado también por Beatriz Argüello), en el que la
exuberancia sensual y sexual con la que Kafka se conduce hacia Grete hace
pensar en esa discutida posibilidad de un hijo de ambos.
Araújo no deja nada en el
tintero: Kafka y su padre, Kafka y su madre y sus hermanas, Kafka y el resto de
la humanidad, Kafka y el socialismo, Kafka y el matrimonio, Kafka y la
mediocridad, Kafka y la literatura, Kafka y la escritura, Kafka y Brod, Kafka y
su trabajo, Kafka y la locura, Kafka y el sentido del humor, Kafka y la
enfermedad, Kafka y sus complejos físicos, Kafka y las mujeres. En sesenta y cinco
minutos es difícil imaginar un repaso más exhaustivo y prístino a los puntos clave
de una historia que todavía no ha acabado y que no lo hará mientras quede un ser humano en este mundo.
Por lo demás, quienes hemos
leído a Kafka y hemos visto cientos de veces las pocas, siempre las mismas
fotografías de Kafka, Felice y Brod, y nos empeñamos en imaginarlos en movimiento,
de carne y hueso, no tenemos ninguna razón para quejarnos, desilusionados, de falta
de verosimilitud en la interpretación (dirigida por José Pascual): nada en la representación
decepciona a eso tan exigente que es la fantasía.
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